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—¿Lo promete? —intervino ahora Chloé—. ¿Qué demonios vale eso?

Me acerqué un poco a las dos mujeres; quería calmarlas, tranquilizarlas.

De repente, Hades saltó. Es falso que la gente se mueve a cámara lenta en la Luna: los objetos caen a cámara lenta, pero si te impulsas desde el suelo con toda tu fuerza, sales volando como un murciélago de Filadelfia. Hades se encontraba a cinco metros de distancia, pero con su salto cubrió fácilmente esa distancia y, cuando chocó conmigo, me hizo volar hacia atrás y darme contra el mamparo trasero del lunabús.

De repente, las dos mujeres se pusieron en movimiento. Akiko se levantó de su asiento y también saltó hacia nosotros. Chloé agarró un maletín de metal y vino dando saltos, como si intentara saltarme los sesos con él.

Yo todavía aferraba la pistola con la mano derecha. Pero Hades me sujetaba el brazo contra el mamparo, impidiéndome que pudiera dispararle a él o a cualquiera de las mujeres.

Tiempos desesperados exigen medidas desesperadas…

Giré la muñeca tanto como pude y disparé un pitón. Allí, en la cabina, el estampido de la pistola fue ensordecedor. Casi instantáneamente el pitón alcanzó su objetivo. Yo quería hacer un agujero en el casco exterior, pero no había podido apuntar bien. El pitón alcanzó una ventanilla, atravesó la persiana de vinilo que la cubría como si fuera de papel de seda y rompió el cristal. El aire empezó a salir siseando de la cabina y una alarma empezó a sonar: whoop-whoop-whoop. La persiana, con un pequeño agujerito, empezó a combarse hacia fuera. Por e] sonido, el cristal templado que había detrás se había hecho añicos p0r completo, y lo único que impedía que la atmósfera saliera como un torrente era el agujerito de la persiana por el que tenía que pasar.

Todos mirábamos la persiana de vinilo, viendo cómo se combaba más y más hacia fuera. De un momento a otro se soltaría por la vaharada de atmósfera que escapaba, revelando el marco vacío de la ventana; cuando eso sucediera, la cabina perdería todo el aire en cuestión de segundos.

Hades parecía completamente furioso y su coleta se agitaba en horizontal tras su cabeza. Seguía queriendo inmovilizarme, pero sabía que si no hacía algo pronto moriríamos todos.

—¡Maldición! —Me soltó con un grito de frustración y llamó a las mujeres—. ¡Rápido! ¡Busquen algo para cubrir la ventanilla!

La persiana de vinilo se estaba rompiendo visiblemente por los bordes, y el aire escapaba cada vez con más rapidez. Chloé, vacilando momentáneamente entre matarme de un golpe con la caja de metal y salvarse, soltó la caja, que cayó a cámara lenta antes de chocar contra el suelo, rebotar medio metro y volver a caer. Se acercó al asiento más próximo y trató de sacar el cojín… pero, naturalmente, los lunabuses nunca volaban sobre el agua, así que los cojines no eran salvavidas extraíbles.

Akiko, mientras tanto, se había hecho con el maletín de primeros auxilios que colgaba de la pared, junto a la entrada de la cabina del piloto. Lo abrió como pudo y encontró un paquete de vendas. Sin duda era menos sólido de lo que le hubiese gustado, pero lo metió en el agujero de la persiana de vinilo.

Aunque el rugido del aire que escapaba disminuyó un poco, eso no impidió que el vinilo siguiera soltándose por los bordes. Pensé en meter a todo el mundo en la cabina del piloto, cuya puerta era estanca. De hecho, Hades ya se había metido allí dentro. Por un momento, tuve miedo que fuera a cerrar la puerta tras él para salvarse y dejar que nos asfixiáramos. Pero salió al cabo de un momento con un enorme mapa laminado de la luna. Corrió a la ventana y, justo cuando la persiana de vinilo salía volando, desplegó el mapa y lo colocó con toda la fuerza que pudo contra el mamparo curvo. El aire seguía escapando, porque no encajaba bien y era absorbido hacia fuera.

Akiko encontró cinta adhesiva en el maletín de primeros auxilios y empezó a sellar los bordes del mapa. Mientras tanto, yo agarré todos los tubos de crema reparatrajes y se los lancé a Chloé, quien empezó a rociar también los bordes del mapa. Hades seguía con los brazos extendidos, sujetando el mapa.

El videófono indicaba una llamada. Dios sabe cuánto tiempo llevaba así; hasta que el rugido de la atmósfera que escapaba remitió, no pudimos oírlo. Apuntando con la pistola a la espalda de Hades, me acerqué y acepté la llamada.

—Sullivan.

—Señor Sullivan, por Dios, ¿están todos bien? —Era la voz de Smythe, el pánico asomaba en su tono cultivado.

—Sí —dije—. Todo va bien… por el momento. Hemos tenido… un escape.

Otra voz, una que yo conocía, intervino.

—Jacob, soy Quentin Ashburn. Seguís conectados al sistema de mantenimiento de Alto Edén. No está diseñado para represurizar rápidamente un lunabús, pero vuestra presión de aire debería volver a la normalidad dentro de aproximadamente una hora, suponiendo que el escape esté contenido.

Miré más allá de Hades. Chloé había terminado y el mapa parecía aguantar en su sitio.

—Lo está.

Oí a Quentin exhalar ruidosamente.

—Bien.

Smythe volvió a ponerse al teléfono.

—¿Qué ha pasado, por Dios?

—Su amigo Hades ha intentado reducirme y he tenido que disparar.

Hubo un rato de silencio.

—Oh —dijo Smythe por fin—. ¿Está… está bien Brian?

—Sí, sí, todo el mundo está bien. Pero espero que ahora sepan que hablo en serio. ¿Qué demonios pasa con mi otro yo?

—Seguimos intentando localizarlo. No está en su casa de Toronto.

—Tiene teléfono móvil, por el amor de Dios. El número es…

Y se lo di.

—Lo intentaremos —dijo Smythe.

—Háganlo —dije, frotándome las sienes—. El reloj sigue corriendo.

35

María López se levantó para pronunciar su conclusión en nombre de Tyler Horowitz. Se inclinó amablemente ante el juez Herrington, luego se volvió hacia los seis miembros de jurado y el alternativo.

—La cuestión en este caso, damas y caballeros, es sencilla: ¿qué constituye la identidad personal? Hay claramente algo más que simples datos biométricos. Hemos visto que con la tecnología adecuada cualquiera puede hacerse pasar por otro. Pero comprendemos en el fondo de nuestros corazones que hay algo inefable en ser persona, algo que va más allá de las medidas físicas, algo que hace de cada uno de nosotros algo único —señaló a Karen estirando un brazo; aquel día iba vestida con un traje gris—. Este robot, ¡esta cosa!, nos habría hecho creer que porque remeda ciertos parámetros físicos de la querida y difunta Karen Bessarian es de hecho Karen Bessarian.

»Pero no lo es. A través de su obra, la verdadera Karen Bessarian alegró las vidas de cientos de millones de personas y, naturalmente, no queremos ver partir a esa querida narradora. Pero ha fallecido, ha dejado atrás esta existencia. La lloraremos, siempre la recordaremos, pero debemos tener también la fuerza que ha demostrado su hijo, que la amó más que nadie: la fuerza para dejarla descansar en paz, como la tumba que se le ha negado podría haber dicho de manera tan elegante.

»La fallecida Karen Bessarian era la original… y los humanos siempre han dado un valor especial a lo original, a las primeras impresiones, a los cuadros auténticos. Dinero falso, pasaportes falsificados… no son de verdad, y nunca deberían conseguir el estatus de realidad. Ustedes, buenos hombres y mujeres del jurado, tienen el poder para poner fin a este sinsentido, para acabar con la idea de que un ser humano no es más que datos que pueden copiarse tan fácilmente como se copia una canción o una fotografía. Somos más que eso. Ustedes lo saben, y yo lo sé: asegurémonos de que todo el mundo lo sepa.

»Quizás estén ustedes de acuerdo con el doctor Poe, el filósofo al que hemos escuchado, cuando dice que esta cosa que está aquí sentada no es una persona, sino un zombi. O tal vez piensen que es una persona. —López se encogió de hombros—. Tal vez lo sea. Pero, incluso así, no es Karen Bessarian: es otra persona, una nueva creación. Bien estará, si así lo deciden, pero no dejen que se disfrace de alguien que no es. La difunta y llorada Karen Bessarian se merece algo mejor que eso.