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– ¡No, no estoy contrariado en absoluto! -respondió Antoine rezongón.

Sophie le dio la espalda y entró en su tienda; Antoine la siguió.

– Mira, Antoine -dijo ella, colocándose tras el mostrador-, si te molesta escribir esas cartas, ya me las arreglaré de otra manera.

– No, no tiene nada que ver con eso. Estoy preocupado por Mathias, está harto de vivir solo.

– Ya no estará solo porque estará con Emily.

– Quiere que vivamos juntos.

– ¿Bromeas?

– Dice que sería formidable para los niños.

Sophie se volvió para escapar a la mirada de Antoine y se dirigió a la trastienda. Tenía una de las risas más bellas del mundo, y también una de las más comunicativas.

– Ah, sí, es muy normal que vuestros hijos tengan dos padres -dijo ella mientras se secaba las lágrimas.

– No pretendas hacerme una apología de la normalidad. ¡Hace tres meses hablabas de tener un hijo con un desconocido!

El rostro de Sophie cambió inmediatamente.

– Gracias por recordarme ese intenso momento de soledad.

Antoine se acercó a ella y le cogió la mano.

– Lo que no es normal es que, en una ciudad de siete millones y medio de habitantes, personas como Mathias y tú sigan solteras.

– Mathias acaba de llegar a la ciudad…, y tú tal vez no estés soltero.

– A mí me da igual -murmuró Antoine-, pero no me había dado cuenta de que estuviera solo hasta ese punto.

– Todos estamos solos, Antoine, aquí, en París, o en cualquier otro sitio. Podemos intentar huir de la soledad, mudarnos, hacer todo lo posible por conocer gente, pero eso no cambia nada. Al final del día, cada uno vuelve a su casa. Los que viven en pareja no se dan cuenta de su suerte. Han olvidado las noches frente a una bandeja de comida preparada, la angustia ante la cercanía del fin de semana, el domingo esperando que suene el teléfono. Millones de personas vivimos así en las capitales del mundo. La única buena noticia es que no somos tan diferentes los unos de los otros.

Antoine pasó la mano por los cabellos de su mejor amiga. Ella esquivó su gesto.

– Te digo que te vayas a trabajar, tengo muchas cosas que hacer.

– ¿Vendrás esta noche?

– No me apetece -respondió Sophie.

– He organizado una cena para Mathias; Valentine se va a finales de semana; tienes que venir, no quiero estar solo en la mesa con ellos dos. Y además, te prepararé tu plato preferido.

Sophie le sonrió a Antoine.

– ¿Almejas con jamón?

– A las ocho y media.

– ¿Los niños cenarán con nosotros?

– Cuento contigo -respondió Antoine mientras se alejaba.

Sentado tras el mostrador de su librería, Mathias leía el correo del día. Algunas facturas, un prospecto y una carta de la escuela que le informaba de la fecha de la próxima reunión de padres de alumnos. Había una nota dirigida al señor Glover. Mathias cogió el papelito que estaba al fondo de la caja registradora y volvió a copiar en el sobre la dirección de su propietario en Kent. Se hizo prometer que iría a enviarla a la hora del desayuno.

Llamó a Yvonne para reservar su sitio. «No te molestes más, a partir de ahora, el tercer taburete del mostrador es el tuyo», respondió ella.

La campanilla de la puerta sonó. Una joven esplendorosa acababa de entrar en su librería. Mathias dejó su correo.

– ¿Tiene usted la prensa francesa? -preguntó ella.

Mathias le señaló el estante que estaba junto a la entrada. La joven cogió un ejemplar de cada periódico y se dirigió a la caja.

– ¿Tiene usted morriña? -preguntó Mathias.

– No, todavía no -respondió divertida la joven.

Ésta buscó dinero en su bolsillo y le alabó por su librería, que le parecía encantadora. Mathias le dio las gracias y le cogió los diarios de las manos. Audrey miraba a su alrededor. En lo alto de una estantería, un libro captó su atención, y se puso de puntillas.

– ¿Es el volumen de literatura del siglo XVII de Lagarde y Michard lo que veo allí arriba?

Mathias se acercó y asintió con un gesto de cabeza.

– ¿Puedo comprarlo?

– Tengo un ejemplar en mucho mejor estado justo delante de usted -afirmó Mathias al tiempo que sacaba un libro de los estantes.

Audrey estudió la obra que le ofrecía Mathias y se la devolvió inmediatamente.

– ¡Éste es sobre el siglo xx!

– Es verdad, pero está casi nuevo. Tienen tres siglos de diferencia, es normal que se resienta. Mire usted misma, ni un pliegue, ni la menor mancha.

Ella se echó a reír de buena gana y señaló el libro que estaba en lo alto de la estantería.

– ¿Me da usted mi libro?

– Puedo hacer que se lo traigan, si usted quiere, pues es muy pesado -respondió Mathias.

Audrey lo miró desconcertada.

– Voy al Liceo francés, justo al final de la calle; prefiero llevármelo.

– Como usted quiera -respondió Mathias resignado.

Cogió la vieja escalera de madera, la deslizó por su raíl de cobre hasta colocarla frente al estante en el que estaba el Lagarde y Richard.

Respiró profundamente, puso el pie sobre el primer escalón, cerró los ojos y trepó como mejor pudo.

Cuando ya estuvo a una buena altura, empezó a buscar con la mano a ciegas. Al no encontrar nada, Mathias entreabrió los ojos, buscó las tapas, se apoderó del libro y se dio cuenta de que era incapaz de volver a bajar. El corazón se le escapaba por la boca. Totalmente paralizado, se agarró con todas sus fuerzas a la escalera.

– ¿Está bien?

La voz de Audrey llegaba ahogada hasta sus oídos.

– No -murmuró él.

– ¿Necesita ayuda?

Su «sí» era tan débil que apenas era audible. Audrey trepó hasta él. Cogió el libro con delicadeza y lo tiró al suelo. Después, con las manos sobre las suyas, lo guió mientras lo reconfortaba. Con mucha paciencia, consiguió que descendiera tres peldaños. Protegiéndolo con su cuerpo, acabó convenciéndolo de que el suelo ya no estaba muy lejos. Él le susurró que todavía necesitaba un poco de tiempo. Cuando Antoine entró en la librería, Mathias, que seguía agarrado a Audrey, sólo estaba a un escalón del suelo.

Ella lo soltó, y Mathias, intentando recuperar algo de su dignidad, recogió el libro, lo puso en una bolsa de papel y se lo ofreció. Se negó a que le pagara; ella se lo agradeció y salió de la librería bajo la mirada intrigada de Antoine.

– ¿Puedo saber qué estabas haciendo exactamente?

– ¡Mi trabajo!

Antoine lo miró perplejo.

– ¿Puedo ayudarte?

– Habíamos quedado para almorzar.

Mathias reparó en los periódicos que se habían quedado junto a la caja. Los cogió enseguida, le pidió a Antoine que lo esperara un instante y se precipitó a la calle. Corriendo hasta quedarse sin aliento, subió por Bute Street, giró en Harrington Road y consiguió atrapar a Audrey en la placita que rodeaba el complejo escolar. Sin aliento, le tendió la prensa que ella había olvidado.

– No era necesario -dijo Audrey como agradecimiento.

– Me he puesto en ridículo, ¿no?

– No, ni lo más mínimo; el vértigo se puede curar -dijo ella mientras cruzaba la verja del colegio.

Mathias la miró atravesar el patio; cuando volvía a la librería, se volvió y la vio alejarse hacia el porche del patio. Unos segundos después, Audrey se volvió, a su vez, y lo vio desaparecer al doblar la esquina.

– Tienes un agudo sentido de los negocios -dijo Antoine como bienvenida.

– Ella me ha pedido un Lagarde y Richard, iba al Liceo francés, así que era profesora, de manera que no me reproches que me emplee a fondo por la educación de nuestros hijos.

– Profesora o no, ni siquiera ha pagado los periódicos.

– ¿Nos vamos a almorzar? -dijo Mathias mientras le abría la puerta a Antoine.

Sophie entró en el restaurante y se unió a Antoine y Mathias. Yvonne les llevó un plato al gratín sin darles posibilidad de elegir.