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Las pildoras que me estaban administrando eran tranquilizantes, por supuesto: estoy seguro de ello. Trataban de drogarme, de mantenerme tranquilo. Las había arrojado todas al reciclador.

—Es otoño en la Tierra —dije—. Al menos, en el hemisferio norte. ¿Ofrecen caminar por un sendero de hojas caídas? Pronto será invierno. ¿Ofrecen hockey sobre hielo en un estanque congelado? ¿Esquí? ¿Puestas de sol que no sean sólo una bola de luz cayendo tras un horizonte rocoso, sino que estén de verdad teñidas de color y amortajadas por bancos de nubes?

—Señor Sullivan, sea razonable.

—¡Razonable! Nunca he pedido ser… ser un puñetero astronauta.

—De hecho, sí que lo hizo. Y además, hay cosas que puede hacer aquí que nunca podría hacer en la Tierra. ¿Ha intentado volar ya? Sabe, es posible volar aquí, con su propio poder, con alas postizas bien grandes. Se lo ofrecemos, en el gimnasio.

Hizo una pausa, como esperando que yo respondiera. No lo hice.

—¡Y escalar montañas! Sabe, puede salir ahí fuera sin problemas. Escalar montañas es fabuloso en baja gravedad; las paredes de Heaviside son magníficas para eso.

Hades al parecer pudo leer la expresión «ni hablar» en mis ojos, y lo intentó de nuevo.

—¿Y el sexo? ¿Ha probado el sexo en baja gravedad? Es mejor que el sexo en gravedad cero. Con ingravidez, los movimientos normales tienden a apartarte de tu pareja. Pero en gravedad lunar cualquiera puede hacer el tipo de acrobacias que se ven en las películas porno.

Con eso sí que consiguió una reacción por mi parte. Prácticamente le grité:

—¡No, no he tenido sexo, por el amor de Dios! ¿Con quién diablos iba a practicarlo aquí?

—Tenemos algunas de las mejores trabajadoras sexuales del… del Sistema Solar, señor Sullivan. Preciosas, comprensivas, atléticas, sanas.

—No quiero sexo… o al menos no quiero sólo sexo. Quiero hacer el amor, con alguien a quien ame, y que me ame.

Su tono fue amable.

—He mirado sus archivos, señor Sullivan. No tenía usted a nadie así en la Tierra, por lo que…

—Eso era antes. Era cosa mía. Pero ahora que estoy bien…

—¿Ahora que está bien podrá distinguir entre una mujer que realmente lo ame y una mujer que vaya buscando su dinero?

—Váyase al carajo.

—Lo siento, no tendría que haber dicho eso. Pero, en serio, señor Sullivan, sabía usted que renunciaba al romance cuando vino aquí.

—¡Durante un año o dos! ¡No durante décadas!

—Y aunque comprendo su reticencia a relacionarse con algunos de nuestros invitados maduros, hay montones de trabajadores de su edad. Y no es que un hombre inteligente y atractivo como usted no tenga ninguna perspectiva de disfrutar aquí de un verdadero romance. No tenemos ninguna política corporativa en contra de que el personal se relacione sentimentalmente con los invitados.

—Eso no es lo que quiero. Hay alguien concreto en la Tierra.

—Ah —dijo Hades.

—Y necesito intentarlo con ella; tengo que hacerlo. Tontamente no intenté nada con ella antes, pero mi situación es distinta ahora.

—¿Cómo se llama? —preguntó Hades.

Me sorprendió la pregunta… me sorprendió tanto que la respondí.

—Rebecca. Rebecca Chong.

—Señor Sullivan —dijo Hades, con voz muy suave y amable—, ¿se le ha ocurrido que ya hay una versión suya en la Tierra que ya no sufre del síndrome de Katerinsky? Eso significa que hace semanas que él puede haber tenido el mismo cambio en sus sentimientos que usted experimenta ahora. Tal vez Rebecca y él estén ya juntos…, cosa que no dejaría sitio alguno para usted.

Mi corazón latía con fuerza… Una sensación que mi otro yo no conocería nunca.

—No —dije—. No, eso… eso no es posible.

Hades alzó las cejas como diciendo «¿ah, no?». Pero no dio voz a las palabras, la primera auténtica amabilidad que tuvo conmigo.

Después de almorzar, le tocó a Deshawn el turno de interrogar a Caleb Poe, el profesor de filosofía.

—Tiene usted una bonita voz, doctor Poe —dijo Deshawn, de pie tras la mesa de la parte demandante.

Poe alzó las cejas, sorprendido.

—Gracias.

—Muy agradable —continuó Deshawn—. Muy bien modulada. ¿Se lo habían dicho?

Poe ladeó la cabeza.

—De vez en cuando.

—Estoy seguro de que sí. De hecho, parece que podría ser usted un buen cantante.

—Gracias.

—¿Canta usted, doctor Poe?

—Sí.

—¿En qué ocasiones?

—Protesto —dijo López, extendiendo los brazos—. Irrelevante.

—Todo quedará revelado pronto —dijo Draper, mirando al juez.

Herrington frunció el ceño un momento.

—Tengo una definición muy conservadora de «pronto», señor Draper. Pero continúe.

—Gracias —dijo Deshawn—. Doctor Poe, ¿en qué ocasiones canta usted?

—Cuando estudiaba en la universidad, en clubes nocturnos, bodas, las típicas funciones empresariales.

—Pero ya no va a la universidad. ¿Sigue teniendo muchas oportunidades para cantar?

—Sí.

—¿Y dónde lo hace?

—En un coro.

—Un coro parroquial, ¿es correcto?

Poe se agitó levemente en su asiento.

—Sí.

—¿De qué Iglesia?

—Episcopaliana.

—Entonces, canta usted en el coro de un templo cristiano, ¿cierto?

—Sí.

—Como parte de los servicios religiosos de cada domingo, ¿me equivoco?

—Señoría —dijo López—. Una vez más, ¿cuál es la relevancia de todo esto?

—Ya he pasado de la primera P y la primera R, señoría —dijo Draper—. Déjeme llegar al final.

—Muy bien —dijo Herrington, golpeando impaciente con una estilográfica el estrado.

—Canta usted en ceremonias religiosas —dijo Draper, mirando de nuevo a Poe.

—Sí.

—¿Se describiría a sí mismo como una persona religiosa?

Poe se mostró ahora retador.

—Supongo que lo soy, sí. Pero no soy un fanático.

—¿Cree usted en Dios?

—Eso es el sine qua non de ser religioso.

—Cree usted en Dios. ¿Cree en el diablo?

—No soy ningún fundamentalista de la Biblia —dijo Poe—. No me tomo las cosas literalmente. Creo que el universo, tal como calculan las últimas cifras, tiene once mil novecientos millones de años de antigüedad. Creo que la vida evolucionó a partir de formas más simples a través de la selección natural. Y no creo en cuentos de hadas.

—¿No cree en el diablo?

—Exacto.

—¿Y en el infierno?

—Una invención que debe más al poeta Dante que a la teología racional —contestó Poe—. Las historias del infierno y los demonios eran quizás útiles cuando el clero tenía que tratar con poblaciones analfabetas, sin educación ni sofisticación. Pero ahora no somos esas cosas: podemos guiarnos por argumentos morales y tomar elecciones morales razonadas, sin que nos amenacen con el coco.

—Muy bien —dijo Deshawn—. Muy bien. Entonces ha pasado usted de las trampas más tontas de la religión primitiva, ¿no es así?

—Bueno, yo no lo expresaría de una forma tan poco elegante.

—Pero no cree usted en el diablo.

—No.

—Y no cree en el infierno.

—No.

—Y no cree en el diluvio universal.

—No.

—¿Y no cree en el alma?

Poe guardó silencio.

—¿Doctor Poe? ¿Quiere responder a mi pregunta, por favor? ¿Es cierto que no cree en el alma?

—Ésa… no sería mi postura.

—¿Quiere decir que sí que cree en el alma?