La boquita del juez Herrington sonrió.
—Bien —dijo López—. Lo que necesitamos ahora es su PIN, para poder completar la transacción.
Karen se cruzó de brazos sobre el pecho.
—No creo que el tribunal pueda obligarme a divulgarlo.
—No, no, por supuesto que no. La intimidad es importante. ¿Puedo?
López extendió la mano para hacerse con el terminal, y Karen se lo entregó. Pulsó algunos números de la unidad y luego se la devolvió a Karen.
—¿Quiere leer lo que dice?
El rostro de plástico de Karen no era tan expresivo como uno de carne, pero pude ver su consternación.
—Dice: «PIN válido.»
—¡Vaya, quién lo iba a decir! —declaró López—. Sin usar su huella dactilar, ni su pauta retinal, o ningún conocimiento exclusivo suyo, hemos conseguido acceder a su cuenta, ¿no?
Karen no dijo nada.
—¿No, señora Bessarian?
—Aparentemente.
—Bueno, en ese caso, ¿por qué no continuamos y transferimos diez dólares a mi cuenta, igual que hizo con el señor Draper?
—Prefiero no hacerlo.
—¿Qué? —dijo López—. Oh, ya veo. Sí, por supuesto, tiene usted razón. Esto es totalmente injusto. Después de todo, el señor Draper le dio diez dólares primero. Así que supongo que yo también debería darle un reagan.
Rebuscó de nuevo en el bolsillo de la chaqueta, sacó la mano y ofreció una moneda.
Karen se cruzó de brazos y se negó a aceptarla.
—Ah, bueno —dijo López, pelando el envoltorio dorado y revelando el disco de chocolate con leche de dentro. Se lo metió en la boca, y masticó—. Este es falso, de todas formas.
25
Una jaula dorada sigue siendo una jaula.
Me encontraba bien, con décadas de vida por delante. Y no quería pasarla allí, en Alto Edén.
Y… me encontraba bien, ¿no? Quiero decir, la técnica de Chandragupta supuestamente me había curado. Pero…
Pero la cabeza seguía doliéndome. Iba y venía, gracias a Dios: no hubiese podido soportarlo de haber sido constante, pero…
Pero nada me ayudaba. No por mucho tiempo, no definitivamente.
Y no me fiaba de los médicos de allí. Quiero decir, ¡mira lo que le había pasado a la pobre Karen! Código Azul, una mierda…
Y, sin embargo…
Y, sin embargo, tenía que hacer algo. Yo no era una máquina, un robot. No era como ese otro yo, ese doble, libre de dolores y achaques. Me dolía la cabeza. Cuando sucedía, dolía un montón, joder.
Salí de mi suite y me fui dando botes en la gravedad lunar al hospital.
Nuestro siguiente testigo fue Andrew Porter, que había venido desde Toronto para unirse a la media docena de ejecutivos de Inmortex que ya estaban presentes.
—Doctor Porter —dijo Deshawn—, ¿cuál es su formación?
El estrado de los testigos se quedaba un poco pequeño para alguien de la estatura de Porter, pero extendió las piernas por los lados.
—Soy doctor en ciencia cognitiva por la Universidad de Carnegie Mellon, además de catedrático en Ingeniería Eléctrica e Informática en CalTech.
—¿Algún nombramiento académico?
Las cejas de Porter se movieron como siempre.
—Varios. Recientemente he sido investigador jefe del Laboratorio de Inteligencia Artificial del Instituto Tecnológico de Massachusetts.
—Me gustó bastante el truco de la señora López con la moneda —dijo Deshawn—. Pero tengo entendido que usted posee un auténtico medallón de oro, ¿no es así?
—Sí, así es. O al menos soy parte del equipo que lo tiene.
—¿Lo ha traído? ¿Podemos verlo?
—Naturalmente.
Porter se sacó una caja del bolsillo de la chaqueta y la mostró.
—Tercera prueba, señoría —dijo Deshawn.
Tras el habitual toma y daca, la prueba fue admitida. Deshawn acercó el medallón a una cámara, mostrando primero un lado y luego el otro; las imágenes se proyectaron en la pantalla mural, detrás de Porter. Un lado mostraba una imagen en tres cuartos de un joven de rasgos delicados con la cita en cursiva «¿Pueden pensar las máquinas?» y el nombre «Alan M. Turing». En la otra cara se veía a un hombre barbudo con gafas y el nombre «Alan M. Turing». En ambos lados aparecía grabado «Premio Loebner» siguiendo la curvatura de la medalla.
—¿Cómo la consiguió? —preguntó Deshawn.
—Nos fue otorgada por ser el primer grupo que pasó el Test de Turing.
—¿Y cómo hicieron eso?
—Copiamos exactamente en un cerebro artificial una mente humana, la de Seymour Wainwright, también antiguo miembro del MIT.
—¿Y sigue usted trabajando en este campo?
—Sigo.
—¿Cuál es su empresa actual?
—Trabajo para Inmortex.
—¿En calidad de qué?
—Soy el científico jefe. Mi título exacto es Director de Tecnologías de Reinstalación.
Deshawn asintió.
—¿Y cómo describiría usted lo que hace en su trabajo?
—Superviso todos los aspectos de transferencia de persona de una mente biológica a una matriz de nanogel.
—¿La matriz de nanogel es el material con el que fabrican los cerebros artificiales? —dijo Deshawn.
—Exacto.
—Entonces es usted uno de los desarrolladores del proceso Mindscan que Inmortex utiliza para transferir conciencias, y sigue supervisando el trabajo de transferencia que Inmortex hace en la actualidad, ¿cierto?
—Sí.
—Bien, pues —dijo Deshawn—, ¿puede explicarnos cómo crea la conciencia el cerebro humano?
Porter sacudió su larga cabeza.
—No.
El juez Herrington frunció el ceño.
—Doctor Porter, se le pide una respuesta. No quiero oír ninguna tontería sobre secretos comerciales ni…
Porter trató de girarse en la silla, pero no pudo.
—En absoluto, señoría. No puedo contestar a la pregunta porque no sé cuál es la respuesta. En mi opinión, no lo sabe nadie.
—Déjeme aclarar esto, doctor Porter —preguntó Deshawn—. No sabe usted cómo funciona la conciencia.
—Así es.
—Pero ¿puede duplicarla de todas formas?
Porter asintió.
—Y eso es todo lo que puedo hacer.
—¿Qué quiere decir?
Porter hizo un buen trabajo comportándose como si intentara decidir por dónde empezar, aunque, naturalmente, habíamos ensayado su testimonio una y otra vez.
—Desde hace más de un siglo ya, los programadores informáticos han intentado duplicar la mente humana. Algunos pensaron que era cuestión de conseguir los algoritmos adecuados, algunos pensaron que era cuestión de simular matemáticamente redes neuronales, algunos pensaron que tenía algo que ver con la computación cuántica. Ninguno tuvo éxito. Oh, hay montones de ordenadores que pueden hacer cosas muy inteligentes, pero nadie ha construido de la nada uno autoconsciente como lo somos usted y yo, señor Draper. Ni una sola vez, por ejemplo, ha dicho espontáneamente un ordenador fabricado: «Por favor, no me desconecte.» Nunca un ordenador ha reflexionado espontáneamente sobre el significado de la vida. Nunca ha escrito un ordenador un éxito de ventas. Creíamos que podríamos conseguir que las máquinas hicieran esas cosas, pero, hasta ahora, no podemos.
Miró al jurado, luego a Deshawn.
—Pero las transferencias de mentes biológicas que hemos producido pueden hacer todas esas cosas, y más. Son capaces de todas las hazañas mentales que pueden realizar los otros humanos.
—¿Dice usted otros humanos? —preguntó Deshawn—. ¿Considera humanas esas copias?
—Absolutamente. Como demuestra este medallón, pasan de manera total, completa e infalible el Test de Turing: no hay ninguna pregunta que se les pueda hacer que no respondan indistinguiblemente de cómo la responden otros humanos. Son personas.