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—Y al mismo tiempo —agregó Marrett—, muestran al público americano, ávido de noticias, que realmente el pueblo está en tu contra. Es lo que se llama “preparación de un clima de opinión”.

—Es un viejo truco —asintió tranquilamente Noyon.

—Me pregunto de quiénes lo habrán aprendido —murmuró Harriman.

El secretario general llegó precisamente a las diez. Venía solo, sin ayudantes ni anunciadores. Simplemente golpeó la puerta una vez y la abrió. Cuando entró, los cinco hombres presentes se pusieron de pie, Kinsman ignorando los quejidos de los motores.

—Por favor… siéntense —dijo el secretario general—. Insisto. —Mientras todos tomaban asiento agregó—: Y ya que ésta es una reunión informal, dejemos de lado los titulos. Mi nombre es Emanuel De Paolo. Sus nombres ya los conozco: señor Kinsman, señor Harriman, doctor Landau; de modo que pongámonos cómodos y hablemos con libertad. Puedo asegurarles que hace apenas una hora esta habitación ha sido cuidadosamente inspeccionada para confirmar que no hubiera micrófonos ocultos.

Kinsman se dio cuenta inmediatamente de que le gustaba ese hombre delgado, de cara bronceada y oscuros ojos tristes. De Paolo tomó una silla para sí y la acercó a Kinsman. Marrett retiró la mesa del desayuno. La luz del sol matutino se esforzaba por atravesar la oscura neblina de la ciudad para que la habitación pareciera tibia y luminosa.

—Muy bien, Señor Kinsman —dijo De Paolo—, usted ha demostrado tener bastante coraje y habilidad. Se ha convertido de la noche a la mañana en un héroe para el público americano. Sin embargo no es posible decir cuánto durará esa popularidad. Honestamente, muchos americanos, tal vez la mayoría, lo consideran un traidor.

—Estoy seguro que la mayoría de los ingleses consideró que George Washington era un traidor —respondió Kinsman.

De Paolo se encogió de hombros.

—Sí, por supuesto. Ehm… Usted ha venido hasta aquí para obtener el reconocimiento de su nueva nación, ¿verdad?

—Sí. Queremos crear una situación política en la que Selene se vea liberada de la amenaza de un ataque por parte de los Estados Unidos o de Rusia. A cambio de esto, podemos ofrece a las naciones del mundo protección contra los ataques de proyectiles intercontinentales y la guerra atómica.

De Paolo arrugó los labios.

—Ustedes nos ofrecen mucho más que eso.

Kinsman miró a Marrett y dijo:

—Ah, sí. Se refiere al control del clima…

—Quiero decir mucho más que eso. Mucho, mucho más.

Kinsman se inclinó hacia adelante en su silla. El respaldo acompañó este movimiento.

—No comprendo.

Con una sonrisa que mostraba más tristeza que alegría, De Paolo dijo:

—Permítame que se lo explique en pocas palabras… —Hizo una breve pausa. Luego continuó—: ¿Cuál es la causa de la guerra? Uno podría decir “diferencias políticas”, o “conflictos territoriales” o incluso “necesidad de recursos naturales”. Pero ninguna de estas respuestas es totalmente correcta. El origen de la guerra son las naciones. Los gobiernos nacionales deciden que pueden obtener por la fuerza lo que desean, y que no puede obtenerse de otro modo. Una vez que han decidido usar la fuerza, no hay manera de impedir la lucha.

—Continúe —dijo Kinsman.

—Nuestro mundo, la Tierra , se enfrenta con infinidad de problemas gravísimos. La guerra es tan sólo uno de ellos. Hay mucha hambre, en mi tierra natal, en la mayor parte del hemisferio austral y hasta en partes de las naciones más ricas. Hay luchas para obtener recursos naturales. Hay superpoblación, escasez de combustibles, contaminación a escala mundial. Estos son problemas que abarcan todo el planeta.

—¡Aaah!… —exclamó Harriman.

—Usted comienza a comprender —De Paolo le sonrió—. Las naciones del globo no pueden, o no quieren resolver esos problemas mundiales porque el problema fundamental, el que está en la base de todos los demás, es el problema del nacionalismo. —Su voz se endureció repentinamente—. Cada nación se considera soberana y autónoma, y no acepta una autoridad superior que limite sus acciones. Todas las naciones, hasta las más jóvenes del Africa y de Asia, exigen completa autoridad para hacer lo que desean dentro de sus territorios. ¡Lo que se logra con esto es la estupidez total! Crisis de población, escasez de alimentos, injusticias raciales. Y eventualmente e inevitablemente, aparece la guerra.

—También nosotros somos una nación nueva —dijo Kinsman—, y también queremos nuestra soberanía.

—Sí, por supuesto. Pero, ¿por qué han venido hasta aquí? Creo que es porque se han dado cuenta de que ninguna nación es, de hecho, completamente soberana. Siempre hay límites, realidades políticas que no pueden ser ignoradas; siempre existe la necesidad de cooperar cuando no se puede ejercer la fuerza. La ironía de todo esto es que ustedes, que viven en la Luna , se dan cuenta de que deben cooperar con las naciones de la Tierra para poder sobrevivir. Ojalá las de aquí tuvieran la misma lucidez.

Kinsman asintió con la cabeza, y el zumbido de los motores eléctricos le hizo fruncir el ceño ante un incipiente dolor de cabeza.

—Su compatriota Alexander Hamilton ya conocía el problema cuando escribió: “No hay que esperar que las naciones tomen iniciativas que limiten su campo de acción”. No. Las naciones del mundo no resolverán el problema del nacionalismo. No pueden hacerlo —dijo De Paolo con gran firmeza—. Por más de dos siglos se ha tratado de curar esta enfermedad que es el nacionalismo, y cada año es peor, se hace más virulenta, más cercana al punto de aniquilación. —El anciano se puso de pie—. Cada año es peor… —murmuró, mientras se dirigía a las ventanas.

La mente de Kinsman estaba confundida. El hombre parecía frágil y al mismo tiempo fuerte; viejo y simultáneamente vital. De Paolo se volvió y enfrentó a Kinsman; las ventanas enmarcaban su silueta.

—Durante veintidós años las he visto jugar sus estúpidos juegos. ¡Orgullosas naciones! Todas y cada una absolutamente convencidas de su derecho divino para ser tan presumidas, estúpidas y brutales como deseen. Durante veintidós años he visto gente que se muere de hambre, poblaciones bombardeadas, naciones enteras saqueadas, mientras los diplomáticos cortésmente conversaban aquí, en este mismo edificio, y se burlaban de ideas tales como justicia, ley y paz. ¡No son mejores que los bárbaros señores de la guerra que fueron reemplazados hace siglos! —Miraba más allá de Kinsman y de los demás que estaban en la habitación, y se mostraba asqueado ante lo que veía—. Conozco sus juegos. He dado los mejores años de mi vida adulta para convertir a las Naciones Unidas en una fuerza de orden y sensatez en medio de un mundo de locos. Pero se niegan a aceptar el orden y la sensatez. Han deformado nuestros esfuerzos políticos. ¡Proclaman a voz en cuello la necesidad de una ley internacional, pero luego usan el poder del dinero y las armas para apoderarse de lo que quieren, como hacen los bandidos y los cobardes!

Miró directamente a Kinsman.

—Durante más de dos décadas he tratado de usar los brazos no políticos de las Naciones Unidas: la UNESCO , la Organización Mundial de la Salud , la Comisión Internacional para la Distribución de Alimentos… pero aun así, las orgullosas naciones se nos oponen. Su negativa para continuar con los trabajos de modificación del clima es tan sólo el más reciente ejemplo de su estupidez.

—Lo que usted está proponiendo…

El enjuto anciano volvió enérgicamente a su silla.

—Lo que estoy proponiendo es que unamos nuestra capacidad técnica y nuestro coraje, y trabajemos para lograr un efectivo gobierno mundial. Con los satélites antiproyectiles que usted controla, podemos ofrecer a las naciones más pequeñas del mundo seguridad contra un holocausto nuclear. Con las manipulaciones del clima del doctor Marrett podemos llevar a su máximo rendimiento la producción de alimentos y evitar tormentas desastrosas…, y al mismo tiempo podemos amenazar a cualquier nación de la Tierra con calamidades inaceptables si se opone a cooperar con nosotros.