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– Porque eres tú el que rehúsas siempre abrirte. Venga, te desafío, dime una cosa muy personal, sólo una.

En sus narices, una bailarina parecía enamorarse perdidamente de la barra de metal en la que se estremecía. Antoine hizo rodar un puñado de almendras entre los dedos y suspiró.

– Ya no tengo deseo, Mathias.

– ¡Si te refieres a lo que pasa en la pista, tranquilo, yo tampoco!

– ¿Nos vamos? -suplicó Antoine.

Mathias estaba ya de pie y lo esperaba en el guardarropa.

La conversación se retomó en el taxi que los llevaba de vuelta a casa.

– Creo que la idea de ligar me ha fastidiado siempre.

– ¿Te fastidió lo de Caroline Leblond?

– No, con lo de Caroline Leblond a quien fastidié fue a ti.

– ¿Hay algo que una mujer pudiera hacer en la cama que te volviera loco?

– Sí, esconder el mando a distancia del televisor.

– Sólo estás un poco cansado, eso es todo.

– Entonces debe de hacer la hostia de tiempo que estoy cansado. Miraba a esos tipos en la boite por la noche temprano, parecían lobos al acecho. Eso ya no me divierte, nunca me ha divertido. Cuando una mujer me mira desde la otra punta de la barra, necesito seis meses para encontrar el valor de atravesar la sala. Y luego la idea de despertarme al lado de alguien pero en un cama donde no hay ningún sentimiento… Ya no puedo con ello.

– Te envidio. ¿Te das cuenta de la felicidad que da saber que alguien te quiere antes de desearte? Acéptate como eres, tu problema no tiene nada que ver con el deseo.

– Es mecánico, Mathias, hace tres meses que ni por la mañana me funciona. ¡Por una vez, escucha lo que te estoy diciendo, ya no siento ningún deseo!.

Los ojos de Mathias se llenaron de lágrimas.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Antoine.

– ¿Es por mi culpa? -dijo Mathias, llorando.

– Eres un completo idiota. ¿Qué idea se te ha metido en la cabeza? ¡Esto no tiene nada que ver contigo, te digo que la cosa viene de mí!

– ¿Es porque te agobio? ¿Por eso?

– ¡Para ya, estás completamente loco!

– ¡Que sí, que por mi culpa no se te levanta!

– ¡Ya vuelves a empezar! Me pides que te hable de mí y, diga lo que diga, haga lo que haga, la conversación recae sobre ti. Es una enfermedad incurable. Así que vamos, no perdamos más tiempo, háblame de lo que te atormenta -gritó Antoine.

– ¿De verdad quieres que…?

– ¡El taxi lo pagas tú!

– ¿Crees que me ha faltado valor con Audrey? -preguntó Mathias.

– ¡Dame tu cartera!

– ¿Por qué?

– Hemos dicho que el taxi lo pagabas tú, ¿no? ¡Entonces dame tu cartera!

Mathias se resolvió por fin; Antoine la abrió y cogió, bajo la solapa, la pequeña foto en la que Valentine sonreía.

– No es valor lo que te ha faltado, sino discernimiento. Pasa página de una ver por todas -dijo Antoine mientras pagaba al chófer con el dinero de Mathias.

Volvió a poner la foto en su lugar y salió del taxi, que acababa de llegar a destino.

Cuando Antoine y Mathias entraron de nuevo en casa, oyeron un estertor repetitivo. Antoine, que no había estudiado arquitectura durante diez años para nada, identificó enseguida el ruido de una tobera agujereada de la que el aire caliente se escapaba. Su diagnóstico era fáciclass="underline" la caldera estaba a punto de rendir el alma. Mathias le hizo notar que el ruido no venía del subsuelo, sino del salón. Sobresaliendo del extremo del sofá, un par de calcetines se movían al ritmo del ronquido que les había inquietado. Daniéle, echada cuan larga era, dormía apaciblemente.

Cuando Daniéle se fue, los dos amigos descorcharon una botella de Burdeos.

Mathias hacía todo lo que podía para concentrarse en su trabajo y sólo en su trabajo. Cuando encontró en el correo de la librería un prospecto que anunciaba la aparición de la nueva colección de Lagarde y Michard, sintió un cierto pellizco en el corazón. Lanzó el catálogo a la papelera; pero por la noche, al vaciarla, lo recuperó para dejarlo bajo la caja.

Todos los días, al volver a su oficina, Antoine pasaba ante la tienda de Sophie. ¿Por qué sus pasos lo llevaban por aquel lado de la acera cuando su oficina estaba enfrente? No sabía nada de ello e incluso habría jurado no darse cuenta. Y cuando Sophie descubrió a Antoine parado ante su vitrina, desvió su mirada.

Pronto tenían que empezar los trabajos. Yvonne, ayudada por Enya, ponía un poco de orden en el restaurante, multiplicando las idas y venidas entre el bar y la bodega. Una mañana, Enya apartó una caja de cháteau labegorce, e Yvonne le suplicó que la volviera a dejar en su sitio. Aquellas botellas eran muy especiales.

Un día, en la pizarra de la clase, la maestra había escrito con tiza el enunciado de los deberes de geografía. Emily copiaba en el cuaderno de Louis, quien, por su parte, con la mirada vuelta hacia la ventana, soñaba con las tierras africanas.

Una mañana, mientras volvía al banco, Mathias creyó reconocer la silueta de Antoine que atravesaba el cruce. Aceleró para alcanzarlo y luego aminoró el paso. Antoine acababa de pararse ante un almacén de ropa de bebé; dudaba, miraba a izquierda y derecha, y empujó la puerta de la tienda.

Oculto tras una farola, Mathias lo observaba a través de la vitrina.

Vio a Antoine ir de una estantería a otra, rozando con la mano las pilas de vestidos para bebés. La vendedora se dirigió a él, que con un gesto de la mano le hizo entender que se contentaba con mirar. Dos pequeñas zapatillas le habían llamado la atención. Las cogió del estante y las examinó en todos sus detalles. Después se calzó una en el índice y la otra en el medio.

En medio de los peluches, Antoine representaba en la palma, de su mano izquierda la danza de los panecillos. Cuando sorprendió la mirada divertida de la vendedora, enrojeció y volvió a poner las zapatillas en el anaquel. Mathias abandonó su farola y se alejó por la calle.

A la hora del almuerzo, McKenzie abandonó discretamente la agencia y corrió hasta la estación de South Kensington. Saltó a un taxi y pidió al conductor que lo llevara hasta Saint James Street. Pagó la carrera, se aseguró de que nadie lo había seguido y entró de buen humor en la tienda de Archibald Lexington, sastre al servicio de Su Majestad. Tras un breve paso por el probador, subió a una pequeña tarima reservada para aquel uso y dejó a sir Archibald hacer los retoques necesarios en el traje que le había encargado. Al mirarse en el gran espejo, se dijo que había hecho bien. La próxima semana, cuando tuviera lugar la inauguración de la futura sala del restaurante de Yvonne, sería todavía más seductor que de costumbre, sería irresistible.

A mitad de la tarde, John Glover abandonó su cottage para volver al pueblo. Tomó la calle principal, empujó la puerta del vidriero y presentó el recibo. Su encargo estaba listo. El aprendiz que lo había atendido se eclipsó un instante y volvió llevando un paquete en las manos. John quitó delicadamente el papel que lo envolvía, descubriendo una fotografía enmarcada. En la dedicatoria se podía leer: «Para mi querida Yvonne, con toda mi amistad, Éric Cantona». John agradeció con un gesto de la mano a los artesanos que trabajaban en el taller y se llevó el marco; aquella noche lo colgaría en la gran habitación del primer piso.

Y aquella misma noche, mientras Mathias preparaba la cena, Antoine miraba la televisión en compañía de los niños. Emily cogió el mando a distancia y comenzó a hacer desfilar los canales. Estaba secando un vaso cuando Mathias reconoció la voz de la periodista que hablaba de la comunidad francesa instalada en Inglaterra. Levantó la cabeza y vio las rayitas del volumen deslizarse a la izquierda del rostro de Audrey. Antoine había recuperado el mando de las manos de Emily.

En París, en los estudios de una cadena de televisión, el director de informativos salía de una reunión de cierre de edición y se entrevistaba con una joven periodista. Después de su marcha, un técnico entró en la habitación.