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Se miraron los unos a los otros haciendo gestos de asentimiento. No hubo ninguna demostración de impetuosidad. Era la respondabilidad del capitán infundir una alta moral en su tripulación, especialmente en los oficiales. Los oficiales deben dar el ejemplo a la tropa y el capitán debe dar el ejemplo a los oficiales.

—Ahora bien, uno de esos submarinos tiene por lo menos un proyectil cuyo objetivo es San Diego —continuó. Eso los conmovió. Hubo gestos de tensión. Se sentaron más erguidos—. Tenemos que evitar que ese proyectil sea lanzado.

—Señor —dijo García—, no sé cómo podremos… Quiero decir, alerta roja no significa que se ha declarado la guerra.

—No habrá declaración de guerra, Mike —argumento Mattingly con su maldito acento nasal de Princeton—. Se aprieta el botón y se lanzan los proyectiles. Nada de papeleo ni delicadezas diplomáticas.

—Y entonces, ¿cómo hacemos para evitar el lanzamiento?

El capitán Ryan dijo:

—Iremos en busca de esos submarinos ahora. No después que hayan lanzado sus proyectiles. No después de recibir la orden del Cuartel general de la Armada. ¡Ahora!

—Pero…

—¿Quieres esperar hasta que hayan borrado San Diego del mapa?

—No, pero… no podemos actuar sin órdenes.

—Una alerta roja da libertad al capitán de un buque de guerra para actuar por propia iniciativa en caso de una falla en las comunicaciones.

—Pero no tenemos ninguna falla en las comunicaciones —dijo Rizzo, con una voz que comenzaba a sonar cavernosa.

—Ya lo sabemos —dijo el capitán Ryan.

Ninguno se opuso.

El gimnasio se parecía cada vez más a un puesto de comando. Constantemente entraban y salían hombres. Habían traído algunas mesas y sillas. Un terminal de computadora operaba sobre una mesa, y una consola de comunicaciones completa con cuatro pequeñas pantallas visoras estaba sobre otra.

Kinsman estaba devorando rápidamente un bocadillo. Ya era más de las 21. La nave espacial de la misión de evacuación se había llevado a la mayoría de los civiles de la estación. Las noticias de los acontecimientos en la estación Alfa debían estar volando ya hacia Washington.

—Señor, el coronel Leonov en la pantalla cuatro —dijo una de las operadoras, una muchacha que se había ofrecido como voluntaria para permanecer junto a los luniks.

Tragó el último bocado de un indiscernible producto de soja con un poco de café sintético y se dirigió a la consola de comunicaciones.

Leonov se veía ásperamente triunfante en la pequeña pantalla.

—Las estaciones orbitales rusas están completamente en nuestras manos —informó—. Increíblemente, hubo muy pocos disparos. Sorpresa y mucho apoyo ante nuestros objetivos fueron las emociones dominantes. Fui muy elocuente. —Arqueó sus cejas, desafiando a Kinsman a que lo negara.

—Buen trabajo, Peter —fue todo lo que Kinsman pudo replicar—. Tuvimos algunos malos momentos por aquí, pero ahora todo está en orden. Beta y Gamma están aseguradas y tengo al capitán Perry inspeccionando los sistemas de control ABM en la Estación Beta.

—Creía que el centro principal de control estaba en Alfa.

—Así es —confirmó Kinsman—, pero aún tenemos a varios civiles y unos pocos prisioneros disidentes a bordo. Habría que transferirlos a la Tierra , pero no hubo suficiente espacio para todos ellos en la nave de evacuación.

—Y entonces quieres que todos los satélites no tripulados puedan ser controlados desde Beta —concluyó Leonov.

—Exactamente. Nos enviarán a sus prisioneros y los retendremos aquí hasta que consigamos otra nave de la Tierra.

—En tu lugar, camarada, yo me quedaría con el resto de los prisioneros. Pueden ser muy valiosos como rehenes. Eso es lo que estamos haciendo aquí. —Kinsman asintió con la cabeza—. Otra cosa: ¿qué piensas sobre el anuncio de lo que hemos hecho a los antiguos dueños de esos satélites?

—Los evacuados están ya probablemente desgañitándose frente a los transmisores de la nave de evacuación —dijo Kinsman—. Washington estará analizando esos informes en muy poco tiempo.

—Sí, pero… ¿te das cuenta de que ambos lados están ya en alerta total? Podrían enviar sus proyectiles antes de que estemos en condiciones de detenerlos. Debemos hacer algún tipo de anuncio conjunto, para que no comiencen a bombardearse mutuamente.

—Lo sé, Pete, pero temo que si hacemos el anuncio antes de que efectivamente controlemos los satélites ABM ellos nos ataquen o envíen tropas. Prefiero esperar hasta que lleguen los refuerzos de Selene y tengamos suficiente personal como para manejar los centros de control ABM adecuadamente.

Leonov pestañeó lentamente.

—Entiendo. Pero es mucho más rápido lanzar un proyectil o una nave de transporte de tropas desde la Tierra que hacer venir especialistas de refuerzo desde Selene. Aun cuando nuestras naves aceleren al máximo de su velocidad…

Se detuvo. Algo que no se veía en la pantalla atrajo su atención. Leonov respondió rápidamente en ruso y con voz excitada habló a Kinsman, casi sin aliento. Su cara estaba blanca.

—¡Chet, es demasiado tarde! Uno de nuestros… un submarino ruso ha sido torpedeado y hundido frente a la costa de California. ¡La guerra ha comenzado!

MARTES 14 DE DICIEMBRE DE 1999, 21:48 HT

—¿Han disparado los proyectiles?

La voz de Kinsman era un agudo chillido de miedo, como el de un niño. Tenía sus entrañas congeladas, eran un bloque de hielo lunar. Pero su mente trabajaba a toda prisa.

Tengo que decirles inmediatamente lo que hemos hecho. ¡Inmediatamente! Hay que controlar los depósitos de proyectiles: Idaho, Montana, Texas, Siberia, China… ¡Jesucristo! Los océanos. Los submarinos… Necesitaremos todos los sensores de cada satélite. Tengo que ponerme en contacto con Perry y los otros, asegurarme de que podemos disparar los láseres, hacer que los radares lo cubran todo, todos los sensores… tener todo listo para disparar a cualquier cosa que se mueva. ¡Y rápido!

—No —estaba respondiendo Leonov—. Nada ha sido lanzado todavía. Pero las órdenes de alerta han desaparecido. Es sólo cuestión de horas, posiblemente minutos.

Imposible hacerlo desde aquí, se dio cuenta Kinsman, mientras observaba la angustiada cara del ruso en la diminuta pantalla visora. Tengo que ir al centro de comunicaciones

Un estrépito hizo apartar su atención de la pantalla. Uno de los jóvenes oficiales había dejado caer de sus manos una bandeja plástica con comida. Temblaba visiblemente cuando se arrodilló para recoger lo que estaba en el suelo. Los demás estaban pendientes de Kinsman: de pie, sentados —uno de ellos tenía los puños apoyados sobre la terminal de la computadora, su cara era una tensa máscara mortuoria, blanca, inmóvil, sin pestañear—, todos miraban fijamente a Kinsman, a la espera de que él actuara.

—Pete, consigue todas las frecuencias de transmisión posibles y dile a tu gente lo que hemos hecho. Yo voy al centro de comunicaciones y haré lo mismo.

—¡Si gritamos con suficiente fuerza podremos detenerlos!

—¡Eso espero!

—Pero tenemos que decírselo ahora.

—Sí, sí. Por supuesto, pero ¿crees…?

—Diles que estamos dispuestos a derribar cualquier proyectil que sea lanzado de cualquier parte de la Tierra. ¡Tienes que convencerlos!

—Pero ¿podremos realmente hacerlo?

—Tú debes responder a eso.