La voz de ella temblaba y sus ojos trataban de evitar los de él.
—No me di cuenta… no aquella noche, no me di cuenta hasta que esta absurda alerta roja fue declarada… ¡Hablabas en serio! ¡Realmente lo vas a intentar!
—Por supuesto que sí. Te lo dije.
Retiró su mano de la de él.
—No quiero saber nada de eso. Lo único que vas a conseguir es que te maten. Te estás suicidando, Chet, por culpa de una mujer que murió hace diecisiete años.
—Eso es ridículo.
—Por supuesto que es ridículo. Y aterrador. —Ellen retrocedió un paso, alejándose de él—. No quiero verme envuelta. Harás que te maten.
—Por cierto que no.
—Sí, lo harás. Seguirás adelante hasta que te maten. Es lo mismo.
—Todo el mundo tiene que morir alguna vez —dijo Kinsman.
—Seguro. Conviértete en héroe. —Se pasó la mano por el pelo—. Salva al mundo si quieres. No puedo detenerte. Ni siquiera lo intentaré…, porque me arrastrarás contigo si me acerco. ¡No puedo aceptar eso, Chet! Yo no soy una heroína. No quiero morir. Tampoco quiero que tú mueras.
—Entonces, ¿te escaparás y te esconderás?
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
Estaba desesperada. Pero Kinsman apenas si oyó su respuesta.
—Va a haber muertos —dijo, pensando en voz alta—. Frank Colt no me permitirá quitarle Moonbase a los americanos sin luchar. Leonov tendrá que abrirse camino hacia la independencia a disparos. Luego tenemos que apoderarnos de los satélites tripulados: más muertes. Es inevitable. Tenemos que matar para evitar la matanza. Es una broma cósmica.
—No tiene nada de gracioso.
—Lo sé.
—No puedo acompañarte, Chet. Tendrás que hacerlo tú solo.
—Lo sé.
Lo había sabido todo el tiempo.
Pat Kelly se mostraba asustado. No hay otra palabra, decidió Kinsman. Está asustado.
Había pasado la mañana revisando todos los planes de emergencia para repeler un ataque a Moonbase y mantener segura la base. Junto con Kelly habían controlado por medio de los teléfonos visuales cada una de las áreas vitales. Habían llamado, una por una, a todas las personas claves, tanto militares como civiles: al jefe de comunicaciones, al jefe de ingenieros, al director del hospital, al oficial del día, a cada hombre o mujer a cargo de un departamento o de un grupo importante de gente o de algún equipo vital. A cada uno de ellos Kinsman le había dicho lo mismo.
—Estamos ante una situación de alerta máxima. La guerra es inminente. Mis intenciones son declarar nuestra independencia de la Tierra , y con ello tratar de impedir el comienzo de la guerra. Estamos actuando de común acuerdo con la gente de Lunagrad. Selene se convertirá en una nación independiente. Tanto los Estados Unidos como Rusia tratarán de detenernos, y puede que haya que luchar. Trataremos de evitarlo, pero tenemos que estar listos para enfrentarnos a esa eventualidad.
Los temores de la noche anterior habían desaparecido de su mente, o por lo menos habían sido sepultados tan hondamente que podían ser ignorados por el momento. Kinsman se sentía extrañamente tranquilo, en paz consigo mismo por primera vez desde que había estado en los controles de un avión jet de gran altura.
Aquellos a quienes había hablado se mostraron sorprendidos. Algunos habían sonreído, repentinamente aliviados. Otros estaban enojados y lo demostraban. A quienes estaban de acuerdo con él, les pidió sólo que explicaran la situación a la gente a su cargo. A quienes habían apretado los labios y los puños les ofreció una lanzadera para enviarlos a la Tierra , y luego llamó a los segundos jefes.
A medida que pasaba el largo día, la totalmente absurda idea comenzó a parecer casi natural, inevitable. Nos estamos enfrentando a las dos naciones más poderosas del mundo. ¿Por qué? Oh, porque una vez maté a una muchacha rusa. Y de paso se salvará el mundo. ¿Qué tiene eso de malo? Kinsman comenzó a sentirse aturdido.
Ellen fue una de las últimas en aparecer por su oficina.
—¿Quieres que el centro de comunicaciones sea clausurado? —dijo ella, con voz distante y profesional—. ¿Que todos los mensajes de la Tierra pasen directamente a tus manos?
—Correcto —dijo Kinsman, refugiándose en los detalles del trabajo—. Además ningún mensaje saldrá a la Tierra sin mi aprobación específica.
—¿Ningún mensaje? —preguntó Ellen—. ¿Y eso no los haría desconfiar?
Chet se encogió de hombros.
—No podemos correr el riesgo de que alguien haga llegar un mensaje.
—Yo me haré cargo de eso.
La miró.
—¿Estás segura?
—Sí.
—¿Quieres hacerlo? Te verás implicada…
—Podemos mantener la corriente de mensajes de rutina —dijo ella, ignorando la pregunta—. Y el intercambio de datos de computadora. Puedo revisar los mensajes personales, y asegurarme de que no contengan nada peligroso. Puedo pasarlos incluso por la computadora de criptografía para descubrir si alguien envía mensajes cifrados.
Por un momento, la mente de Kinsman se preguntó si realmente podía confiar en ella. Pero simplemente dijo:
—De acuerdo. Muy bien.
Ellen se levantó y se retiró sin decir otra palabra.
Era ya bien avanzada la tarde cuando Kinsman le preguntó al cariacontecido Pat Kelly:
—¿Quién queda?
Kelly hizo pasar la lista por la pantalla visora de la computadora.
—Parece que nadie. —Su voz temblaba.
—¿Y Ernie Waterman? —preguntó Kinsman.
Kelly lo miró.
—Ernie no es jefe de departamento.
—Lo sé, pero quería conocer su reacción. Es un hombre clave. ¿No te pedí más temprano que lo llamaras?
Kelly comenzó a sacudir la cabeza.
—¿Y Frank Colt? ¿Dónde está? Haz que la computadora lo ubique.
—Muy bien.
Kinsman observó a Pat que operaba el teclado de su escritorio. El muchacho estaba mortalmente asustado.
—Pat.
Kelly saltó de su escritorio.
—¿Sí? ¿Qué?
—Cálmate —le dijo Kinsman con suavidad—. Todo va a salir bien. No habrá ningún disparo.
Kelly se mordió el labio.
—Sí. Es posible.
—Trataré de comunicarme con Leonov por teléfono. Mientras tanto, dile a Chris Perry que venga.
—¿Perry? ¿Para qué?
Kinsman se había inclinado ya a un costado de su sillón y estaba marcando el número de Leonov en el teclado del teléfono.
—Chris encabezará una de nuestras misiones a las estaciones satélites. Su grupo tomará Beta; yo iré a Alfa, y tenemos que encontrar alguien de confianza para…
Kelly parecía como si lo hubieran golpeado. Se puso blanco, la boca abierta, las manos inmóviles sobre el escritorio.
—¡Pat! ¿Estás bien?
Con un esfuerzo, Kelly se las arregló para gruñir:
—No sabía que atacarías las estaciones. Nunca me lo dijiste…
—No vamos a atacarlas: vamos a apoderarnos de ellas. Rápido, limpio y sin problemas. Leonov hará lo mismo con las rusas.
—Vas a dejar indefensos a los Estados Unidos…
—No —respondió Kinsman—. Vamos a apoderarnos nosotros mismos de las defensas. Entonces podremos asegurarnos de que nadie atacará a nadie.
Kelly se levantó lentamente de su escritorio. Temblaba visiblemente.
—Chet, yo… tienes que dejarme ir. Nunca pensé…
—Un momento, Pat. No le haremos daño a nadie.
—No puedes… —Los ojos de Kelly se movían de un lado a otro buscando una salida—. Nunca me dijiste que ibas a tomar la red ABM. No… no quiero…
Kinsman lo miró fijo.
—Muy bien, Pat —dijo finalmente—. No deseo que hagas algo que no quieres hacer. Ni tú ni nadie.
Pero en su mente estaba diciendo: ¡No está con nosotros! Estaba tan seguro de él… Pero no puede pasarse al otro lado. ¿Con respecto a cuántos otros me habré equivocado?