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—Sólo porque has estado viviendo unos días con él…

—Nos conocemos desde hace tres años, entre una cosa y otra. ¿Por qué crees que vino a Lunagrad? —Kinsman literalmente dio un paso atrás al oír esto. Ella lo siguió. Era un furioso gorrioncillo persiguiendo a un gato confundido—. Seguramente crees que soy una niña tonta a la que tienes que cuidar y proteger. ¡Pues bien, si alguien aquí necesita un protector, coronel Kinsman, ése eres tú! No tienes la sensatez de siquiera darte cuenta cuando alguien te ama. ¡Pero yo sí! Y voy a disfrutar de este amor tanto como pueda. ¡Debes entender eso, hermano mayor!

Y repentinamente Kinsman se echó a reír.

—Muy bien, muy bien —dijo, levantando las manos como para defenderse de ella—. De modo que soy un viejo y desconfiado bastardo.

—Eres un idiota.

—Eso también.

—Y… y…

—Estoy tratando de protegerte —le explicó.

—Me protegeré sola, gracias. Y aun cuando lo que tú piensas sea verdad, prefiero enfrentar eso a pasar un minuto menos de lo que debo junto a Alexei.

—Muy bien —dijo Kinsman—. Mensaje recibido y comprendido.

—Bueno.

—Eh… ¿aún estoy invitado a tu fiesta?

—¿Te portarás bien? —comenzó a sonreír otra vez.

—Seré un modelo de conducta.

—¿Nada de política?

—Me quedaré sentado en un rincón sin abrir la boca…, excepto para tomar un poco de coñac medicinal.

—Entonces, puedes venir.

—Gracias, señora. Voy corriendo a ponerme mi mono para fiestas.

Jill hizo un gesto de desprecio…, pero luego súbitamente le arrojó los brazos al cuello y lo abrazó con fuerza. Tuvo que ponerse en puntas de pie.

—¡Oh, Chet, soy tan, tan feliz! No lo estropees…

—No lo haré —respondió él.

Pero ya se estaba preguntado si Pete Leonov estaría en la fiesta.

No estaba. Había unos pocos médicos rusos amontonados con el resto del gentío, que llenaba las dos habitaciones de Jill. Pero Leonov y todo el personal militar y administrativo ruso brillaba por su ausencia.

El lugar no daba ya ni para una persona más. La fiesta comenzaba a extenderse por el corredor cuando llegó Kinsman; traía una botella de whisky de la Tierra. Todo el mundo traía sus propias botellas a esas fiestas. Cuando sacó la botella de whisky del armario de su kitchenette vio que era la última que quedaba y se dijo: “Tengo que pedir a los muchachos que me traigan refuerzos en el próximo viaje con provisiones”. Luego se dio cuenta de que era muy posible que no hubiera otra misión de abastecimientos. Los viajes de la Tierra podían suspenderse en cualquier momento. ¡No!, se dijo con furia. Les tomará unas pocas semanas lograr lo que quieren. Diez días por lo menos.

Se deslizó por entre la gente llevando la botella en alto, pero se dio cuenta de que jamás encontraría a la pequeña Jill en medio de ese gentío, de modo que decidió buscar a Landau. Lo encontró en el dormitorio, junto a un grupo un poco más pequeño. Había gente de pie, sentada en la cama o en otros muebles, o por el suelo, con las piernas cruzadas.

Jill estaba junto a Landau, como descubrió Kinsman cuando se abrió camino entre las conversaciones y las risas. Ella estaba de espaldas a la puerta, y no pudo ver que se acercaba. La abrazó con su brazo libre, la atrajo y la besó con fuerza.

—Felicitaciones —le dijo, finalmente—. No llegué a decírtelo antes—. La soltó y extendió la mano a Landau—. Y también felicitaciones para usted. Se lleva a la mejor de las muchachas.

—Lo sé —respondió—. Gracias.

De algún modo su expresión era al mismo tiempo de alegría y seriedad.

A los pocos minutos Kinsman estaba sentado en el suelo con un vaso plástico lleno de whisky en la mano, su espalda apoyada en las piernas de alguien y escuchando una discusión que se hacía menos coherente a medida que los interlocutores se ponían más ebrios. A Ellen no se la veía por ninguna parte. Se preguntó si la habrían invitado a la fiesta. ¿O estará de guardia en el centro de comunicaciones?

Frank Colt entró en el dormitorio. Por un instante se detuvo en la puerta mostrándose indeciso. Por lo menos no vino de uniforme, pensó Kinsman. Landau comenzó a extender la mano hacia él. Jill se puso de puntillas y colocó una mano sobre su hombro.

—Déme un beso, yo soy la novia.

Colt lo hizo rápidamente, y dio la mano a Landau. Pero antes de que tomara asiento, un hombre moreno y de cara delgada que estaba sentado en el otro extremo de la cama dijo:

—Aquí llegó el gran hablador.

Kinsman comenzó a decir algo, pero Colt se le adelantó:

—Vamos, esto es una fiesta… guarde toda esa agresividad para más tarde.

El hombre estaba algo bebido. Kinsman lo conocía superficialmente: un ingeniero civil, uno del equipo de Ernie Waterman. Su nombre era… Kinsman forzó su memoria. Sí, Jerry Perotti.

—Ha hablado mucho todo el día, Colt. ¿Por qué sentirse tímido ahora? Regálenos con los beneficios de su oratoria militar.

—Reviente, y métase lo que dice en… —dijo Colt.

Todo el mundo en la habitación quedó en silencio. El cerebro de Kinsman parecía estar trabajando en cámara lenta. Inspeccionó las caras de todos los presentes: sorpresa, diversión, molestia. Perotti se veía enojado. Sólo Dios sabía lo que Colt habría hecho ese día. El mismo Frank estaba tenso pero totalmente sereno, casi sonriente. La pistola más veloz del Oeste enfrentándose otra vez a un estúpido desafiante.

Tengo que detener esto aquí y ahora.

—Pues no voy a reventar —estaba diciendo Perotti—. Usted y sus malditos galones dorados… ¿Quién demonios se cree que es?

Colt se volvió abruptamente y en tres pasos llego al baño. Antes de que nadie tuviera la oportunidad de hacer o decir algo, volvió a salir y le arrojó un rollo de papel higiénico a Perotti, quien involuntariamente lo atajó con una mano y lo apretó contra su pecho.

—Aquí tiene, eso es lo que usamos para la mierda —dijo Colt.

Hubo un brevísimo instante de sorprendido silencio, luego todo el mundo estalló en carcajadas. Todos reían… todos, menos Perotti. Se puso de pie en medio de toda esa gente que reía. Su tez se oscureció aún más. Arrojó el rollo de papel higiénico sobre la cama y abandonó el lugar hecho una fiera. Colt se apartó de la puerta y lo dejó pasar.

—Otra muesca en la culata de su pistola —murmuró Kinsman.

Se dio cuenta de que la combinación de falta de sueño, tensión y whisky lo había emborrachado. Colt lo vio y se le acercó para sentarse en el suelo junto a él.

—¿Qué es lo que pasa contigo, que hace que alguna gente se sienta inmediatamente tentada de hacerte pasar un mal rato? —pensó Kinsman en voz alta.

—Es el color de la piel, hombre —dijo Colt.

—Vamos, Frank… Hay por lo menos una docena de negros en Selene. Y el año pasado tuvimos una delegación entera del Chad. Nadie se sintió en la obligación de atacarlos.

—Sí, mi amo, pero ellos son gente buena —dijo Colt, imitando el acento de los campesinos del Mississippi—. Yo soy un hijo de puta. Si usted es blanco e hijo de puta nadie se da cuenta. Pero si uno es negro todo el mundo lo señala.

La fiesta continuó con normalidad. Kinsman bebía lenta y constantemente, manteniendo un suave calor que borroneaba lo suficiente las asperezas de la realidad como para que todo pareciera agradable.

En la sala principal de las habitaciones de Jill, las movedizas corrientes de humanidad habían empujado a Pat Kelly y Ernie Waterman hacia el mismo rincón. Formaban un par incongruente: el alto ingeniero con cara de sabueso triste y el rechoncho oficial con aspecto de conejito.