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Una de las ventajas de no sudar ya era que no teníamos que llevar tanta ropa cuando viajábamos; sólo llevábamos equipaje de mano. Cuando llegamos a Atlanta nos dirigimos al mostrador de Hertz y alquilamos un coche, un Toyota Deela azul. Como no había ninguna necesidad de que nos pasáramos primero por el hotel para refrescarnos, fuimos directos al tanatorio.

Karen seguía teniendo el carné de conducir vigente, aunque dijo que no conducía desde hacía años porque temía que sus reflejos hubieran menguado demasiado. Pero ahora se alegró de conducir. Yo no recordaba la última vez que había ido de pasajero, pero eso me dio la oportunidad de mirar el paisaje: sí que tienen un montón de melocotoneros en Georgia.

Mientras continuábamos nuestro viaje, Karen me habló de Daron.

—Fue mi primer amor —dijo—. Y cuando es tu primer amor, no tienes nada para compararlo. Yo no tenía ni idea de que no iba a salir bien… aunque supongo que eso no lo sabe nadie.

—¿Por qué rompisteis? —Fue la primera pregunta que se me había ocurrido, y supuse que ya había esperado tiempo suficiente para darle voz.

—Oh, por varios motivos —respondió Karen—. Fundamentalmente, queríamos cosas distintas de la vida. Todavía estábamos en la universidad cuando nos casamos. Él quería ser relaciones públicas de una imprenta (eso fue en la época en que trabajar en la industria editorial parecía una buena carrera) y que yo consiguiera un trabajo pronto. Pero yo quería seguir estudiando y posgraduarme. Él quería una casa con un patio grande en el extrarradio, yo quería viajar y no anclarme. Él quería fundar una familia inmediatamente, yo quise esperar para tener hijos. De hecho…

—¿Qué?

—Nada.

—No. Cuéntamelo.

Karen guardó silencio un rato. Finalmente dijo:

—Aborté. Me había quedado embarazada, qué estupidez, ¿no? No había tenido cuidado con las pastillas. Ni siquiera se lo dije a Daron, ya que habría insistido en tenerlo.

Suprimí conscientemente mi tendencia natural a parpadear. Se habían casado en la década de los ochenta del siglo anterior y estábamos en los años cuarenta del actual. Si Karen no hubiera abortado, su hijo o su hija hubiese tenido ya unos sesenta años… y sería probable que estuviera también de camino hacia el funeral del hombre que habría sido su padre.

Casi pude sentir los arabescos de las líneas del tiempo, la bruma de las vidas que podrían haber sido distintas. Si Karen no hubiera puesto fin a ese embarazo hacía décadas, podría haberse quedado con Daron por el bien de la criatura… lo que significaba que probablemente nunca hubiese escrito MundoDino ni ninguna de sus secuelas: fue su segundo marido quien la animó a escribir. Y eso significaría que nunca habría podido costearse los servicios de Inmortex. Sería tan sólo una señora muy muy anciana, lastrada por los achaques.

Aparcamos en el tanatorio. Había montones de plazas vacías. Karen ocupó una para discapacitados.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté.

—¿Qué? Oh. —Dio marcha atrás al coche—. La fuerza de la costumbre. Cuando podía conducir antes podíamos usar estos sitios… Mi pobre Ryan necesitaba un andador.

Encontró otro sitio para aparcar y bajamos del coche. Yo creía que en Toronto hacía calor en agosto; aquello era como un horno y la humedad sofocante.

Otra pareja (¡ah, esa palabra tan cargada de significado!) se dirigía hacia el edificio también. Oyeron nuestros pasos y el hombre nos mantuvo abierta la puerta, girándose al hacerlo.

Se quedó boquiabierto. Maldición, estaba cansándome de que miraran siempre. Forcé lo que esperaba que fuese una sonrisa particularmente teatral, y sujeté la puerta. Karen y yo entramos. Había tres familias de duelo; un cartel en el vestíbulo nos dirigió a la sala correcta.

El ataúd estaba abierto. Incluso desde esta distancia, pude ver el cadáver, tratando de fingir el aspecto de la vida.

Vaya. Como si yo hubiese podido hablar.

Naturalmente, pronto todos los ojos se fijaron en nosotros. Una mujer que debía de tener ochenta y tantos años (la misma edad de Karen) se levantó de un banco y se nos acercó.

—¿Quién es usted? —preguntó, mirándome. Su voz era gangosa y tenía los ojos enrojecidos.

La pregunta, por supuesto, ocupaba gran parte de mis pensamientos aquellos días. Antes de que yo pudiera responder, Karen dijo:

—Viene conmigo.

La cabeza permanentada se volvió a mirar a Karen.

—¿Y usted quién es?

—Soy Karen.

—¿Sí? —instó la mujer, con una única sílaba seca y exigente.

Karen parecía reacia a utilizar su apellido. Allí, rodeada por Bessarians auténticos (Bessarians de nacimiento y de matrimonios duraderos), quizá no se sentía con derecho a emplearlo. Pero por fin volvió a hablar.

—Soy Karen Bessarian.

—Dios… mío —dijo la mujer, entornando los ojos mientras estudiaba el rostro juvenil y sintético de Karen.

—¿Y usted es…? —preguntó Karen.

—Julie. Julie Bessarian.

No supe si era la hermana de Daron u otra de sus viudas, aunque al parecer Karen sí; sin duda recordaba los nombres de sus ex cuñadas, si las había.

Karen tendió la mano como para dar el pésame a Julie, pero ésta se la quedó mirando.

—Siempre me había preguntado qué aspecto tenía —dijo, dirigiendo la mirada al rostro de Karen.

Otra viuda, entonces. Karen echó la cabeza atrás, levemente, desafiante.

—Ahora lo sabe —replicó—. De hecho, así no soy muy distinta de como era cuando Daron y yo estábamos juntos.

—Yo… lo siento —dijo Julie—. Perdóneme. —Miró a su marido muerto, luego de nuevo a Karen—. Quiero que sepa que en los cincuenta y dos años que estuvimos casados Daron nunca dijo una mala palabra sobre usted.

Karen sonrió.

—Y se alegraba mucho de su éxito. Karen asintió levemente.

—Gracias. ¿Quién ha venido de la familia de Daron?

—Nuestras hijas —respondió Julie—, pero no las conoce, creo. Tuvimos dos. Volverán dentro de poco.

—¿Y su hermano? ¿Su hermana?

—Grigor murió hace dos años. Esa de ahí es Narine.

Karen volvió la cabeza para mirar a otra anciana que, apoyada en un andador, charlaba con un hombre de mediana edad.

—Yo… Me gustaría saludarla —dijo—. Ofrecerle mis condolencias.

—Por supuesto —dijo Julie. Las dos se marcharon y yo me encontré caminando hacia la parte delantera de la sala y contemplando el rostro del muerto. No había pensado conscientemente en hacer eso, pero cuando quedó claro adonde se dirigía mi cuerpo no veté la acción.

No digo que todos mis pensamientos sean caritativos o apropiados, y a menudo deseo que nunca se me hubieran ocurrido. Pero lo hacen, y debo reconocerlos. Ese hombre del ataúd había hecho lo que yo nunca haría: sentir la carne de Karen, unirse a ella en una auténtica pasión animal. Sí, había sido hacía sesenta años… mucho antes de que yo naciera. Y no se lo reprochaba: lo envidiaba.

Parecía tranquilo, allí tendido, los brazos cruzados sobre el pecho.

Tranquilo… Un rostro viejo, ajado, profundamente arrugado, la cabeza casi completamente calva. Traté de imaginar su aspecto, para ver si había sido guapo en su juventud, preguntándome si esas efímeras consideraciones le habían importado alguna vez a Karen. Pero en realidad no podía decir qué aspecto habría tenido a los veintiún años, la edad en la que se casó con ella. Ah, bueno, tal vez era mejor no saberlo.

De todas formas, no podía apartar los ojos de su cara, el tipo de cara que yo nunca tendría ya. Pero nos separaba algo más que el aspecto, pues este hombre, este Daron Bessarian, estaba muerto y (todavía intentaba hallarle el sentido) probablemente yo no lo estaría nunca.