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– ¿Dónde exactamente de la costa Oeste? -preguntó Sophie.

– En algún lugar entre San Diego y Los Ángeles.

– Vaya, eso es precisión -dijo Sophie, riendo con ganas-. ¿Cómo consigues encontrarte con tus amigos?

– Por el boca a boca, al final siempre acabamos sabiendo dónde encontrarnos. El mundo de los surferos es una pequeña familia.

– ¿Y después?

– San Francisco, pues no podemos dejar de pasar por debajo del Goleen Gate con la vela. Después buscaré un barco que me acepte a bordo y me iré a las islas de Hawai.

Bob Walley contaba con quedarse al menos dos años en el Pacífico, pues había muchos atolones por descubrir. En el momento de pedir la cuenta, Enya le recordó al joven surfero que no se olvidara la tabla que le había confiado. Lo esperaba apoyada en la pared, en la entrada de la oficina.

– ¿No han querido guardársela en el hotel? -preguntó Sophie.

– Había mencionado que la habitación había de tener un precio asequible… -respondió Bob.

Para continuar con su viaje, tenía que vigilar su presupuesto. No podía gastar en una noche lo que le permitiría vivir casi durante un mes en América del Sur. Pero Sophie no debía inquietarse.

El tiempo era bueno; los parques de Londres, magníficos; y le gustaba dormir bajo las estrellas. Solía hacerlo.

Sophie pidió dos cafés. Un explorador australiano que se iba a México y no volvería hasta el siglo siguiente… ¿Que no se inquietara porque pasara la noche fuera? Eso era que no la conocía. Ella se sentía de repente culpable por haberle aconsejado mal por la mañana; si aquel guapo surfero no había podido encontrar una habitación a precio asequible, era un poco culpa suya… Qué mono era el hoyuelo de su mentón… Sólo para dejar de sentirse culpable, sólo para eso… Era una monada cómo se le marcaba al sonreír… Qué manos tan bonitas tenía… Ojalá sonriera una sola vez más, sólo una mísera vez más… Sólo había que encontrar el valor… Después de todo no debía de ser tan difícil decirlo…

– No conoce usted la región, pero en Londres puede llover a cualquier hora, sobre todo por la noche, y cuando llueve, llueve de verdad.

Sophie cogió discretamente la cuenta, la arrugó y la tiró discretamente bajo la mesa. Le indicó a Enya que iría a pagar al día siguiente.

Un poco más tarde, Bob Walley le cedía el paso a Sophie para entrar en su apartamento, John hacía lo mismo con Yvonne en el umbral de la suite que había reservado en el Carlton, y cuando Mathias introdujo su llave en la cerradura de la puerta, fue Antoine quien le abrió la puerta. Acababa de acompañar a Daniéle a un taxi…

Las imágenes desfilaban a toda velocidad. Audrey apretó una tecla de la mesa de montaje para parar la cinta. En la pantalla, reconoció la antigua planta eléctrica, con sus cuatro chimeneas gigantescas. En la plaza, micro en mano, sonreía; su rostro estaba completamente desenfocado, pero recordaba perfectamente que sonreía. Abandonó su mesa y decidió que era el momento de bajar a buscarse un café bien caliente a la cafetería. La noche iba a ser muy larga.

De pie, frente al fregadero, Mathias secaba la vajilla. Junto a él, Antoine, con el delantal atado a la cintura y guantes de goma, limpiaba enérgicamente un cucharón a esponjazos.

– Vas a rayar la madera con el lado del estropajo.

Antoine lo ignoró. Durante toda la noche, no había pronunciado palabra. Después de cenar, Emily y Louis, que habían notado que amenazaba tormenta en casa, habían preferido mantenerse a distancia para revisar las clases del día; antes de irse, Daniéle les había dejado deberes que hacer.

– ¡Eres un cabezón! -dijo Mathias a la vez que dejaba un plato a secar.

Antoine abrió la basura y tiró el cucharón y la esponja. Después se agachó para coger una nueva de un armario.

– ¡De acuerdo, he incumplido tu sacrosanta regla! -continuó Mathias enfadado-. He tenido que ausentarme dos horas al final del día, apenas dos horas, y me he permitido hacer una llamada a una amiga de Yvonne para que cuidara a los niños. ¿Dónde está el problema? Y además, ellos la adoran.

– ¡Una canguro! -gruñó Antoine.

– ¡Estás limpiando un vaso de plástico! -gritó Mathias.

Antoine se quitó el delantal y lo tiró de cualquier manera al suelo.

– Te recuerdo que habíamos dicho…

– Habíamos dicho que nos íbamos a divertir, no que íbamos a hacerle la competencia a la caseta de Don Limpio en la Feria de París.

– ¡No respetas nada! -respondió Antoine-. Nos habíamos fijado tres reglas, sólo tres míseras reglas.

– ¡Cuatro! -replicó Mathias en el mismo tono-. Y no he encendido ni un cigarrillo en casa, ¡así que vigila lo que dices! Me agotas, yo me voy a acostar. ¡Ah, qué bien nos lo vamos a pasar en las vacaciones!

– Esto no tiene nada que ver con las vacaciones.

Mathias subió las escaleras y se detuvo en el último peldaño.

– Escúchame bien, Antoine, a partir de mañana, cambio la regla. Nos comportaremos como una pareja normal; si necesitamos a una canguro, la llamaremos -concluyó él antes de entrar en su habitación.

Solo junto a la barra, Antoine se quitó los guantes y miró a los niños, que estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Emily estaba utilizando unas tijeras; Louis cogió la barra de pegamento. Minuciosamente pegaron las fotos recortadas y compararon los colages que habían hecho en sus cuadernos.

– ¿Qué estáis haciendo exactamente? -preguntó Antoine.

– ¡Una exposición sobre la vida familiar! -respondieron Emily y Louis al tiempo que escondían su trabajo.

Antoine dudó durante un momento.

– Es hora de ir a acostarse, mañana hay que despertarse al alba para irnos a Escocia. Vamos, todo el mundo a la cama.

Emily y Louis no se hicieron de rogar y recogieron sus cosas. Después de acostar a su hijo, Antoine apagó la luz y esperó algunos instantes en la penumbra.

– Supongo que me daréis vuestra exposición sobre la vida familiar para que la lea antes de dársela a la maestra.

Cuando entró en el cuarto de baño, se topó de frente con Mathias, ya en pijama, que se estaba cepillando los dientes.

– ¡Y además, me gustaría hacerte notar que he pagado yo a la canguro! -dijo él a la vez que dejaba el vaso sobre la mesita.

Mathias se despidió de Antoine y salió de la habitación. Cinco segundos más tarde, Antoine volvía a abrir la puerta para gritar:

– ¡La próxima vez, mejor págate unas clases de francés, porque tu nota de esta mañana estaba llena de faltas de ortografía! Pero Mathias ya estaba en su habitación.

Los últimos clientes se habían ido. Enya cerró la puerta y apagó el neón de la parte delantera. Limpió la sala, se aseguró de que las sillas estaban colocadas correctamente en las mesas y volvió a la oficina.

Verificó una última vez que todo estaba en orden, y tras el mostrador repasó y vació la caja tal y como Yvonne le había pedido; separó las propinas de la recaudación y metió los billetes en un sobre. Lo escondería bajo su colchón y se lo daría a Yvonne cuando volviera. Quiso volver a cerrar la caja registradora, pero estaba bloqueada; metió la mano y notó algo que estorbaba al fondo. Era una cartera muy vieja de cuero. Picada por la curiosidad, Enya la abrió y halló una hoja de papel amarillento que desdobló.

7 de agosto de 1943

Hija mía, mi tierno amor:

Esta es la última carta que te escribo. Dentro de una hora me van a fusilar. Me iré con la cabeza alta, orgulloso de no haber hablado. No te inquietes por esta gran desgracia que nos toca vivir; yo sólo moriré una vez, pero los cerdos que me van a disparar morirán siempre que la historia los mencione. Te dejo como herencia un apellido del que estar orgullosa.