Выбрать главу

—¡Aaah, Jilyushka, mi ángel guardián! ¿Dónde has estado? —el tono de Baliagorev había cambiado completamente. Pasó de la truculencia a la dulzura de un abuelo en un abrir y cerrar de ojos.

Jill le sonrió.

—Bueno, en este hospital hay otros pacientes, y…

—¡Tonterías! Estabas escondida en algún rincón, besando a ese tonto barbudo.

La cara de Landau se puso roja como un tomate. Jill se rió. Kinsman se volvió hacia las enfermeras y dijo con calma:

—Creo que la emergencia ha pasado.

Comenzaron a retirarse de la pequeña habitación murmurando entre ellos.

—No se vaya —dijo Baliagorev a Kinsman—. Tengo que hacerle un pedido.

Kinsman se detuvo al llegar a la puerta abierta y se volvió hacia el ruso.

—Me gustaría permanecer aquí, en el sector americano, en lugar de volver a Lunagrad, al menos por un tiempo.

Kinsman no supo si reírse o mostrarse preocupado.

—Creía que nosotros los yanquis teníamos la sensibilidad cultural de un contrabandista letón.

Sin la menor agitación, Baliagorev respondió:

—Cuando se ha pasado tanto tiempo como yo en las tiránicas manos de enfermeras y empleados de hospital, uno aprende que sólo hay un modo de tratarlos: con desprecio. Sin embargo… —su tono se suavizó—, sinceramente, quisiera permanecer aquí.

—Bueno… —este viejo es muy astuto, pensó Kinsman—. ¿Puedo preguntar por qué?

Baliagorev miró a Landau por un momento y luego volvió a mirar a Kinsman. Sus ojos eran de un azul frío.

—Digamos… que es un capricho de viejo. Las mujeres son mucho más lindas aquí. Las enfermeras de Lunagrad son espantosas, enormes bestias sin gracia… y no se las puede mejorar.

—Eso no es verdad —murmuró Landau.

—¡Bah! ¿Por qué esconderlo? Lo que busco es asilo político. Estaba buscando asilo en Francia cuando mis compatriotas me arrestaron y me enviaron a un hospital en Siberia. ¡Un hospital psiquiátrico! Ahí fue donde se enfermó mi corazón.

¡Cristo! Lo único que nos faltaba.

—Este es… un momento muy delicado para pedir asilo político, usted lo sabe.

Kinsman mantuvo sus ojos apartados de Landau mientras respondía. Baliagorev frunció sus delgados y azulinos labios.

—No habrá discusión política de ninguna clase mientras mi paciente esté en terapia intensiva —intervino Jill. Se volvió hacia Baliagorev y lo amenazó severamente con un dedo regordete—. ¡No lo hemos sacado de la muerte clínica para que se mate por la excitación de una discusión política!

Landau se echó a reír.

—Ella tiene razón, Nikolai Ivánovich. Este no es momento para discusiones.

El anciano enarcó sus hirsutas cejas.

—Muy bien. Ustedes han hecho su milagro, y no quieren que este Lázaro sufra una recaída, ¿no? Pero… ¿puedo saber si tú hablarás de política con alguno de nuestros compatriotas?

El médico ruso sacudió la cabeza con gravedad.

—No. Se lo prometo.

—Puede confiar en Alexei —dijo Jill.

—Seguro que tú sí puedes confiar en él —murmuró Baliagorev. Y agregó, con una sonrisa torcida que amenazaba convertirse en una mueca—: Admítelo, Jilyushka, te estabas abrazando con este barbudo bribón, ¿verdad?

—Efectivamente, es así —admitió Jill alegremente—. Y será mejor que deje de bromear con eso, o le pondré sólo enfermeros.

El ruso dudó apenas un instante.

—Hum. Pues… si son jóvenes y tiernos…

—¡No se puede tratar con usted!

Kinsman logró decir:

—Muy bien. Escúchenme, Jill, Alexei. ¿Cuántos días tendrá que estar aquí el paciente?

—Por lo menos una semana —respondió Landau.

—Puedo organizar una recaída… —aseguró Baliagorev.

Kinsman levantó una mano.

—Dejemos las cosas como están por una semana.

Y antes de que pudieran decir algo más, se escabulló por la puerta y se apresuró por el corredor…, pero alcanzó a oír al maestro de baile que con su suave voz decía:

—Veamos entonces, Jilyushka. No hay ninguna razón para que no te conviertas en una excelente bailarina aquí en la Luna. Con la poca gravedad y conmigo para enseñarte se pueden hacer milagros.

Kinsman sacudió la cabeza y deseó haberse sentido lo suficientemente bien como para sonreír.

Las luces de los corredores acababan de adquirir la luminosidad del atardecer cuando Kinsman se deslizó desde su oficina a sus habitaciones. Debo hablar nuevamente con Leonov, iba diciéndose a sí mismo. Quizás logre que sus niños vengan a visitarlo antes de…

—Chet, Chet, espérame, por favor…

Era Jill Myers, que corría detrás de él. Tenía una enorme e infantil sonrisa dibujada en la cara. Chet le sonrió mientras ella corría para alcanzarlo y decía, casi sin aliento:

—¡Me propuso matrimonio!

—¿Ese viejo cochino?

—No. No fue Baliagorev —respondió, radiante—. ¡Alexei! ¡Nos casaremos!

Algo se heló dentro de Kinsman.

—Estás invitado a la fiesta —estaba diciendo Jill—. Ya ha comenzado, es en mis habitaciones…

—Casarse… —repitió él.

—¡Sí! Tan-tan-tatán y todas esas cosas. ¿No te parece fantástico?

—¿Por qué?

La sonrisa de Jill se congeló.

—¿Porqué qué?

—¿Por qué quiere casarse contigo?

Ella puso los brazos en jarras.

—Supongo que es porque no puede vivir sin mí, y quiere pasar el resto de su vida conmigo. Un compromiso para toda la vida… Pero tú no entiendes de eso, ¿verdad? —sus ojos centelleaban.

—¡Maldición, Jill! Sabes bien que no es eso lo que quiero decir. Ustedes dos pueden vivir juntos sin necesidad de redactar un contrato. ¿Para qué hablar de matrimonio? ¿Qué hay detrás de todo esto?

—¡Oh! Chet Kinsman, eres un estúpido e insensible…

Chet estiró la mano y puso dos dedos sobre la boca de ella.

—Jill, nos conocemos desde hace mucho tiempo como para comenzar a insultarnos. Alexei te ama, eso está muy bien. Le creo. Tú también lo amas. Perfecto. Pero ¿qué tiene que ver el matrimonio con todo eso? ¿Acaso Alexei busca convertirse en ciudadano americano?

La muchacha le retiró la mano, pero su tono era más tranquilo, menos enojado.

—Yo… no hemos siquiera hablado de eso. Creí más bien que yo iría a vivir con él en Lunagrad.

—Ajá. Pero supongamos que él intenta pedir asilo, como Baliagorev… ¿O es que teme que los agentes de seguridad soviéticos lo acusen por la deserción del anciano?

—Chet, es una porquería que digas eso.

—Lo sé. Y yo soy un bastardo. Pero prefiero herir tus sentimientos antes de que él te destruya… Él, o cualquier otro.

—Lo amo, Chet. Y quiero estar con él adonde quiera que vaya.

Un compromiso para toda la vida. Aunque eso signifique sólo una semana más.

—Jill, puedes estar con él. Qué diablos, ¿acaso no han estado viviendo juntos estos últimos días?

—¿Días? —repitió ella con los ojos muy abiertos—. ¡Estamos hablando de dos vidas enteras!

—Pueden vivir juntos todo el tiempo que quieran —continuó Kinsman—, pero cuando se comienza a hablar de matrimonio… Bien, eso crea problemas políticos y legales.

—Chet, estás hablando como si fueras mi hermano mayor. Soy lo suficientemente grande como para tomar mis propias decisiones.

Esto lo hizo sacudir la cabeza.

—No te apresures, Jill, podría…

—No nos puedes detener —replicó.

—Sí que puedo detenerlos. O podría hacerlo Leonov. Tú lo sabes.

Jill apretó sus puños y dijo en un susurro apenas controlado:

—Chet, el hecho de que tú no puedas resolverte a adquirir un compromiso permanente con nada ni con nadie, no quiere decir que yo esté tan atemorizada o confundida como tú. Estoy enamorada de Alexei, y me casaré con él.