Colt se puso de pie.
—¡Estás loco! No puedo…
—Por supuesto que puedes —insistió Kinsman.
Colt arrojó la servilleta sobre la mesa y gritó:
—¡Maldito estúpido! Selene ya no existirá cuando llegues allá.
—¿Qué…? No entiendo lo… —pero la expresión torturada en la cara de Colt lo hizo detenerse—. ¿Qué quieres decir, Frank?
—¡Mierda! ¿Creías realmente que te dejarían hacerlo tranquilamente? ¿Realmente lo creías?
Kinsman sintió que un fuego recorría sus nervios.
—Frank, ¿qué estás diciendo?
La cara de Colt era un paisaje de color.
—Chet, tonto bastardo… ese avión cohete no lleva a tus malditos refugiados. ¡ Lleva cien soldados! En un par de horas habremos recuperado Alfa. En veinticuatro horas tendremos todas las estaciones espaciales tripuladas. Luego nos apoderaremos de Selene.
Kinsman cerró los ojos. El Caballo de Troya.
—¡Hijo de puta! —dijo Harriman, enfurecido—. ¡Así es como conseguiste esas malditas águilas!
—Sí. —La voz de Colt sonó débil, miserable.
Landau murmuró sólo una palabra:
—Jill…
Kinsman miró a los tres. Harriman y Landau estaban aún sentados a la mesa, con el vino y la comida a medio terminar. Colt de pie, con las piernas ligeramente abiertas como si esperara que lo atacaran.
—El teléfono —dijo Kinsman, más para sí mismo que para los otros. Maniobró hasta el escritorio—. Conexión telefónica… En el Kennedy hay una conexión con Alfa.
Colt sacudió la cabeza.
—No te comunicarán. La Fuerza Aérea se hizo cargo de las comunicaciones en Kennedy una hora antes de que yo viniera aquí.
Kinsman detuvo la silla al llegar junto al escritorio. Enfrentó a Colt y le dijo:
—Entonces, tú les dirás que restablezcan el contacto.
—¿Yo?
—Eres la única persona que puede hacerlo, Frank.
Colt tenía ahora los ojos muy abiertos.
—Estás loco, hombre. Demente.
La escena en la pantalla de televisión mostraba Times Square y la creciente multitud. Harriman se acercó a la pared y tocó los controles para bajar el volumen.
—Frank —dijo Kinsman—, tú estás de nuestra parte. Siempre has estado con nosotros. Y eres el único que aún no quiere reconocerlo.
Colt caminó hacia él con las piernas tensas y vacilantes, y respondió:
—Yo sólo estoy de mi parte, Chet. Es el único partido que existe. Número uno.
—¡Tonterías! No puedes vivir así, y ambos lo sabemos. Aunque te hagan general. Es un mundo moribundo, Frank. ¡Moribundo! Salvo que hagamos algo para salvarlo.
—¿Traicionando a los Estados Unidos?
—¡Elevándonos sobre ellos! —gritó Kinsman, y sintió dolor en el pecho.
Colt estaba ahora de pie frente a la silla, encima de Kinsman.
—Sabemos lo que tú y De Paolo están haciendo, con todos esos visitantes que han pasado por aquí en los últimos dos días. No servirá de nada, Chet. No lo permitiremos.
Kinsman respiró hondo, temblando, y el dolor remitió.
—Eso no me interesa. No me interesa nada, excepto la independencia de Selene. Porque sin nuestra independencia estaréis metidos en una guerra nuclear que matará a toda la gente de los Estados Unidos. No hay otra salida, Frank. O controlamos esos satélites… o habrá guerra. ¿Cuál de las dos cosas prefieres?
—¡No quiero ninguna de ellas, maldición!
Kinsman replicó:
—Tiene que ser una o la otra, Frank. Y eres tú quien lo va a decidir. Es tu decisión. Elige. —Su voz se hizo tan dura como su esqueleto metálico.
Colt lo miró violentamente. Luego se volvió hacia el escritorio y marcó salvajemente un número en el teclado del teléfono.
—Conmutador Central Kennedy —dijo en el micrófono.
La pequeña pantalla del teléfono brilló con un color gris perla, pero no apareció ninguna imagen. Una voz masculina dijo en tono aburrido y sin expresión:
—Espaciopuerto J. F. Kennedy.
—Habla el coronel Colt. Comúníqueme con el mayor Stodt en comunicaciones.
Súbitamente la voz se volvió más alerta.
—Señor… ¿Podría repetir la orden, para que nuestro equipo de verificación auditiva controle su voz?
Colt lo hizo, y en un relámpago la pantalla mostró la cara contraída de un hombre de ancha frente. Su chaquetilla azul exhibía las hojas de roble doradas de un mayor de la Fuerza Aérea.
—Habla Stodt.
Colt miró de reojo a Kinsman. Luego dijo:
—Quiero una comunicación láser con Alfa. Todas las líneas, y sin grabaciones. Inmediatamente. Conéctela a esta línea telefónica.
La cara de huesos pequeños del mayor pareció contraerse aún más.
—Señor, eso no está dentro de nuestros planes de operación…
—¿Yo se lo pregunté, acaso? —replicó Colt—. ¡Obedezca!
—Pero… Pero señor, no tenemos manera de dirigir una comunicación láser, salvo que tengamos tiempo suficiente…
—Stodt, tiene diez minutos para hacer la conexión. Al décimo primer minuto puede comenzar a escribir un informe explicándome por qué un estúpido técnico en comunicaciones ha sido ascendido sin tener ningún talento. Ahora muévase, capitán… ¿O prefiere que lo llame teniente?
El mayor temblaba visiblemente.
—Inmediatamente, señor —murmuró.
La pantalla quedó en blanco. Colt se volvió hacia Kinsman.
—No sé cuánto tiempo les tomará darse cuenta de lo que estás haciendo y cortar la comunicación. Es mejor que hables rápido…, si es que tienes la posibilidad de hablar.
El dolor era un torpe e hinchado latido, como una brasa: carbón negro por fuera, pero rojo y brillante en lo más profundo. Kinsman simplemente dijo:
—Gracias, Frank.
Colt movió la cabeza, pero no dijo nada. Volvió al sofá junto a la silenciosa pantalla mural y se dejó caer. La pantalla estaba mostrando un simulacro de Guy Lombardo, que sonreía y movía su batuta en perfecto ritmo de tres por cuatro frente a una orquesta de robots. Gente de carne y hueso bailaba en la pista del Starlight Roof.
—Tendríamos que partir hacia Kennedy —sugirió Landau.
—Esos bastardos no nos dejarán pasar —dijo Harriman, irritado—. Nos tienen atrapados aquí.
—No —dijo Colt—. Yo les dije que era mejor que ustedes volvieran a Alfa y después a Selene. Íbamos a tener a Alfa bajo nuestro control cuando llegaran allá. Ése era el plan.
Kinsman oía sólo con la mitad de su mente; la otra mitad estaba considerando las posibilidades. No podemos permitirles que atraquen en Alfa…, pero es probable que lo intenten por la fuerza. O tal vez llevan suficientes trajes presurizados como para saltar y atacar las escotillas de emergencia. Dios mío, si la lucha es intensa destruirán la estación. Ellen…
La pantalla del teléfono brilló con una abigarrada chispa. Una voz, que no era la del mayor Stodt, dijo:
—Comunicación directa con Alfa, señor.
La pantalla se aclaró, y una operadora que se mostraba ligeramente sorprendida dijo:
—Adelante, Kennedy.
—Habla Kinsman —dijo, colocando la silla delante del teléfono—. ¿Quién está al mando allí?
La muchacha pestañeó una vez.
—El Señor Perry.
—¿Dónde está Leonov?
—Regresó ayer a Selene, señor. Puedo comunicarlo con él si…
—No. Consiga a Perry. Inmediatamente.
—Muy bien.
Pasaron varios minutos. Los otros tres hombres se agruparon tensamente alrededor de la silla de Kinsman. Finalmente la cara joven y fuerte de Perry apareció en la pantalla.