—Usted mismo puede darse cuenta de que esto es una idiotez, ¿verdad? —su voz era casi implorante ahora—. Estamos en medio de estudios tan delicados… Todos los instrumentos están por fin alineados y funcionando. El máximo de la intensidad de radiación del vibrador será alcanzado dentro de catorce horas, si los cálculos de Chalinik son correctos, y…
—Mi querido profesor —dijo el capitán con la mayor cortesía que pudo, pero al mismo tiempo con la necesaria frialdad como para que no quedara dudas de quién era el que daba las órdenes—. Aprecio la extremada importancia de su trabajo…, pero debe usted darse cuenta de que las órdenes del Kremlin no dejan lugar para discusiones. No puedo negarme a obedecer esas órdenes. ¿O acaso quiere que me fusilen?
—No, no, por supuesto que no… —A pesar de sus palabras, parecía haber un leve tono de duda en la voz del académico.
Pacientemente, el capitán se encogió de hombros.
—Y entonces, ¿qué puedo hacer? Debo cumplir mis órdenes. Usted y sus asistentes deben estar listos para partir dentro de… —miró su reloj de pulsera—…tres horas.
—Pero nuestro trabajo… los instrumentos…
—Cuidaremos sus instrumentos —dijo el capitán—. Nadie los tocará. Se lo aseguro.
El científico continuó murmurando mientras el capitán se levantaba y salía con esfuerzo de atrás de su pequeño escritorio para acompañar al más viejo hasta la portezuela hermética que daba al corredor principal de la estación espacial.
—¿Permitirá que los instrumentos continúen registrando las actividades del vibrador?
—Por supuesto. Ciertamente.
El científico se marchó lentamente por el corredor, sacudiendo la cabeza y murmurando consigo mismo. Apenas el capitán había vuelto a sentarse en su escritorio, apareció un oficial más joven a través de la portezuela abierta. Era alto y rubio, un auténtico ruso.
Ascenderá más rápido que yo, pensó el capitán, mientras observaba seriamente al joven.
—Señor —comenzó el oficial.
—Siéntese, teniente. ¿Está lista su nave para llevar de vuelta a los científicos?
—Sí, señor, aunque parecen muy descontentos por eso.
El capitán dejó que una sonrisa le cruzara la cara.
—Son civiles. No entienden los asuntos militares.
El teniente asintió con la cabeza.
—Por supuesto, usted sí las entiende, ¿verdad? —dijo el capitán, girando en su silla y estirando la mano hasta alcanzar una pequeña botella térmica que había sobre un estante detrás del escritorio.
—Creo que… entiendo las cosas militares —dijo el teniente a sus espaldas, y luego agregó—: Señor.
—Hum… —El capitán tomó dos vasos de uno de los cajones y preguntó—: ¿Bebe?
—No, gracias, señor. Debo pilotar el cohete lanzadera.
—¿Y con eso? ¿Le hace mal el té?
—¡Oh! —El teniente se mostró sorprendido, lo que complajo al capitán—. Bueno, sí, en ese caso sí. Gracias.
Mientras servía la caliente infusión, el capitán preguntó:
—De modo que usted comprende las cosas militares, ¿no?
—Así lo creo, señor.
—Entonces, dígame —golpeó la botella térmica sobre el escritorio con fuerza, como para que el té en los dos vasos saltara—: ¿cómo esperan esos pilotos de escritorio allá en la Tierra que yo defienda una instalación militar soviética que es indefendible? ¿Cómo?
—Yo… señor…
—¡Mire este lugar! —El capitán hizo un gesto con la mano—. Está hecho de paja. Una sola granada, explotando en una órbita paralela, nos destrozaría como si fuéramos un queso de cabra pisoteado. ¿Cómo podríamos defendernos contra un ataque?
—No había advertido que un ataque fuera inminente —respondió el teniente, dejando sus manos cuidadosamente sobre sus rodillas, sin tratar de servirse el té.
—Un comandante siempre debe suponer que un ataque es inminente. Aprenda eso. Métaselo en la cabeza y en la sangre. ¡Nunca descuide su guardia!
—Sí, señor.
El capitán lo miró por un instante y luego empujó uno de los vasos hacia él. El teniente lo tomó rápidamente.
—¿Por qué cree que han ordenado que todos los civiles abandonen nuestra pequeña isla en el cielo, eh? Estamos en estado de alerta. En cualquier momento puede llegar la noticia de que la guerra se ha declarado. ¿Tiene familia? ¿Mujer, hijos?
El teniente pestañeó una vez.
—Mi madre… en Moscú.
—Ya. Mis hijos estarán a salvo de las bombas —dijo el capitán—. Pero la lluvia ácida…, eso los matará. Una muerte retardada.
—Puede no ocurrir —dijo el teniente, muy quedamente.
El capitán fijó sus ojos en él.
—¿Tiene idea de qué era el cargamento que trajo? ¿Lo que me trajo para que me hiciera compañía, en lugar de los científicos?
—No, señor. Estaba sellado, y en las órdenes que recibí no se hacía mención al contenido del cargamento.
—Pero algo tan grande debe haber despertado su curiosidad, ¿no? Un solo bulto, sellado y custodiado, ¿eh?
—Bueno… —el teniente casi sonrió—. Había rumores en Turyatum…
—¿Rumores? ¿Qué rumores?
—Bueno, se decía que ese bulto era parte de una nueva arma, un sistema que defendería la estación espacial contra un ataque americano.
—¡Ah! ¡Ojalá lo fuera!
—Entonces… ¿no es eso?
—No, teniente, no es eso. Es un arma, es verdad. Pero no nos ayudará a defendernos. Más bien nos convierte en un objetivo más importante para los americanos.
—¿Qué es, entonces?
El capitán sonrió con su más inescrutable sonrisa.
—Vamos, teniente. Se dará cuenta de que no puedo decírselo. La información es secreta.
El teniente acabó su té bajo un pétreo silencio y luego se marchó. Un poco más tarde, el capitán se levantó de su escritorio y caminó toda la longitud de su pequeña estación hacia el muelle de carga. Observó la lanzadera, ahora con su carga de quejosos científicos, mientras sus cohetes funcionaban brevemente y luego se alejaba haciendo un arco para perderse rápidamente contra el brillo de la reluciente Tierra.
Luego fue otro brillo luminoso lo que atrajo su atención: el bulto que la lanzadera había dejado suspendido en órbita, a pocos centenares de metros de la esclusa neumática principal de la estación.
La bomba.
Mañana la lanzadera volvería con el sistema de dirección. Y pasado mañana, las toberas de los cohetes.
Debo confirmar con Lunagrad para asegurarme de que están dando la máxima prioridad al envío de mayor cantidad de combustible para las bombas orbitales, se dijo el capitán.
Entonces tuvo una inspiración. Se volvió del mirador donde estaba y dijo al técnico más cercano:
—Desarme todas esas latas científicas y póngalas en la cubierta exterior de la estación. Es posible que ayuden a desviar las esquirlas, en caso de que nos ataquen.
Sin discutir una palabra, el técnico fue a cumplir con la orden.
VIERNES 10 DE DICIEMBRE DE 1999, 12:50 HT
Era una reunión sombría.
El observatorio astronómico de Farside había sido alguna vez un floreciente centro de excitantes investigaciones. La amplia distribución de discos maniobrales de veinte metros de radio parecían llenar todo el Mar de Moscú, por lo menos todo lo que de éste era visible desde la cúpula principal de Farside. El telescopio óptico de diez metros y la serie de amplificadores electrónicos y telescopios satélites; los detectores de rayos ultravioletas e infrarrojos, rayos X y gamma; el constante ir y venir de hombres y mujeres jóvenes, intensos, ansiosos, equilibrados por los más viejos y más pacientes, pero no menos ansiosos, que formaban parte del equipo permanente… Las computadoras. La excitación de investigar el universo en pos de conocimiento, de vida, de inteligencia.