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—Hemos otorgado visas a todos los visitantes extranjeros que quieren emigrar a Moonbase —decía el hombre del Departamento de Estado. Era un funcionario profesional del Servicio Exterior, tenso y con experiencia—. Comenzarán a llegar a Nueva York el jueves por la mañana. La delegación lunar puede encontrarse con la mayoría de ellos esa misma noche.

El hombre de la Agencia de Seguridad Interna, pequeño, un poco gordo y con una calvicie incipiente, asintió sonriente.

—Eso debería disipar cualquier sospecha que los luniks pudieran tener. Luego reunimos a los extranjeros en el espaciopuerto Kennedy, les decimos que hay dificultades técnicas y los mantenemos incomunicados.

—Mientras tanto, las tropas ocupan sus lugares y se apoderan de las estaciones espaciales —concluyó el mayor—. Todo perfecto.

—El factor tiempo es crítico —dijo Colt—. No hay margen para ninguna falla.

—Todo ha sido calculado hasta el último segundo —replicó el mayor presuntuosamente.

—Entonces calcúlelo de nuevo a la milésima de segundo —replicó Colt—. Me reuniré con el presidente esta noche, y quiero estar en condiciones de asegurarle que las estaciones espaciales estarán en nuestras manos cuando comience el nuevo año.

El mayor asintió con un gesto mientras apretaba los labios y sus mejillas se ponían cada vez más rojas. El hombre del Departamento de Estado pasó un cuidado dedo sobre el pliegue de sus pantalones hasta la rodilla.

—Hay algo más.

—¿Qué es? —preguntó Colt.

—Nuestros analistas de situación han sometido una vez más todo este plan a la computadora para ver si hay alguna falla que deba ser prevista.

—¿Y?

—Han hecho una sugerencia. Piensan que usted, coronel, debería estar en Nueva York con este tipo Kinsman en el momento en que el cohete sea lanzado.

Colt controló su sorpresa con un reflejo que dominaba sus emociones. Mantuvo un tono de voz neutro.

—¿Por qué?

—Si Kinsman llegara a tener la más mínima sospecha acerca de una situación al estilo caballo de Troya, su presencia en Nueva York aplacaría sus temores.

—O lo pondría en guardia.

—No. —El del Departamento de Estado sonrió—. Hemos analizado las características de personalidad de Kinsman completamente. Tiende a confiar en la gente con mucha facilidad. Y usted era, o quizá siga siendo, su amigo. Considerará su presencia en Nueva York y en las Naciones Unidas como un gesto de amistad, y eso le hará bajar la guardia.

En efecto, confía fácilmente en la gente, admitió Colt en silencio.

El hombre de la Agencia de Seguridad Interna emitió una risita.

—¡Qué hermosura! Ambos podrán observar el lanzamiento por televisión.

—Las últimas horas de la cuenta regresiva serán más o menos automáticas —intervino el mayor—. Realmente no hay necesidad de su presencia física en el centro de lanzamientos Kennedy, así como tampoco en Patrick.

—No me gusta —dijo Colt—. Prefiero estar donde está la acción, en las instalaciones de lanzamiento.

—Pero las computadoras dicen que las posibilidades de éxito de su plan aumentarán del ochenta y cinco al noventa y tres por ciento si usted está con Kinsman en Nueva York —dijo el hombre del Departamento de Estado.

¿No quieren que le dé un beso en la mejilla también? Pero Colt disimuló su enojo y su temor, y miró a las tres caras blancas, una por vez.

—Muy bien —dijo finalmente—. Lo haré.

MIÉRCOLES 29 DE DICIEMBRE DE 1999, 05:25 HT

Kinsman se despertó súbitamente.

Durante un momento no pudo recordar dónde estaba. Luego su cabeza se aclaró: un compartimiento VIP en la sección de baja gravedad de la Estación Espacial Alfa.

Se levantó lentamente. Había un tubo de plástico en su muslo, cuidadosamente envuelto en vendajes protectores. Miró el reloj digital instalado en la pared: dentro de una hora y media ese tubo estaría conectado a un marcapasos y a un motor eléctrico. Dentro de su pierna el tubo serpenteaba a través de la arteria femoral hasta el torso, pasando luego a la aorta, donde reposaba la bomba de plástico ahora inactiva. Una vez que el marcapasos y la unidad de energía estuvieran conectados, el globo actuaría como un auxiliar, ayudando en el trabajo del bombeo de la sangre que su debilitado corazón natural sería incapaz de hacer en la Tierra.

Jill se había mostrado preocupada durante todo el procedimiento quirúrgico.

—La bomba no puede aliviar a tu corazón en más de un cincuenta por ciento —había dicho—. Aun con ella tendrás problemas cuando llegues a la Tierra.

Kinsman arrastró sus pies hasta las instalaciones sanitarias y se bañó en seco, abandonándose a las vibraciones sónicas que lo limpiaban y lo masajeaban. Era tonto, se dijo a sí mismo, sabiendo que podría haber disfrutado de un baño con agua. Pero los hábitos se imponen. Además, supongo que no debo mojar el vendaje. No quería admitir que un baño de agua podría arruinar demasiado el ritual de “la última posibilidad de mi vida”.

Se afeitó cuidadosamente y luego comenzó a vestirse. Por un momento pensó pedir una comunicación con Ellen, que había quedado en Selene…, pero sacudió la cabeza rechazando la idea. Es mejor dejar las cosas como están. Si vuelvo, tal vez entonces podamos arreglar algo. Pero no ahora.

Se puso una camiseta, pantalones cortos y calcetines con suela. Nada más. El vendaje se veía por debajo de los pantalones y abultaba en la parte interior del muslo. Parecía que tuviera un par de testículos de más.

Respiró profundamente para tranquilizarse y abrió la puerta. Se dirigió al encuentro de Jill y de su equipo médico.

Dos horas más tarde estaba sentado en una silla especial con almohadones de espuma, a bordo del avión cohete que reentraba en la atmósfera terrestre.

Kinsman estaba dentro de un esqueleto exterior mecánico: era una estructura de tubos metálicos que corrían a lo largo de sus piernas, su torso, brazos y cuello. Los tubos de metal plateado estaban articulados en todos los lugares en que el cuerpo humano estaba articulado, aunque las amplias placas de metal que llevaba en la espalda no serían nunca tan flexibles como una espina dorsal. Diminutos motores de servicio movían el traje en respuesta a los propios movimientos musculares de Kinsman.

Mientras el avión cohete se hundía más profundamente en la atmósfera de la Tierra y la fuerza de gravedad aumentaba en al aparato, Kinsman probó su nuevo esqueleto externo. Levantó el brazo derecho del apoyabrazos de su asiento. Apenas se oyó un levísimo murmullo de los motores eléctricos y el brazo se levantó suavemente, con toda facilidad. Sin embargo, cuando Kinsman trató de flexionar sus dedos —que no tenían ayuda auxiliar—, sintió como si estuviera tratando de apretar una pelota de esponja de goma en lugar de aire.

El esqueleto exterior permitiría a un hombre normal en gravedad terrestre levantar cargas de media tonelada con una sola mano. Kinsman confiaba que el traje le permitiera estar de pie y caminar adecuadamente.

La parte de atrás del traje incluía una estructura rígida, semejante a la estructura del zurrón de caminante, a la que se adosaron una batería para la energía necesaria para todo el equipo y una bomba cardíaca, el control del marcapasos y su motor, y un pequeño tanque verde que contenía oxígeno para una hora. Sobre el asiento, junto a él, había una máscara de oxígeno. Jill había insistido en que también formara parte de todo el equipo que llevaba consigo, para casos de emergencia.

Le resultaba difícil mover la cabeza ya que los soportes del cuello del esqueleto externo eran demasiado tiesos. Así pues, como alguien a quien le duele el cuello, Kinsman giró cuidadosamente todo el cuerpo ligeramente hacia un costado hasta donde se lo permitieron los correajes de seguridad que le envolvían los hombros y las piernas. Miró a Landau y Harriman que estaban sentados en el doble asiento al otro lado del pasillo. Se movían con libertad, excepto por los correajes de seguridad, y estaban sumergidos en una animada conversación.