Se detuvo. Su tono de voz se había elevado; estaba perdiendo el control. Algo más calmado, dijo:
—No tienes que preocuparte por Pierce. Lo conozco. Volverá a su familia a pesar de todo lo que yo diga. Irá ciegamente hacia el cementerio de elefantes.
—Y nosotros permaneceremos aquí.
—Así es.
—Y sobreviviremos.
—Sí.
Ellen suspiró.
—Nosotros somos los más fuertes, ¿verdad?
—Ojalá lo supiera —respondió Kinsman.
—¿Viviremos juntos, Chet?
Él miró hacia otro lado y nuevamente murmuró:
—Ojalá lo supiera.
—¿Cuál es el secreto, Chet?
Sabía que ella trataría de llegar al fondo. No te muestres sorprendido, se dijo a sí mismo. Durante un largo rato se quedó en silencio, tratando de comprender los sentimientos que bullían dentro de sí: ¿furia? ¿miedo? ¿dolor?
—Sea lo que fuere —dijo Ellen delicadamente—, no te dolerá tanto una vez que lo hayas compartido.
¡No!, se previno. ¿Cómo sabes si puedes confiar en ella? ¿Cómo sabes…?
Pero se oyó a sí mismo diciendo:
—Fue en una misión orbital, hace años. Antes de comenzar a cooperar con los rusos en el espacio. Estaba inspeccionando uno de los satélites…
Su mente tomó otro rumbo. Se vio a sí mismo recitando la antigua historia, sentado en la cama junto a esta bella mujer, abriéndole su corazón como no lo había hecho con nadie en el mundo.
—Era uno de los más grandes. Acababan de lanzarlo los rusos. Nuestros muchachos del servicio de inteligencia temían que fuera una bomba orbital. Mientras yo examinaba su satélite, el cosmonauta vino en una cápsula separada. Luchamos como dos leones marinos, lanzándonos el uno contra el otro. No teníamos armas. Simplemente tratábamos de golpearnos con las manos.
Estaba nuevamente flotando. Sin peso.
—Podría haberme retirado y regresado a mi propia nave, pero me quedé ahí y luché. Muy patriótico. Lleno de justa indignación. Luché. Le arranqué el tubo de aire. Y la maté.
—¿La mataste?
Asintió con la cabeza. Aún veía su cara dentro del bulboso casco, detrás del oscuro visor, gritando silenciosamente, poniéndose rígida.
—No sabía que se trataba de una muchacha. —Su voz había perdido toda expresión—. Lo supe después de arrancarle el tubo de aire. En ese momento estuve lo suficientemente cerca como para verle la cara… —se detuvo.
—Y has estado cargando con esta culpa desde entonces.
Ellen le tomó sus manos entre las de ella.
—Juré que nunca volvería a matar otra vez… No les permitiría que me obliguen a matar a nadie…
—Chet… no fue culpa tuya.
—¡Mentira! Yo luché con el astronauta. ¡Quería matarlo! ¡Quería arrancarle el tubo de aire a ese bastardo! No tenía que hacerlo. Pero quería hacerlo.
—Y no sabías que era una muchacha.
—No. —Ellen comenzó a decir algo, pero él continuó—: Ahora debo persuadir a Leonov que puede confiar en nosotros, en mí. Y tengo que mantener esto muy oculto… aunque probablemente ya lo sabe. ¿Cómo puede confiar en mí? ¿Cómo pueden confiar en ninguno de nosotros?
—Pero tú confías en él, ¿no es verdad?
—Él nunca mató a uno de los nuestros.
—¿Has matado a otra gente, anteriormente, cuando cumplías misiones de combate en aviones? —preguntó Ellen.
—Supongo que sí. Pero era diferente… remoto… No fue mano a mano. Yo… nunca lo supe con certeza.
—Si hubiera sido un hombre y no una mujer cosmonauta —continuó Ellen—, ¿te sentirías igualmente culpable?
Él la miró.
—No… Supongo que no.
—¿Por qué no?
—No lo sé —dijo vagamente—. Uno espera encontrar hombres en la lucha, supongo. Es diferente… más equilibrado.
—Puros cuentos, para usar una palabra masculina —Ellen se sentó—. Chet, ¿hace cuánto que llevas esta angustia contigo?
Se encogió de hombros.
—Unos quince años… diecisiete, precisamente.
—Es bastante tiempo —dijo ella con firmeza—. Ahora se terminó. Es un asunto acabado. No puedes revivirla. Además no fue culpa tuya, para com…
—Ya he oído todas las razones psicológicas —replicó Chet—. Fue mi culpa. De nadie más.
—De modo que ya tienes la excusa lista para protegerte y no correr el riesgo de que te hieran otra vez.
—¿Herirme? ¿A mí?
—¡Sí, a ti! No estás preocupado por una mujer rusa a quien nunca conociste… Estás preocupado por Chester Arthur Kinsman, preocupado de que la gente no te quiera si se enteran de que has matado a alguien. Preocupado porque Leonov ya no sería tu amiguito. Eso es lo que te tortura, no ella. Ella ha estado muerta por diecisiete años.
—¡No me digas a mí lo que me tortura!
—¿Por qué no? —atacó nuevamente Ellen—. Estás tan sumergido en la autocompasión que crees que debes salvar al mundo entero para compensar tu único error.
—No es autocompasión.
—Sea lo que fuere —y la voz de Ellen de pronto se había vuelto suave, calma y mesurada—, sea lo que fuere, Chet…, tienes que decírselo a Leonov.
Sintió un vacío adentro. Ya no era furia. Ni siquiera miedo. Vacío. No había nada, sólo un opaco y distante dolor.
—No sé si podré —dijo Kinsman.
—Puedes.
—No es tan fácil. Y decírselo no exorcizará completamente al demonio.
Ellen le puso la mano en la mejilla. La sintió suave y fría.
—Eso siempre lo tendrás contigo, Chet —dijo ella—. Nunca desaparecerá completamente. Pero no debes permitir que se interponga en tu camino.
Supo que ella tenía razón. Sin embargo, lo asustaba.
El pedido de Pierce para su traslado a la Tierra estaba sobre el escritorio de Kinsman cuando llegó a su oficina a la mañana siguiente. Llamó al jefe de comunicaciones y trató breve y superficialmente de persuadirlo para que retirara el pedido. Con delicadeza Pierce se negó y recomendó a Ellen Berger para que lo reemplazara.
Con los labios apretados Kinsman aceptó. Pierce le agradeció y sonrió.
Echado sobre el respaldo del sillón de su escritorio, Kinsman apretó un botón sobre el panel de controles, y un boletín informativo cubrió la pantalla mural más grande. La escena mostraba el podio de los oradores en la sala de la Asamblea General del edificio de las Naciones Unidas en Nueva York. El delegado ruso fulminaba con la mirada a los americanos que estaban sentados en primera fila. Gesticulaba ampliamente con los brazos, y tenía la frente arrugada en un gesto de enojo. La versión en inglés se expresaba con voz tranquila y sin emoción, semejante a la de la computadora de Selene:
—… los capitalistas imperialistas fueron obviamente culpables al invadir territorio que había sido claramente marcado por oficiales de la Unión Soviética , provocando el incidente deliberadamente. Esta agresión fue justamente repelida, tal como todos los pueblos amantes de la libertad han repelido la agresión americana en todo el orbe.
Se produjo una conmoción y las cámaras de la televisión enfocaron a los americanos. El jefe de la delegación estaba de pie y gritaba:
—Señor presidente, ¿hasta cuándo deberemos escuchar esta serie de mentiras y distorsiones? No se podrá llegar a una resolución sensata…
El orador ruso golpeó con los puños sobre el podio y gritó algo ininteligible. La delegación americana completa se puso de pie a los gritos.
Atontado, Kinsman observaba mientras las cámaras mostraban la inmensa sala. Parecía que estaba por desencadenarse un desorden mayor. Gritos, aullidos, brazos amenazadores. La única persona que permanecía en su asiento era el presidente, allá arriba y más atrás del podio. Era un latinoamericano delgado y moreno, con grandes ojos tristes. Estaba simplemente sentado allí, sacudiendo la cabeza.