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La última y más grande esperanza para la humanidad. Kinsman interrumpió la transmisión. Por un momento se quedó sentado con la vista fija en la pantalla vacía. Luego se levantó.

Mejor comienzo las inspecciones, se dijo a sí mismo.

Sabía que comenzaría por la planta de agua. Pasó la mitad de la mañana allí, oyendo las quejas de Ernie Waterman sobre todas las dificultades que había. Tenían que alzar la voz para poder oírse sobre los ruidos de la construcción. Sin embargo, se estaban haciendo considerables progresos. El ingeniero de severo rostro era cauteloso hasta el punto de ser descortés, pero Kinsman sabía que Selene tendría abundante agua para satisfacer todas sus necesidades aun cuando la población se duplicara repentinamente.

La fábrica era en realidad una planta de procesamiento de minerales, y una instalación para purificar el agua. Los trituradores de rocas eran gigantescos, y recibían los cargamentos de minerales que venían en los carros mineros desde lugares tan distantes como la Muralla a Pico al sur y Fra Mauro al norte.

Kinsman trepó sobre los grandes trituradores y sintió las vibraciones de sus pesadas maquinarias en los huecos. Era éste el equipamiento más caro que había en Selene. Había sido traído desde la Tierra a lo largo de un período de diez años. Los técnicos de Selene podían repararlo y mantenerlo, pero pasaría otra década antes de que pudieran siquiera intentar construirlo independientemente.

Kinsman siguió las cintas sin fin que conducían las rocas trituradas y llegó así hasta los arcos eléctricos que murmuraban constantemente dentro de sus cubiertas de acero inoxidable. De aquí en adelante, la fábrica era una madeja de plomo: cañerías arriba y abajo, cubriendo kilómetros de túneles y transpirando gotitas de preciosa agua helada por más que los ingenieros intentaban aislarlas completamente.

Kinsman se agachó, saltó y pasó por entre las cañerías que llevaban la sangre vital de Selene. Waterman lo siguió todo el tiempo, machacando sus problemas reales y exagerados a través de la fábrica. Finalmente, mientras caminaban por los relativamente tranquilos corredores del área de oficinas y controles de la fábrica, Waterman dijo:

—No veo cuál es el apuro en todo esto. Me gustaría que me dejara trabajar con más tranquilidad. Algunos de los muchachos están casi exhaustos.

Kinsman se detuvo frente a la ventana que daba a la sección de control de computadoras. Mientras observaba las casi solitarias luces de las máquinas que se encendían y apagaban siguiendo un orden sólo comprensible internamente, respondió:

—Ernie, estamos en alerta amarilla. Tenemos que estar preparados para una emergencia. La Tierra puede necesitar repentinamente el doble o el triple del combustible para cohetes del que necesita ahora.

—Entonces tendríamos que estar reforzando las instalaciones para electrólisis, no la producción de agua.

—Paso a paso —dijo Kinsman—. El hidrógeno y oxígeno salen del agua. Si queremos mayor cantidad de combustible para cohetes necesitamos aumentar el abastecimiento básico de agua.

—Sí, es correcto, pero en una emergencia…

—Paso a paso —repitió Kinsman. Era el manual del tautólogo: cuando esté en duda use slogans.

—Pero… ¿por qué entonces las interconexiones con Lunagrad? —preguntó Waterman—. ¿Por qué demonios tenemos una cuadrilla completa trabajando para conectarlos a nuestras líneas de abastecimiento reforzadas, cuando habrá que desconectarlos cuando comience la lucha?

—No habrá lucha —dijo Kinsman con firmeza—. No aquí.

La mandíbula de Waterman se aflojó.

—¿Qué quiere decir?

—Precisamente lo que dije, Ernie.

—No entiendo.

—Ya entenderá —dijo Kinsman—. Ya entenderá.

Y se alejó de Waterman dejándolo ahí en el corredor, rascándose la cabeza y no demasiado contento.

Kinsman siguió su camino por las áreas de cultivo de subsuelo, los talleres y laboratorios, la sección de computadoras, el centro de comunicaciones. Hacía esto casi todos los días, pero nunca en un orden preestablecido. Saludaba, descubría problemas, escuchaba quejas y sugerencias. La idea era mantener una buena imagen y la atmósfera clara. Todos lo conocían. Más importante todavía: llegó a conocer a todos en Selene, incluidos los temporarios.

La sección del hospital era siempre la más tranquila, la más relajada y la más sana de las áreas que inspeccionaba. Tan pronto como atravesó las puertas dobles que daban al vestíbulo del hospital, Kinsman se sintió aliviado. Colores pastel en las paredes, voces suaves, hasta los sistemas de intercomunicación y los altoparlantes habían sido silenciados. Un agradable lugar para estar, pensó, siempre y cuando no les dejes ponerte las manos encima.

Pero hoy parecía diferente.

Dos enfermeras pasaron presurosas junto a él, empujando sendas consolas con ruedas. Se las veía preocupadas, y se movían con tal rapidez que Kinsman no pudo darse cuenta de qué clase de equipo llevaban. Desaparecieron por un corredor que salía del vestíbulo. Un joven médico con cara de afligido seguía con premura a las enfermeras.

El sistema de altoparlantes volvió a la vida. Una voz de hombre, aguda y extrañamente intensa llamó:

—Doctora Myers, doctora Myers… de inmediato a terapia intensiva.

La sala de terapia intensiva… ¡Dios mío, Baliagorev! Kinsman se lanzó por el mismo corredor por el que habían desaparecido las enfermeras.

Eso es lo que necesitábamos, que se nos muriera aquí. ¡Quién habla de incidentes internacionales!

Pasó como un rayo junto a la sala de monitores de la sala de terapia intensiva, donde un enfermero sobre su asiento frente a las pantallas visoras le gritó:

—¡Eh! No puede… —Al reconocer a Kinsman dijo débilmente—: ¿Señor?

Kinsman vio una confusión de uniformes blancos delante. Resbaló hasta detenerse y luego se abrió paso a través del círculo exterior de enfermeras.

—¡No quiero hablar con ninguno de ustedes, vampiros armados de enemas! ¡Quiero a la doctora Myers!

Era Baliagorev. Punzante como una avispa y débil como una pluma…, pero su voz era férrea. Estaba pálido, la cara marcada por la vejez. Había una docena de tubos y cables conectados a varias partes de su cuerpo. Alguien había elevado su cama flotante para que pudiera estar sentado.

Kinsman vio que una de las consolas que habían traído las enfermeras era un reproductor de videotapes. El ruso se inclinó para tocarlo.

—¡No lo haga! ¡Lo va a romper!

—¡Llévenselo! —gritó Baliagorev—. Cuando quiera entretenerme con aparatos sin cerebro se lo diré. ¿Dónde está la doctora Myers? ¿Dónde está ella?

Kinsman se abrió paso entre el grupo de enfermeras y el joven médico y dijo:

—La doctora estará aquí en un momento, señor. Yo soy Chet Kinsman, el comandante de este lugar. Me alegra ver que se siente fuerte ya.

—Me siento muy infeliz —replicó Baliagorev, en un inglés impecable—. ¿Cómo se sentiría usted si estuviera lleno de hilos como una marioneta?

—Bueno, yo…

El ruso sacudió la cabeza.

—Soy un hombre simple. Puedo aceptar el hecho de que mis compatriotas me consideren un loco revisionista. Puedo aceptar que mi propio corazón me haya traicionado. Y hasta puedo aceptar el hecho de que estoy rodeado de yanquis que tienen la sensibilidad cultural de un contrabandista letón. Todo lo que yo quiero es ver a la doctora Myers. ¿Por qué este simple pedido…?

—Aquí estoy, maestro.

Kinsman se volvió y pudo ver que los demás abrían paso a Jill. Detrás de ella venía el médico ruso, Landau. Ambos tenían extrañas expresiones en sus caras: felices, pero… ¿turbados?