—Tan bien como puede uno esperar —respondió Kinsman.
Alcanzó a ver que Harriman subía a un coche delante del de ellos. Iba con la rubia de Kansas a su lado.
—¿Qué tal es esa celda para una persona? —preguntó Marrett, mientras el chofer ponía en marcha el vehículo y se alejaba del edificio del aeropuerto .
—No está mal. Supongo que es mejor que tratar de moverme por aquí sin su ayuda.
El hombre del Departamento de Estado, cuyo nombre Kinsman ya había olvidado, preguntó:
—¿Cómo se siente al estar nuevamente en casa?
Kinsman le lanzó una fría mirada.
—Mi hogar está a medio millón de kilómetros de aquí.
—Oh, sí, ciertamente… Verá, quise decir…
Pero Kinsman estaba mirando hacia afuera, a los enormes espacios para estacionamiento totalmente vacíos que rodeaban al aeropuerto.
—¿Han cerrado todo el maldito aeropuerto por nosotros? ¿De qué tienen miedo?
—En estos tiempos cualquier cosa puede ser causa de desórdenes —dijo el joven del Departamento de Estado—. Y como se dará cuenta, los rebeldes no gozan de mucha popularidad entre la gente.
—Y también así es más fácil controlar la información sobre ustedes —agregó Marrett rápidamente—, ya que el gobierno es la única fuente de noticias. ¿No es verdad, Nickerson?
Nickerson pareció ponerse más oscuro bajo su bronceado.
—Los medios de información tienden a ser irresponsables, sensacionalistas…
Marrett se rió. Fue una sonora carcajada, que llenó el interior de la elegante limusina.
—Seguro. No tiene sentido permitirles que se exciten simplemente porque un hombre que ha dirigido una exitosa rebelión contra el gobierno, ha venido desde la Luna de visita como invitado de las Naciones Unidas.
Nickerson no le devolvió la risa.
—Señor Marrett —dijo fríamente—, usted es un ciudadano americano, si bien parece ser más leal a las Naciones Unidas que a su propio país. Le aconsejo que sea más cuidadoso con sus afirmaciones.
—¡Guárdese sus consejos, hijo!
Marrett sacó un cigarro nuevo del bolsillo de su camisa. A pesar del clima de invierno, el enorme meteorólogo llevaba sólo una ligera chaqueta de cuero sobre su conjunto de camisa y pantalón.
Landau levantó una mano en señal de protesta.
—Preferiría que no fumara aquí.
—¿Eh? ¡Ah! —Marrett miró a Kinsman y luego guardó el cigarro en el bolsillo.
La autopista que conducía a Manhattan estaba libre de vehículos a ambos lados, excepto por un ocasional transporte de la policía o un carro blindado del ejército. Hasta los puentes que pasaban por arriba de ellos estaban desiertos: ni tráfico, ni gente.
Mientras el cortejo de limusinas y sus escoltas se acercaban a Manhattan, una extraña sensación comenzó a dominar la espalda de Kinsman. Había estado en ese lugar anteriormente. Todo tenía un aspecto conocido; sin embargo, era de algún modo diferente. Vacío. Habían sacado a toda la gente. No había nadie en las calles, ni coches ni ómnibus. Pero había algo más. Algo faltaba aun en esos pequeños valles de ladrillo y cemento.
¡Defoliado!, se dio cuenta de pronto. No había un solo árbol a la vista. Han cortado todos los árboles. ¿Para combustible?
Giraron hacia Queensboro Bridge y Kinsman vio las siluetas de las altas y grises torres que recordaba a medias, perdidas en una neblina parduzca de smog. Hacia un lado después del puente, unos pocos coches privados compartían la Avenida East River con multitud de ómnibus a vapor. Pero en dirección al centro, por la calle que conducía al complejo de edificios de las Naciones Unidas, no se veía nada excepto los vehículos policiales y militares.
El río abajo se veía aceitoso, pesado y lento… y recién en ese momento Kinsman se dio cuenta. ¡Agua! Kilómetros y kilómetros de agua, olas que se superponían lentamente, agua que caía del cielo y creaba ruidosas y pequeñas corrientes…, como aquella vez en la inundación del Colorado, cuando bajaban por las laderas de las montañas para formar ríos que luego iban a terminar en el océano… Ríos, océanos, un planeta entero lleno de agua.
Miró fijamente el río gris. Toda esa agua, y vean lo que han hecho. Destrozan su propio hogar.
Apartó sus ojos del sucio río.
—Simplemente, no entiendo por qué tenían que aislar todo a nuestro paso —dijo.
Nickerson echó una ojeada a Marrett, que estaba sentado junto a él en el otro asiento móvil.
—Señor Kinsman —dijo luego—, tal vez sea una sorpresa para usted, pero la mayoría del pueblo americano lo considera un traidor. Pensamos que sería mejor para su seguridad brindarle la máxima protección.
—Y un mínimo de posibilidades para que yo contara directamente a la gente la historia de Selene.
El rostro de Nickerson echaba fuego, pero eso era lo único que traicionaba sus sentimientos. Dijo sin expresión:
—No queremos correr el riesgo de que se inicien desórdenes en los que alguno de ustedes pueda resultar herido o muerto.
Marrett tenía una expresión de disgusto, pero no dijo nada. Kinsman se volvió para mirar el río. ¡Tanta agua! ¡Y al alcance de la mano! Este mundo es tan rico… y lo han echado a perder totalmente.
Mientras se alejaban de la avenida East River por el corto espacio de las rampas que conducían directamente a los garages de las Naciones Unidas, la gente apareció súbitamente. Había miles de personas. Decenas de miles. Llenaban los espacios para peatones y se desbordaban hasta bloquear el final de la calle Cuarenta y Ocho. Un cordón de policía montada —¡todavía usan caballos!— impedía que la gente subiera a la rampa y bloqueara el acceso de las limusinas a los garages.
Kinsman recordaba la Plaza de las Naciones Unidas como un parque perfectamente cuidado, verde, con árboles y arbustos. La rápida impresión que tuvo mientras las limusinas aminoraban la marcha, era la de un lugar desnudo y sin árboles. Un lugar raso, lleno ahora de gente con banderitas americanas en los puños y grandes carteles.
Y había peores. La mayoría de los carteles habían sido impresos profesionalmente, y alguien había distribuido numerosas copias. ¿El gobierno? Los que estaban escritos a mano eran obscenos.
A través de los cristales a prueba de balas, Kinsman oyó el rumor creciente de los gritos de la multitud, que lanzaba imprecaciones contra ellos. Una mujer les gritó con voz aguda:
—¡Kinsman, cuáquero bastardo, ojalá te maten como a un perro!
Nickerson sonrió extrañamente.
—¿Se da cuenta de lo que le decía?
—Excelente puesta en escena —murmuró Marrett.
Los coches pasaron por la entrada de la calle Cuarenta y Ocho y por debajo del sector para peatones, dirigiéndose hacia la salvaje cacofonía de gritos e insultos.
Con gran esfuerzo Kinsman se volvió para mirar por el cristal trasero. Súbitamente la multitud rompió el cordón policial, e irrumpió en la rampa. Un número mayor de policías apareció casi como por arte de magia y trató de apartar a la multitud de la entrada al garage. Reapareció la policía montada con máscaras de gases puestas… ¡igual que los caballos!
—Detenga el coche —ordenó Kinsman.
Su voz fue lo suficientemente fuerte como para atravesar el panel que separaba la parte de atrás de la limusina del asiento del chofer.
—¡Deténgase! —gritó nuevamente.
El chofer frenó bruscamente.
—¿Qué es lo que…?
Nickerson estiró su mano para tomar a Kinsman por el brazo envuelto en metales, pero éste ya había abierto la puerta y estaba bajando del coche. Los pequeños motores de su esqueleto exterior vibraron cuando se agachó para salir y luego se enderezó.