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—¿Jake?

Salí de mi ensimismamiento. Karen se acercaba dando pasitos cortos: Julie se había apoyado en su brazo artificial, al parecer más cómoda ahora con ella.

—Jake —repitió Karen mientras se acercaba—, perdóname por no haberte presentado antes. Es Julie, la esposa de Daron.

Fue muy amable al no decir «segunda esposa».

—Lamento muchísimo su pérdida —dije.

—Era un buen hombre —dijo Julie.

—Estoy seguro de que sí.

Julie guardó silencio un momento.

—Karen me ha contado lo que les han hecho. —Me señaló con un dedo fino y retorcido—. Había oído hablar de esas cosas, por supuesto. Sigo viendo las noticias, aunque casi todas me deprimen. Pero, bueno, nunca pensé que fuera a conocer a nadie que tuviera suficiente dinero para…

Guardó silencio, y yo no supe qué responderle, así que esperé a que continuara, cosa que finalmente hizo.

—Lo siento —dijo Julie. Miró el ataúd, luego de nuevo a mí—. No querría lo que ustedes tienen, de todas formas…, no sin mi Daron. —Tocó mi antebrazo sintético con el suyo, de carne—. Pero les envidio. Daron y yo sólo estuvimos cincuenta y dos años juntos. ¡Pero ustedes dos! ¡Todavía tienen tanto tiempo por delante!

Sus ojos volvieron a humedecerse y miró otra vez a su marido muerto.

—Oh, cómo los envidio…

Poco después de llegar a la Luna oí decir a alguien que una de las ventajas de vivir allí era que no había abogados. Pero, naturalmente, eso no era cierto del todo: mi nuevo amigo Malcolm Draper era abogado, aunque estuviera retirado, según su propio testimonio. Con todo, era la persona más adecuada a quien pedir consejo sobre mi situación. Lo llamé por el sistema telefónico interno de Alto Edén, al que sólo teníamos acceso los residentes.

—Hola, Malcolm —dije, cuando su distinguido rostro apareció en la pantalla—. Necesito hablar contigo. ¿Tienes un minuto?

Él alzó sus tupidas cejas.

—¿Qué ocurre?

—¿Podemos vernos en alguna parte?

—Claro —dijo Malcolm—. ¿Qué te parece el invernadero?

—Perfecto.

El invernadero era una habitación de cincuenta metros de lado y diez de altura, lleno de árboles y plantas tropicales. Era el único lugar en Alto Edén donde el aire era húmedo. La profusión de flores estaba llena de colorido incluso para mí; no podía imaginarme la amalgama de tonos y matices que Malcolm debía de ver. Naturalmente, las plantas no estaban allí sólo para que los residentes sintieran menos nostalgia del hogar: también eran parte integral del sistema de reciclado de aire.

Por mis ocasionales visitas a los invernaderos de Toronto (Alian Gardens era mi favorito), estaba acostumbrado a moverme despacio, en silencio, casi igual que cuando se visita un museo, pasando de rótulo en rótulo. Pero caminar por la Luna era diferente. Yo había visto imágenes de los astronautas del Apolo dando saltitos al andar… y llevaban trajes espaciales que pesaban tanto como ellos mismos. Malcolm y yo, con pantalones cortos y camisetas anchas, no podíamos evitar volar a cada paso. Sin duda parecía cómico, pero yo no estaba de humor.

—¿Qué pasa? —preguntó Malcolm—. ¿Por qué la cara larga?

—Han encontrado una cura para mi enfermedad —dije, mirando un puñado de enredaderas.

—¿De verdad? ¡Eso es maravilloso!

—Lo es, pero…

—¿Pero qué? Tendrías que estar dando botes. —Sonrió—. Bueno, cierto, tienes bastante impulso en el paso, pero no pareces muy feliz.

—Oh, me alegro por la cura. No sabes lo que ha sido todos estos años. Pero, bueno, he hablado con Brian Hades.

—¿Sí? —dijo Malcolm—. ¿Y qué te dijo el de la coleta?

—No me dejará ir a casa, ni siquiera después de curarme.

Seguimos dando saltos de un sitio a otro. Malcolm extendía de vez en cuando los brazos para sujetarse, pero su rostro estaba tenso, y estaba considerando claramente qué decir a continuación. Finalmente habló:

—Estás en casa, Jake.

—Cristo, ¿tú también? Las condiciones bajo las que accedí a venir aquí han cambiado. Sé que no es tu especialidad legal, pero debe de haber algo que se pueda hacer.

—¿Como qué? ¿Cómo volver a la Tierra? Todavía estás allí; tu nueva versión está allí, viviendo en tu casa, siguiendo tu vida.

—Pero yo soy el original. Soy más importante.

Malcolm negó con la cabeza.

—Los dos Jakes —dijo.

Lo miré, mientras él apartaba el follaje de su camino.

—¿Qué?

—¿No la has visto nunca? Es la secuela de Chinatown, una de mis películas favoritas. La original era fabulosa, pero Los dos Jakes es una película horrible.

No oculté mi irritación.

—¿De qué estás hablando?

—Que ahora hay dos Jakes, ¿ves? Y tal vez tengas razón: tal vez el original sea más importante que la secuela. Pero va a costarte trabajo demostrárselo a nadie excepto a ti y a mí.

—¿No puedes ayudarme? Ya sabes, en tu capacidad profesional.

—Un abogado sólo es útil dentro de una infraestructura que permite los litigios. Esto es el Viejo Oeste; esto es la frontera. No hay policía, ni tribunales, ni jueces, ni cárceles. Tu sustituto allá en la Tierra podría cambiar las cosas (no es que vea ningún motivo para que quiera hacerlo), pero no hay nada que tú puedas hacer aquí arriba.

—Pero yo voy a vivir décadas ahora.

Malcolm se encogió de hombros.

—Y yo también. Nos lo pasaremos bien juntos. —Indicó el jardín que nos rodeaba—. Es un lugar maravilloso, ¿no?

—Pero… pero hay alguien, allá en la Tierra. Una mujer. Las cosas son distintas ahora… o lo serán, en cuanto me someta a la operación. Tengo que salir de aquí, tengo que ir a casa… volver con ella.

Seguimos caminando un poco más.

—Greensboro —dijo Malcolm en voz baja, casi para sí.

Yo seguía irritado.

—¿Otra película que nunca he visto?

—No es una película. Historia. La historia de mi pueblo. En el sur de Estados Unidos estábamos segregados y, naturalmente, las buenas instalaciones eran para los blancos. Bueno, en 1960, cuatro estudiantes se sentaron en la sección sólo para blancos de la barra de Woolsworth's (que era una cadena de restaurantes) y pidieron que les sirvieran de comer. Los rechazaron y les dijeron que salieran del local. No lo hicieron, iniciaron una sentada y se extendió a otras barras sólo para blancos por todo el Sur.

—¿Y?

Malcolm suspiró, supongo que horrorizado por mi ignorancia.

—Ganaron por medio de protestas pacíficas. En las barras para almorzar dejó de haber segregación, y los negros tuvieron los mismos derechos que la otra gente. Los manifestantes obligaron a los que estaban en el poder a reconocer que no puedes despreciar a nadie por su piel. Bueno, tú no eres nada más que una piel, amigo mío… un pellejo descartado. Y tal vez te mereces tener derechos. Pero, como esos valientes jóvenes, si los quieres, vas a tener que exigirlos.

—¿Cómo?

—Encuentra un sitio que ocupar y niégate a ceder hasta conseguir lo que quieres.

—¿Crees que eso funcionaría?

—Ha funcionado antes. Naturalmente, no hagas nada violento.

—¿Yo? Ni en un millón de años.

18

Karen y yo pasamos cuatro días en Georgia, haciendo turismo, y luego volamos a Detroit, al norte, para que Karen pudiera encargarse de unas cuantas cosas.

Detroit. Difícilmente un sitio donde una novelista adinerada pudiera tener su casa. En el siglo pasado, la mayoría de los canadienses vivían lo más cerca posible de la frontera estadounidense… pero no por aprecio a nuestros vecinos. Más bien, nos dirigíamos lo más al sur posible en busca del calor sin abandonar nuestro propio país. Y ahora se cumplía lo contrario. Tratando de escapar del calor, los estadounidenses llegaban al norte cuanto era posible sin dejar atrás la tierra de la libertad y el hogar de los valientes: por eso Karen vivía allí.