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—Entonces… somos nosotros quienes debemos detenerlos.

Leonov se rió.

—¿Cómo? ¿Declarando la independencia? Te dije que haría cualquier cosa, pero… ¡tiene que ser algo que sirva! No me sentaré aquí, bien a salvo, a observar como mi patria… mi pueblo… mis hijos…

—Está bien, está bien. —Kinsman le puso ambas manos sobre los hombros—. Tranquilízate. Tómalo con calma.

—¡No, no lo tomaré con calma! —gritó Leonov—. No soy un autómata. No soy una criatura de hielo como tú. ¡Yo tengo sangre en las venas! ¡Sangre rusa! El mundo está por explotar, y esperas que me quede aquí con toda calma para hablar de política contigo. ¿Cómo puedes…?

—¡Basta! —reaccionó Kinsman—. No van a necesitar micrófonos para oírnos.

La cara de Leonov brillaba por el sudor. Su pecho estaba agitado.

—Sólo quiero saber una cosa —dijo Kinsman—. ¿Estás dispuesto a desobedecer las órdenes y permanecer aquí?

—Quedarme en Lunagrad en lugar de… —la voz de Leonov se apagó por un momento. Luego, apretando los puños por el esfuerzo de la decisión, dijo—: Sí. No les haré ningún bien a los niños apretando botones en Turyatum.

—Muy bien. —Kinsman se pasó la lengua por los labios, y estos sabían a sal. Quizás no soy de hielo, después de todo, se dijo—. Esto es lo que debemos hacer… Las redes ABM están ambas sin terminar, pero juntas pueden efectivamente cubrir toda la Tierra e impedir cualquier ataque de proyectiles por parte de cualquiera de los dos.

—¿Juntas? —repitió Leonov.

—Así es. Declararemos la independencia de Selene, y al mismo tiempo nos apoderaremos de las estaciones espaciales. Si logramos adueñarnos de los centros de comando y control de los satélites ABM, podemos evitar la guerra. Y reforzar así nuestra propia independencia.

—Pero… enviarán tropas…

Kinsman sintió que la transpiración le corría por las costillas.

—Lo intentarán. Pero tendrán que enviarlas en cohetes. Si los satélites ABM pueden derribar proyectiles, también podrán derribar los transportes de tropa.

—¿Y tú… podrías hacer eso?

—Les avisaría primero. Pero es muy probable que no me escuchen.

—¿Y tu gente disparará contra los americanos?

—No lo sé. Pero tu gente sí lo haría, y nosotros nos encargaríamos de los rusos.

Leonov pareció hundirse contra la ventana.

—Es la única manera —insistió Kinsman—. Ninguna de las dos partes puede evitar la guerra, por lo menos no del modo en que se están comportando. Uno de ellos tendría que ceder, y tú sabes ninguno de los dos lo hará. Sólo una fuerza exterior podrá detenerlos. Debemos convertirnos en esa fuerza.

—Apenas un puñado de gente… ¿Cuántos somos? ¿Mil? Menos.

—Pero estamos en una posición especial. Podemos extraerles los colmillos. Podemos obligarlos a no pelear.

—Nos considerarán traidores. Nos matarán.

Kinsman asintió con la cabeza.

—Lo intentarán. Y es posible que tu gobierno se apodere de tus hijos.

—Sí.

—Podríamos tomar algunos de los oficiales de tus estaciones espaciales como rehenes.

—Eso podría funcionar…

Leonov parecía encandilado; su cara era inexpresiva y su voz sonaba distante y sin tono.

—¿Crees que… matarían a los niños? —preguntó Kinsman.

Con un lento movimiento de cabeza Leonov respondió:

—¿Quién sabe?

—Morirían de todos modos, si la guerra…

Había lágrimas en los ojos del ruso.

—De modo que mi elección… es dejar que los bombardeen los americanos, o que los fusile la policía de seguridad.

—Yo…

—No, no, no servirá de nada. No podríamos hacerlo jamás. Es una locura hasta pensar en ello.

Leonov se alejó de la ventana. Kinsman se quedó en su sitio y no dijo nada. Observaba las espaldas del ruso, la tensión de los músculos del cuello.

—Sí servirá, Pete —dijo—. Nosotros podemos hacer que sirva.

Leonov giró sobre sí mismo y quedaron frente a frente.

—¿Qué quieres que haga? ¿Que traicione a Rusia y le quite la única defensa que tiene contra un ataque americano? ¿Que abandone mi hogar, mis hijos, toda mi vida, para permanecer en exilio aquí en esta roca? ¿Que confíe en un puñado de hombres? ¿Lunáticos? ¿Americanos? ¿Cómo puedo saber que son leales? ¿Cómo puedo confiar en mis propios hombres? ¿Cómo puedo confiar en ti?

—Tienes miedo…

—¡Claro que tengo miedo!

Kinsman sintió el frío de ese cielo vacío metiéndosele en las entrañas.

—…porque maté a una de tus cosmonautas.

Leonov se balanceó hacia atrás medio paso.

—Entonces es verdad —su voz sonaba hueca.

—Es verdad.

—Nunca creí en los informes de inteligencia. A veces contienen exageraciones… mentiras, propaganda.

—Yo la maté —dijo Kinsman.

El ruso se acercó a Kinsman. Las lágrimas todavía brillaban en sus ojos. Sacudió la cabeza.

—No era mi intención forzarte a esa confesión.

Kinsman se sintió liberado, casi etéreo. Era como salir de la anestesia.

—Era algo que debía decirte; no podía permitir que se interpusiera entre nosotros. —Leonov no dijo nada—. No puedo volver a matar a nadie —dijo Kinsman—. Ni siquiera permitir que otros aprieten las teclas. Tengo que tratar de impedirlo. Tengo que hacerlo, Pete.

—Y no puedes hacerlo sin la ayuda de Lunagrad.

—Sin tu ayuda.

—Perdóname, viejo amigo…, pero nunca podría haber confiado en ti si no me lo hubieras dicho. Es ridículo, pero no podría haber confiado en ti.

Estaban de pie uno junto al otro, mirando por la ventana al paisaje yermo y al cielo vacío.

—Ya han muerto demasiados —le dijo Kinsman—. Es hora de detener la matanza.

Mientras miraba las rocas estériles, las antiguas montañas gastadas, las inmóviles estructuras de artefactos humanos, Leonov preguntó quedamente:

—¿Crees que hay suficiente gente en Selene que nos apoye para llevarlo a cabo? ¿Tendremos éxito… o simplemente iniciaremos una guerra aquí, en la Luna ? No deseo un glorioso fracaso. Sólo los vencedores escriben los libros de historia.

—Maldición, Pete… Si no lo intentamos, ya no habrá libros de historia.

—El salvador del mundo —dijo Leonov. Pero no había ninguna ironía en ello. Hizo un gesto con la cabeza señalando a través de la ventana hacia el telescopio, ahora inútil—. Quieres hacer que los ciegos vean. Ya le has devuelto la vida a un hombre. Y ahora quieres salvar al mundo de los fuegos del infierno. Sabes que nos crucificarán…

Kinsman se encogió de hombros. Luego, con una sonrisa que era más bien tristeza que otra cosa, Leonov levantó lentamente la mano y la tendió hacia Kinsman. Tomándola, Kinsman apretó la mano del ruso con firmeza.

—¿No fue uno de tus revolucionarios el que dijo: “Debemos luchar todos juntos, pues si no, seguramente nos lincharán por separado”?

Kinsman se rió.

—Ése fue Franklin.

—Debemos actuar con rapidez —dijo Leonov—. Y debemos comenzar ahora.

Ahora, repitió Kinsman para sí mientras se hundía en el asiento de espuma plástica del cohete balístico. El decolaje de Farside se sentía más que oírse. La presión lo aplastaba a uno contra el asiento. Se oía un lejano murmullo que era más una vibración en los huesos que una vibración audible.

El motor propulsor cesó de funcionar, y Kinsman sintió que la presión se reducía a cero. Caída libre. Flotar. Sus manos se separaron de los apoyos del asiento. Permaneció recostado en su lugar, desde donde no podía ver a la docena de pasajeros, sumergidos en sus propios sillones y en sus propios pensamientos.