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—Considérese coronel, señor Colt. El general hará procesar sus órdenes inmediatamente. Llevará a cabo el plan que acaba de describir. Si tiene éxito, será ascendido a brigadier general.

La boca de Cianelli se apretó hasta convertirse en una descolorida línea. Los ojos de Sullivan se mostraron evasivos.

Colt dijo:

—Una sola cosa más.

La irritada cara del otro hombre pareció hincharse y ponerse aún más roja.

—Quiero conocer al presidente de los Estados Unidos —dijo Colt—. Es una cosa puramente personal. Quiero ver a la máxima autoridad aunque sólo sea por un minuto. Quiero darle la mano.

El malhumor cedió ligeramente. El hombre casi sonrió.

—Por supuesto. Se hará.

—¿Cuándo podemos atacar? —preguntó súbitamente el general Cianelli—. Parece que toda esta estrategia depende de que los rebeldes nos autoricen el envío de un avión cohete a Alfa… —Y la boca del general volvió a apretarse.

El hombre malhumorado dijo con calma:

—El Servicio de Inteligencia informa que muchas naciones han enviado pedidos de inmigración a los rebeldes de la Luna. Hasta ha habido algunos pedidos por parte de americanos.

—¿Americanos? —Sullivan se mostró sorprendido.

—Serán reeducados —dijo el civil—. Siempre hemos tenido locos y traidores entre nosotros; éste es un buen modo de desenmascararlos.

—Nochebuena —dijo Colt.

—¿Qué?

—O Navidad. Haga que Kinsman acepte el primer vuelo de inmigrantes el día de Navidad.

—¡Imposible! —Cianelli sacudió la cabeza—. No podemos seleccionar tropas de asalto y prepararlos para esta misión y además modificar el avión cohete para mañana o pasado.

Colt arrugó la frente.

—Kinsman es un sentimental, un romántico. Se tragará este asunto de la Navidad.

—¿Y en Año Nuevo? —preguntó Sullivan.

Los tres hombres miraban a Colt esperando su reacción.

—Año Nuevo no, mejor la Noche Vieja —dijo—. De ese modo podrán pasar el primer día del nuevo siglo, del nuevo milenio, a bordo de la estación espacial de su nuevo país.

—Creo haber leído en alguna parte que el nuevo milenio realmente no comienza hasta el siguiente año, el 2001. Es así, ¿no? —comentó Sullivan.

—No importa —replicó Colt—. Kinsman se tragará también lo de la Noche Vieja. Y todo el mundo considera el cambio de 1999 a 2000 como el milenio. A nadie le importa un bledo de los puristas.

Colt usó esta expresión levemente impropia deliberadamente. Nadie reaccionó ante ella. Los tienes contigo, muchacho, se dijo a sí mismo.

—Será en la Noche Vieja entonces —gruñó el civil.

Antes de que el sol se pusiera ese día, los guardias de Colt desaparecieron. Fue conducido hacia alfombradas habitaciones y una enorme oficina donde encontró un par de águilas de plata —insignias de coronel— sobre su nuevo escritorio junto con los papeles del ascenso.

—Trabajan rápido —murmuró, mientras jugueteaba con las águilas—. Sólo dos piezas de plata… Judas obtuvo treinta. —Miró a través de la ventana de su nueva oficina y vio el pálido contorno de la Luna que se alzaba en el cielo todavía brillante—. Pero yo no me voy a ahorcar.

Sin embargo, su voz sonó amarga aun a sus propios oídos.

SÁBADO 25 DE DICIEMBRE DE 1999, 16:12 UT

—Ha sido un día de mucho trabajo —dijo Kinsman.

—¿No son todos iguales? —replicó Ellen.

Estaban sentados en la sala de las habitaciones de Chet mirando el comienzo de la carrera de escarabajos en la pantalla mural que estaba frente al sofá.

—Supongo que tienes razón —admitió.

No había visto a Ellen desde la noche de su regreso de Alfa, excepto por dos breves conversaciones oficiales en su oficina. En la segunda de esas reuniones la había nombrado subdirectora de personal de Selene, bajo la autoridad de un ex psicólogo ruso.

La primera Navidad de la Selene independiente había sido celebrada con una gran cena en la plaza central, a la que todo el mundo llevó su propia comida y algo más para la mesa colectiva. Más de mil personas se sentaron sobre la hierba y comieron al estilo campestre celebrando la fiesta, dejando de lado consideraciones de nacionalidad, religión o política. Rieron, bebieron mucho, bailaron y cantaron.

Después de tres horas y media de festejos, la carrera de vehículos lunares había comenzado. Kinsman y Leonov efectuaron la cuenta regresiva allá en la cúpula principal. Luego Kinsman invitó a Ellen a tomar una copa con él.

Ahora estaban observando los tan poco elegantes vehículos lunares, que se movían sobre la desigual superficie a velocidades de hasta diez kilómetros por hora en dirección al cráter Opelt. Necesitarían dos días para completar el circuito de novecientos kilómetros.

Los vehículos de carrera eran vehículos normales de superficie, pero ahora eran difícilmente reconocibles. Todos tenían un techo en forma de burbuja al frente donde iba la tripulación, y cabinas salientes que parecían ojos de insecto y daba al término “escarabajo” un doble sentido. Ahí terminaban las similitudes, y se hacía evidente la expresión personal. Algunos de los vehículos tenían ruedas, otros tenían orugas. Uno caminaba tiesamente sobre patas en agudos ángulos que terminaban en cascos de aspecto esponjoso. Varios tenían extrañas y abigarradas alas que emergían de ellos: eran paneles solares diseñados para recibir la luz y convertirla en electricidad, que alimentaba los motores. Algunos tenían colecciones de cajas de cápsulas de combustible a todo lo largo y uno de ellos un generador a vapor y un espejo solar sobre él. Los colores eran llamativos, y no sólo por razones estéticas. Cada una de las tripulaciones quería poder ser fácilmente descubierta por los exploradores en caso de que su escarabajo se descompusiera en la desolada llanura lunar.

Kinsman estaba sentado en el sofá con una copa en la mano; Ellen se hallaba junto a él, y ambos observaban esa carrera en cámara lenta. Sin una nube de polvo, sin ningún ruido, los vehículos se movían hacia el cercano horizonte trepando lentamente las elevaciones de la desnuda llanura lunar y deslizándose por los lugares sin profundidad, como tortugas que buscan el mar.

En su memoria surgió el recuerdo de un rugiente F- 18, a treinta metros sobre la meseta Mojave: las válvulas, el ruido después del encendido, cactus y rocas y arena confundiéndose en una continua mancha gris-parda mientras trataba de fijar sus ojos sobre la mesa que se elevaba delante de él. Luego un leve toque en la barra del timón, y el aparato quedó vertical y se lanzó hacia el cielo mientras su equipo de seguridad crujía y se le pegaba al cuerpo. Por fin lanzó el aparato en una picada simplemente por el placer que sentía al hacerlo.

Ya nunca más. Sacudió la cabeza.

—Chet. —Ellen interrumpió su ensoñación.

—¿Eh? ¿Qué pasa?

—Me acabo de dar cuenta… No me has comprado nada para Navidad, ¿verdad?

—¡Oh! No…, no te compré nada. —Se sintió alarmado y estúpido—. Me olvidé completamente. Lo siento.

Pero ella le sonreía.

—No, no, no te preocupes por eso. Yo tampoco tengo nada para ti.

Chet gruñó.

—Dos de los más grandes románticos de todos los tiempos, eso es lo que somos.

—Es una costumbre tonta, de todos modos.

El teléfono llamó antes de que Kinsman pudiera replicar. Apretó el botón. La cara de Hugh Harriman apareció en la pantalla, ubicada a un extremo del sofá. Tenía una candida expresión de picaro duende.

—¿Interrumpo algo importante? —preguntó, mirando de reojo.

—Sí. Estamos plantando muérdagos. ¿Qué quieres, Hugh?

—Mientras ustedes dos se han pasado el día jugando a sus juegos infantiles —respondió Harriman—, yo he estado varias horas en directas y fructíferas conversaciones con mis colegas diplomáticos en la Tierra.