Выбрать главу

—¡Frank! —lo interrumpió Kinsman—. No quiero ningún consejo, yo sé lo que tengo que hacer.

—No lo hagas, Chet. Te lo pido ahora. No lo hagas, sea lo que sea. Me forzarás a matarte.

—No habrá muertos, Frank.

—No sé qué demonios está pasando por tu perturbada cabeza —la voz de Colt temblaba casi incontrolablemente—, pero no me pongas a prueba. No quiero tener que elegir entre tu vida y la mía.

—No tendrás que elegir —dijo Kinsman con calma. Pero sentía que la tensión le apretaba el pecho.

—Si tratas de entregar esta base a los rusos…

—¿Qué? ¡No seas estúpido!

—O haces algo contra los Estados Unidos, Chet… tendré que detenerte. ¡Tendré que hacerlo!

—Tendrás que intentarlo cuando llegue el momento, si llega.

—¡Maldición!

Kinsman se levantó lentamente de su silla; luego dijo:

—Frank…, cuando llegue el momento, si llega, tendremos que hacer lo que consideremos que es mejor. Si consideras que tienes que matarme… Bueno, todos tenemos que morir alguna vez.

—¡Oh, Jesús! —Colt levantó los brazos y salió como un torbellino de la oficina.

Kinsman permaneció inmóvil durante un largo rato, apoyado sobre el escritorio, esperando que la tensión de su pecho aflojara.

SÁBADO 11 DE DICIEMBRE DE 1999, 01:12 HT

Anochecía en Washington, estaba oscuro y llovía.

El general Murdock temblaba cuando dobló su pesado cuerpo en el asiento de su limusina. No era por la lluvia o por el frío, aunque Dios sabía bien que ensuciaban los adornos de Navidad de los negocios del centro y los hacía aparecer tristes y baratos. Nadie, absolutamente nadie caminaba por las calles. Un carro de combate del ejército hacía guardia en cada esquina, brillante a la débil luz de las calles a causa de la lenta lluvia, con sus torrecillas cerradas y los cañones apuntando a las aceras.

Hasta el general Hofstader parecía triste. Su uniforme estaba impecable y sus condecoraciones brillaban en la oscuridad de la limusina. Pero su cara era gris, arrugada, consumida por una vejez prematura.

Fue la voz del otro hombre lo que hizo temblar a Murdock. Ese murmullo áspero y meditado, como un demonio trepando desde el Infierno.

—Enemigos adentro y enemigos afuera —murmuró, señalando con su pesada mano hacia las calles vacías—. Con los rojos a punto de atacarnos, todos los locos y los simpatizantes comunistas del país se preparan para acuchillarnos por la espalda.

—No me había dado cuenta… —comenzó Murdock, e inmediatamente deseó no haberlo dicho. El general Hofstader lo paralizó con la mirada.

No me di cuenta —se burló el otro hombre. Su cara llena de furia se ponía cada vez más roja—. ¿Cuántos americanos se dan cuenta de la seriedad de la amenaza? Pocos. Muy pocos. Excesivamente pocos.

Quedó en silencio por un momento. Ninguno de los dos generales se atrevía a hablar. La limusina aceleró en la lluvia. La turbina hacía un zumbido agudo. No había tráfico que los demorara. El único otro sonido era el clac-clac del limpiaparabrisas de la ventanilla trasera. La parte de adelante del coche estaba acústicamente aislada de la parte de atrás.

—Somos excesivamente pocos —jadeó. Hizo un ruido que pareció ser una risa—. Sobreviviremos al holocausto y luego comenzaremos un nuevo mundo… desde cero, por el camino correcto, el camino que hizo que ésta fuera una gran nación.

El general Hofstader se aclaró la garganta.

—Tendría que estar en Cheyenne Mountain si el ataque es inminente…

—Es importante que el Estado Mayor esté completo para esta reunión. Personalmente. Máxima seguridad. —Volvió sus ojos llameantes hacia Murdock—. Y usted. Quiero oír los últimos informes de sus genios en la Luna.

Murdock tragó con fuerza.

—Parece que están tomando la crisis mucho más en serio ahora. Aparentemente han pasado a un estado de máxima seguridad…

—¿Aparentemente?

—Según… según… los últimos informes, esta tarde.

—¿Y los rusos?

—No lo sé —Murdock se sintió desamparado—. No tengo acceso a esa clase de información.

—Supongo que tampoco sabe que los rusos están colocando armas atómicas en órbita.

—¡Oh, Dios mío!

—Así es. Ahora dígame, ¿cuál es su juicio personal sobre el comandante de Moonbase?

—¿Kinsman?

—Sí, ese es el nombre. Tengo entendido que es un factor dudoso.

—Bueno, es…

—¿Sí?

Sus ojos perforaban a Murdock. Sintiéndose espantosamente mal, Murdock respondió:

—Ha sido un buen administrador, pero no estoy seguro de que sea el hombre indicado para ese cargo en una situación de emergencia.

—Entonces deshágase de él. —Murdock se volvió hacia Hofstader—. Reemplácelo —dijo el general de cuatro estrellas—. ¿Tiene un segundo jefe de confianza?

—¡Oh, sí, señor! ¡De absoluta confianza!

—Póngalo a cargo. Y haga volver a ese Kinsman.

—No puede. Tiene problemas de salud.

El otro hombre se inclinó hacia adelante y puso una pesada mano sobre la rodilla de Murdock.

—Sáquelo de allí. Aun cuando tenga que arrestarlo o ponerlo en una cápsula de superviviencia por el resto de sus días, ¡sáquelo de allí!

—Sí, señor. Inmediatamente —chilló Murdock.

Era cerca de las dos de la mañana cuando Kinsman terminó sus giras de inspección en Moonbase. Todo estaba perfecto. La lanzadera llegó, y no se movería hasta que él lo decidiera. Estaba satisfecho. La base estaba tan segura como lo deseaba. Los hombres de confianza estaban de guardia. No había habido pedidos de auxilio por parte de Leonov.

Caminaba en ese momento por un corredor de la sección residencial de la base. La mayor parte de la gente estaba durmiendo, como si esa noche fuera igual a todas las noches. Giró en una intersección y se dirigió a las habitaciones de Ellen.

No puede ser que esté trabajando todo el tiempo, pensó.

Dejó de lado todas sus dudas y apuró el paso en el corredor, pasando de la misteriosa luz azulina de un grupo de lámparas fluorescentes a la penumbra entre luces y luego otra vez a la luz. En este nivel la temperatura era agradablemente tibia, pero Kinsman todavía sentía un pegajoso sudor frío que hacía adherir el traje enterizo a su pecho, sus brazos y su espalda.

Golpeó a la puerta de Ellen. No hubo respuesta. Golpeó otra vez, luego puso su oreja sobre la delgada puerta de plástico. Ruido de pasos en el interior. Murmullos.

La puerta se abrió con un crujido.

—Ah. Cómo estás… —dijo Ellen. Su voz era pastosa, estaba despeinada y tenía los ojos hinchados.

—¿Puedo entrar un momento?

Ellen abrió la puerta totalmente para que Chet pudiera pasar. Llevaba una camisa de dormir hasta los tobillos. Había sido rosada, pero se veía considerablemente desteñida. No tenía ningún adorno, sólo un cuello chino, alto.

—¿Algún inconveniente? —murmuró Ellen—. Estuve en el centro de comunicaciones hasta la una y media…

De pie sobre el suelo cubierto de hierba él inspeccionó la habitación. La puerta del dormitorio estaba cerrada.

—Sí, hay un inconveniente —respondió Kinsman.

—¿Cuál?

—No has respondido a mis llamadas. Me has estado evitando.

—No ahora, Chet. No puedo…

—Sí, ahora. Quiero saber por qué. —Ellen se restregó los ojos—. ¿Por qué? —Kinsman tomó la muñeca de ella con su mano—. Me haces contarte la maldita historia de mi vida, y luego me das la espalda. ¿Porqué?

—Porque me das miedo —respondió Ellen.

—¿Te doy… miedo?