Llamaron a la puerta, y ambos se sobresaltaron.
– ¿Quién puede ser? -preguntó Valentine.
Mathias miró la hora en el despertador que había sobre la mesita de noche.
– Ni idea. Quédate aquí, voy a bajar a ver. Subiré tus cosas.
Se ató una toalla a la cintura y salió de la habitación. Los golpes en la puerta aumentaron de intensidad.
– ¡Voy! -gritó él mientras bajaba la escalera.
Antoine, con los brazos cruzados, miraba a su amigo con determinación.
– Bueno, escúchame bien; hay algo en lo que nunca cederé: ¡nada de canguros en casa! Nosotros mismos nos ocuparemos de los niños.
– ¿De qué hablas?
– ¿Todavía quieres que vivamos bajo el mismo techo?
– Sí, pero sería mejor discutirlo en otro momento.
– ¿Qué quieres decir con «en otro momento»? ¿Quieres aplazarlo por un tiempo?
– Quiero decir que podríamos hablarlo más tarde.
– No, no, hablémoslo ahora mismo. Tenemos que instaurar unas reglas y hay que respetarlas.
– Vale, lo podemos hablar pronto, pero mañana.
– ¡No empieces!
– Antoine, me parecen bien todas las reglas que pongas.
– ¿Cómo puede ser eso? Entonces, si te dijera que tendrías que pasear al perro todas las tardes, ¿estarías de acuerdo?
– ¡Ah, por supuesto que no!
– Entonces no estás de acuerdo en todo.
– Antoine…, no tenemos perro.
– No empieces a enredarme.
Valentine, envuelta en una sábana, se asomó por la barandilla de la escalera.
– ¿Va todo bien? -preguntó inquieta.
Antoine levantó los ojos y la tranquilizó con un gesto de la cabeza. Valentine volvió a la habitación.
– Ah, sí, verdaderamente estás muy solo -farfulló Antoine cuando ya se iba.
Mathias volvió a cerrar la puerta de la casa. No había dado ni un paso hacia el salón, cuando Antoine llamó de nuevo a la puerta. Mathias abrió.
– ¿Se va a quedar?
– No, se va mañana.
– Ahora que has tenido una pequeña dosis, espero que no me vengas lloriqueando en seis meses porque la eches de menos.
Antoine bajó los peldaños de la escalera y los volvió a subir para entrar en su casa. La luz del patio se extinguió.
Mathias recogió las cosas de Valentine y fue a reunirse con ella en la habitación.
– ¿Qué quería? -preguntó ella.
– Nada, ya te lo explicaré.
Por la mañana, la lluvia había vuelto con la primavera a Londres. Mathias estaba ya sentado en la barra del bar de Yvonne. Valentine acababa de entrar, tenía el pelo mojado.
– Voy a almorzar con Emily, mi tren sale esta tarde.
– Ya me lo dijiste ayer.
– ¿Podrás arreglártelas?
– El lunes tiene inglés; el martes, yudo; el miércoles la llevo al cine; el jueves toca guitarra, y el viernes…
Valentine había dejado de escucharle. Al otro lado del cristal había visto a Antoine en la acera de enfrente entrando en sus oficinas.
– ¿Qué quería a mitad de la noche?
– ¿Quieres un café?
Mathias le explicó su proyecto de vivir juntos y le detalló todas las ventajas que él veía. Louis y Emily se llevaban como hermanos, y la vida bajo un mismo techo sería más fácil de organizar, sobre todo para él. Yvonne, hundida, prefirió dejarlos solos. Valentine se rió varias veces y abandonó su taburete.
– ¿No dices nada?
– ¿Qué quieres que diga? Si estáis seguros de que eso os hará felices…
Valentine fue a buscar a Yvonne a la cocina y la abrazó.
– Vendré a verte muy pronto.
– Eso es lo que todo el mundo dice cuando se va -respondió Yvonne.
De vuelta a la sala, Valentine besó a Mathias y salió del restaurante.
Antoine había estado esperando a que Valentine doblara la esquina. Abandonó su puesto de observación en la ventana del despacho, bajó las escaleras y se dirigió al local de Yvonne. Una taza de café lo esperaba ya sobre el mostrador.
– ¿Qué tal fue? -le preguntó a Mathias.
– Muy bien.
– Por la noche, le envié un correo electrónico a la madre de Louis.
– ¿Has tenido respuesta?
– Esta mañana al llegar al despacho.
– ¿Y?
– Karine me preguntaba si, el próximo curso, Louis debería poner tu apellido en su ficha escolar. Yvonne recogió dos tazas de la barra.
– ¿Y habéis hablado con los niños?
La transformación de los baños era económicamente imposible, pero Antoine le explicó a Mathias, con la ayuda de un croquis, la idea que había tenido durante la noche.
El tabique que dividía su casa no era una pared maestra. Bastaba con tirarlo abajo para devolverle el aspecto original a la casa y crear un gran espacio común en la planta baja. Algunas reformas en los suelos y en los techos serían necesarias, pero las obras no deberían llevar más de una semana.
Dos escaleras llevarían a las habitaciones, lo que, después de todo, les permitiría tener la sensación de poseer un espacio propio en el primer piso. McKenzie iría a verlo para dar su visto bueno al proyecto. Antoine se volvió a su despacho, y Mathias, a su librería.
Valentine fue a buscar a Emily a la escuela. Había decidido llevar a su hija a almorzar al Mediterráneo, uno de los mejores restaurantes italianos de la ciudad. Un autobús las llevaba por Kensington Park Road.
El sol bañaba las calles de Notting Hill. Se instalaron en la terraza, y Valentine pidió dos pizzas. Se prometieron que se llamarían por teléfono todas las noches para contarse sus respectivos días y que se enviarían montones de correos electrónicos.
Valentine empezaba un nuevo trabajo, no podría coger vacaciones en Semana Santa, pero en verano harían un gran viaje, sólo para chicas. Emily tranquilizó a su mamá: todo iría bien, cuidaría a su padre, comprobaría antes de acostarse que la puerta de la entrada estaba bien cerrada y que todo estaba apagado. Prometió que se pondría en todo momento el cinturón de seguridad, incluso en los taxis, que se taparía las mañanas que hiciera frío, que no pasaría el tiempo merodeando por la librería, que no dejaría la guitarra, al menos no hasta el próximo curso, y finalmente, cuando Valentine la dejó en la escuela, ella misma cumplió su promesa. No lloró, al menos hasta que Emily entró en la escuela. Un Eurostar la llevó esa misma tarde a París. En la Gare du Nord, un taxi la llevó al pequeño estudio que ocuparía en el noveno distrito.
McKenzie hizo dos agujeros en el tabique de separación y estuvo encantado de poder confirmar a Mathias y a Antoine que no era una pared maestra.
– ¡Cuando hace eso, me pone de los nervios! -confesó Antoine mientras iba a buscar un vaso de agua a la cocina.
– ¿Qué es lo que hace? -preguntó Mathias con perplejidad, mientras seguía a su amigo.
– ¡El numerito con el taladro para verificar lo que yo le había dicho! Todavía sé reconocer una pared maestra, mierda, soy arquitecto igual que él, ¿no?
– Seguramente -respondió Mathias con una voz débil.
– No pareces convencido.
– Estoy menos seguro de tu edad mental. ¿Por qué me cuentas esto a mí? Díselo a él directamente.
Antoine volvió con su jefe de agencia con paso decidido. McKenzie se guardó las gafas en el bolsillo superior de su camisa y no le dio el placer a Antoine de hablar primero.
– Creo que todo podría estar acabado en tres meses, y os prometo que la casa recuperará su aspecto original. Incluso podemos retocar las cornisas.
– ¿Tres meses? ¿Piensa usted tirar la pared con una cucharita de café? -preguntó Mathias, cuyo interés por la conversación acababa de duplicarse.
McKenzie explicó que en ese barrio toda obra estaba condicionada a las autorizaciones adecuadas. Las gestiones llevarían ocho semanas, al término de las cuales la agencia podría solicitar a los servicios de aparcamiento que autorizaran la presencia de un volquete que se llevara los desechos. La demolición no llevaría más de dos o tres días.
– ¿Y si nos saltamos la autorización? -le sugirió Mathias a McKenzie al oído.
El jefe de agencia no se tomó la molestia de responderle. Recogió su chaqueta y le prometió a Antoine que prepararía las solicitudes de autorización ese mismo fin de semana.
Antoine miró su reloj. Sophie había aceptado cerrar su tienda para ir a buscar a los niños a la escuela, y había que ir a liberarla de su carga. Los dos amigos llegaron a la tienda con media hora de retraso. Sentada en el suelo, Emily ayudaba a Sophie a limpiar las rosas, mientras que Louis escogía, tras el mostrador, las tiras de rafia por su tamaño. Para hacerse perdonar, los dos padres la invitaron a cenar. Sophie aceptó con una sola condición, que fueran al local de Yvonne. Así, tal vez, Antoine cenaría al mismo tiempo que ellos. Éste no hizo comentario alguno.
A mitad de la comida, Yvonne se unió a su mesa.
– Mañana cerraré -dijo ella a la vez que se servía un vaso de vino.
– ¿Un sábado? -preguntó Antoine.
– Necesito descansar.
Mathias se mordisqueaba las uñas, y Antoine le asestó un golpe en la mano.
– ¡No hagas eso!
– ¿De qué hablas? -preguntó inocentemente Antoine.
– ¡Sabes bien de lo que estoy hablando!
– Y pensar que vais a vivir juntos… -repuso Yvonne, esbozando una sonrisa.
– Vamos a tirar una pared, nada más.
Aquel sábado por la mañana, Antoine llevó a los niños al Chelsea Farmers Market. Mientras se paseaban por los puestos del vivero, Emily escogió dos rosales para plantarlos con Sophie en el jardín. Como se avecinaba tormenta, tomaron la decisión de ir a la Torre de Londres. Louis les hizo de guía durante toda la visita al Museo de los Horrores, tomándose como un deber tranquilizar a su padre a la entrada de cada sala. No tenía razón alguna por la que inquietarse, pues los personajes eran de cera.
Mathias, por su parte, aprovechaba esa mañana para preparar sus encargos. Consultaba la lista de los libros vendidos durante aquella primera semana, satisfecho del resultado. Mientras apuntaba en el margen de su cuaderno los títulos de las obras que debían pedir, la mina de su lápiz se paró frente a la línea en la que figuraba un ejemplar de un Lagarde y Michard del siglo xviii. Apartó los ojos del cuaderno, y su mirada se fue a detener en la vieja escalera clavada en el raíl de cobre.
Sophie ahogó un grito. El corte iba de un lado a otro de su falange. La podadera había resbalado sobre el tallo. Fue a refugiarse a la trastienda. El alcohol de 90 grados le produjo una quemazón pasmosa. Respiró hondo, roció de nuevo la herida y aguardó un momento para recuperar el ánimo. La puerta de la tienda se había abierto, cogió una caja de tiritas de un estante del botiquín, cerró la puerta y volvió a ocuparse de su clientela.
Yvonne cerró la puerta del armarito que estaba encima del lavabo. Se puso un poco de colorete en las mejillas, se atusó el pelo y decidió que le iría bien un fular. Atravesó la habitación, cogió su bolso, se puso las gafas de sol y bajó por la pequeña escalera que conducía al restaurante. La persiana estaba bajada, entreabrió la puerta que daba al rellano, verificó que había vía libre y pasó frente a los escaparates de Bute Street, procurando pasar rápido por el de Sophie. Se subió al autobús que tomaba Oíd Brompton Road, le compró un billete al revisor y subió al piso superior. Si la circulación era fluida, llegaría a tiempo.
El autobús la dejó frente a la verja del cementerio de Oíd Brompton. El lugar estaba lleno de magia. Los fines de semana, los niños iban en bicicleta por los caminos que verdeaban y se cruzaban con los que se dedicaban a correr. Sobre las lápidas, de varios siglos de antigüedad, había ardillas, que no mostraban temor alguno hacia los paseantes. Levantándose sobre sus patas traseras, los pequeños roedores atrapaban las nueces que les daban para gran placer de las parejas de enamorados que disfrutaban bajo los árboles. Yvonne subió por la avenida principal hasta la puerta que daba a Fulham Road. Era su camino preferido para llegar al estadio. El Stamford Bridge Stadium ya estaba lleno. Como cada sábado, los gritos que se elevaban de las gradas alegrarían durante algunas horas la vida apacible del cementerio. Yvonne cogió la entrada del fondo de su bolso y se ajustó su fular y sus gafas de sol.