Ahora, Farside era como una ciudad fantasma.
Kinsman se echó hacia atrás en su silla metálica, dejando que su mente se alejara de las zumbonas voces de los hombres y mujeres que estaban alrededor de la mesa. Miró por la ventana de la sala de reuniones hacia la estructura del telescopio que estaba afuera. Era el mayor telescopio jamás construido, y estaba ahí afuera en la llanura lunar, solitario e inútil.
El cielo parecía vacío sin la Tierra que lo iluminara. A los astrónomos les encantaba eso, y hacía que Farside fuera un excelente lugar para sus investigaciones. Pero a Kinsman lo ponía nervioso: era un miedo que se asentaba en lo más profundo de su ser. Aquí, en el otro lado de la Luna , jamás se veía la Tierra en el cielo.
—El único asunto que queda por discutir —estaba diciendo el doctor Mishima con su suave voz, lenta y mesurada, haciendo un gran esfuerzo por no revelar la amargura que sentía—, es la cúpula protectora para el telescopio de diez metros.
—He examinado las cifras de los costos —dijo uno de los administradores rusos—. La cúpula que sugiere es demasiado costosa para nuestro presupuesto actual.
El doctor Mishima aspiró profundamente. Luego dijo:
—Si hay que cerrar este observatorio, el equipo debe ser transferido a Selene… o debe ser protegido de la erosión meteorítica, para de ese modo ser usado nuevamente… cuando los dioses de los presupuestos nos sean más favorables.
¿Qué demonios ocurre con Ellen?, se preguntó Kinsman mientras miraba el ciclo vacío. Hace cinco días ya, y ella no contesta a mis llamados. Desde que ocupa el lugar de Pierce. ¿Eso era todo lo que quería de mí?
Uno de los americanos estaba diciendo:
—No es que queramos abandonar Farside. El hecho es que no nos han dado el dinero necesario como para mantener el lugar en funcionamiento.
—Comprendo que usted lamenta esto más de lo que puede ser expresado —dijo el doctor Mishima con elaborada cortesía—. Pero aun así, es necesario pensar en el futuro. No puedo creer que la investigación astronómica cesará completamente y para siempre.
—Déjenlo abierto —se dijo Kinsman para sí.
Todos dieron un salto de sorpresa, y se volvieron hacia éclass="underline" Mishima, los americanos y los rusos —sentados en lados opuestos de la mesa, según había observado Kinsman—, tres hombres y cuatro mujeres que representaban otras naciones que tenían inversiones, personal y equipos en Farside, y Piotr Leonov.
Fue Leonov, sentado enfrente de Kinsman al otro lado de la mesa, quien preguntó:
—¿Qué has dicho?
La expresión de su cara era difícil de interpretar: casi una sonrisa, los ojos curiosos, como si estuviera de acuerdo con Kinsman, pero no estuviera seguro de lo que había oído.
—Dije que deberíamos dejar abierto Farside. Sería una tragedia cerrar este lugar.
—De acuerdo —dijo Leonov—, pero no hay fondos. Esa es la única cosa en que nuestros dos gobiernos se han puesto de acuerdo.
Que revienten, se dijo Kinsman para sí. Y en voz alta:
—Doctor Mishima, ¿cuánto se necesita para que esto siga en funciones? Ya tiene los grandes equipos y también las computadoras, los equipos para aire y otras necesidades básicas, así como los sistemas de electricidad. ¿Qué otra cosa necesita?
El astrónomo japonés estaba como atontado.
—Eh… Nuestro mayor costo en los dos últimos años ha sido el mantenimiento, limpieza, suministros básicos y cosas por el estilo. Y, por supuesto, el gasto más grande ha sido hecho para traer nueva gente desde la Tierra.
—Pete, ¿por qué no podemos mantener abierto Farside? No necesitamos los reemplazos de la Tierra cada noventa días. Hay suficiente personal entre los luniks permanentes para hacer que se continúe la investigación en este lugar.
Finalmente Leonov sonrió.
—Verás…, tengo órdenes de cerrar.
—Si tus órdenes dicen lo mismo que las mías —replicó Kinsman—, ellas meramente informan que la Tierra no dispondrá de más fondos para Farside y que debemos tomar las medidas necesarias. Pero aún tenemos nuestros propios recursos.
La mitad de la gente alrededor de la mesa comenzó a hablar simultáneamente, y los que permanecieron en silencio exhibían grandes sonrisas y fijaban su mirada en Kinsman. Los que sonreían eran astrónomos, los que miraban eran administradores de Selene, la mayoría eran temporarios.
Leonov se puso de pie y extendió sus manos pidiendo silencio.
—¡Un momento! Un momento. Esto es algo que el coronel Kinsman y yo debemos discutir en privado antes de continuar.
—Muy bien. —Kinsman se levantó y comenzó a caminar alrededor de la mesa mientras decía—: ¿Por qué no interrumpimos para ir a almorzar? Pete y yo podemos hablar aquí mismo y ver si podemos encontrar puntos comunes.
Los demás —algunos intrigados, otros molestos— abandonaron la sala en grupos que conversaban y murmuraban. Cuando la puerta se cerró detrás del último, Leonov se volvió hacia Kinsman y sonrió irónicamente.
—Muy bien, desde hace tres días que quieres verme a solas. ¿Qué es lo que quieres?
Kinsman caminó hasta la ventana.
—Me estaba preguntando por qué no respondías a mis llamadas.
—Me vigilan cuidadosamente, lo mismo que a ti. —Hizo un gesto con la cabeza—. ¿Crees que esta sala esconde micrófonos?
—Lo dudo.
Leonov se acercó a la ventana y miró al inútil telescopio.
—Y si los escondiera —dijo, sacando de su bolsillo una pequeña caja de plástico negro, chata y cuadrada—, esto hará que nadie pueda oírnos.
Kinsman sintió que sus cejas se arrugaban.
—¿Un perturbador?
—No. Es un nuevo tipo de trasmisor, que irradia en las frecuencias de la mayoría de los aparatos para escuchas. Lo he programado con música hot-rock americana. Mi gente de seguridad pensará que llevas un perturbador.
Kinsman se rió.
—Me pregunto qué pensarán mis muchachos de seguridad.
—Ése es problema tuyo, amigo mío.
Más seriamente Kinsman dijo:
—Creo que tengo la solución para nuestro problema.
—¡Oh, que no sea nuevamente tu idea de independencia!
—Sí, pero…
Leonov cerró los ojos.
—Ya he recibido las órdenes. Después de todo, no me enviarán a casa. Estaré destinado en el complejo de lanzamientos de Turyatum por todo el tiempo que dure la emergencia. Todos los oficiales con calificaciones espaciales están bajo máxima alerta. No hay permisos.
—¿Alerta roja?
Leonov asintió con la cabeza.
—Sólo para los oficiales con calificaciones espaciales. Las otras unidades militares están en alerta de espera.
—¿Cuándo partes?
—Mi reemplazante llega dentro de cinco días.
—¡Maldición!
Leonov se volvió y miró por la ventana.
—Y bien, mi idealista camarada, ¿qué harás ahora?
—Esa no es la pregunta adecuada —dijo Kinsman—. La pregunta clave, Pete, es: ¿qué estás dispuesto a hacer tú?
Leonov se volvió y miró sombríamente a Kinsman, con ojos graves y cansados.
—Cualquier cosa —dijo, en lo que era casi un murmullo—. Cualquier cosa que evite la muerte de mis hijos.
—¿Van a hacerlo, realmente? ¿Van a lanzar los proyectiles?
—¡Por supuesto que lo van a hacer! —explotó el ruso—. No pueden llegar a este punto sin que alguien apriete el último botón. Ah, sí, van a hablar, van a discutir y a amenazarse mutuamente durante unos días más, quizá una semana o dos. Pondrán los nervios de todo el mundo en tensión hasta llegar a un punto en que estén convencidos de que no hay otro remedio que atacar. Uno de ellos apretará el botón… por la gloria de la Madre Patria , o para proteger la democracia en el mundo. Lo demás sucederá automáticamente.