– ¿Qué es esto? -preguntó Mathias, estupefacto, a la vez que señalaba con el dedo la sopa de lentejas que humeaba ante él.
– Dhal-respondió el camarero-, y halwa suri. ¡Está muy bueno! El vaso de yogur salado es lassi -añadió él-. Un verdadero desayuno completo… indio. Va usted a quedar encantado.
El camarero volvió al interior del local, contento por haber satisfecho a su cliente.
Ellas habían tenido la misma idea sin haberse puesto de acuerdo. Hacía un día radiante, y atraía a numerosos turistas a Bute Street. Mientras una abría la terraza de su restaurante, la otra organizaba su escaparate.
– ¿Tú también trabajas en domingo? -le dijo Yvonne a Sophie.
– ¡Prefiero estar aquí que dando vueltas en casa!
– Yo he pensado lo mismo.
Yvonne se acercó a ella.
– ¿A qué viene esta mala cara? -dijo ella al tiempo que acariciaba la mejilla de Sophie.
– Una mala noche, debía de haber luna llena.
– A menos que esa luna tuya haya decidido estar llena dos veces en una semana, tendrás que encontrar otra explicación.
– Entonces, digamos que he dormido mal.
– ¿Hoy no vas a ver a los chicos?
– Pasan el día en familia.
Sophie levantó un gran jarrón, Yvonne la ayudó a llevarlo al interior de la tienda. Una vez estuvo colocado en un buen sitio, la cogió del brazo y la condujo fuera.
– Venga, deja tus flores por un momento, no se mustiarán, y ven a tomarte un café a mi terraza. Tengo la impresión de que tú y yo tenemos cosas que contarnos.
– Corto este rosal y me reúno contigo enseguida -respondió Sophie, que había vuelto a sonreír.
La tijera de podar seccionó el tallo. John Glover miró atentamente la flor. La corola tenía casi el tamaño de la de una peonía; los pétalos que la formaban estaban delicadamente arrugados y le daban a su flor el aspecto salvaje con el que había soñado. Había que reconocerlo, el resultado del injerto que había llevado a cabo el año anterior sobrepasaba todas sus expectativas. Cuando presentara esa rosa en la próxima gran exposición floral de Chelsea, probablemente se llevaría el premio a la excelencia. Para John Glover, no era sólo una simple rosa, sino que se había convertido en la mayor paradoja a la que se había enfrentado. En casa de aquel hombre, nacido en una gran familia inglesa, la humildad era casi una religión. Tras haber heredado de su padre, muerto honorablemente en la guerra, había delegado la gestión de su patrimonio. Jamás uno de sus clientes de la pequeña librería en la que había trabajado durante años habría podido imaginar que aquel hombre solitario, que además vivía en la parte más pequeña de una casa de la que era propietario, tenía semejante fortuna.
Cuántos pabellones hospitalarios habrían podido tener su nombre grabado en sus frontispicios, cuántas fundaciones habrían podido honrarlo, si no hubiera impuesto como una condición a su generosidad permanecer en el anonimato. Y sin embargo, a los sesenta y dos años, ante una simple flor, no podía resistirse a bautizarla con su nombre.
La rosa pálida se llamaría Glover. La única excusa que se le ocurría era que no tenía descendencia. Así que, finalmente, sería el único modo de que su nombre perviviera.
John puso la flor en un jarrón y la llevó al invernadero. Miró la fachada blanca de su casa de campo, feliz por vivir allí un retiro merecido después de años de trabajo. El gran jardín acogía la primavera en todo su esplendor. No obstante, en medio de tanta belleza, añoraba a la única mujer a la que había amado, con la misma discreción con la que había vivido. Algún día, Yvonne se reuniría con él en Kent.
Los niños despertaron a Antoine. Apoyado en la barandilla de la escalera, miró al salón del piso de abajo. Louis y Emily se habían preparado un desayuno que devoraban de buena gana, sentados a los pies del sofá. Los dibujos animados acababan de empezar, lo que le proporcionaba a Antoine unos cuantos minutos de tranquilidad. Intentando que no se dieran cuenta de su presencia, dio un paso atrás, disfrutando ya del suplemento de sueño que se le ofrecía. Antes de abandonarse de nuevo en su cama, entró en la habitación de Mathias y vio que la cama estaba intacta. La risa de Emily llegaba desde el salón. Antoine deshizo la cama, cogió el pijama colgado en la percha del baño y lo puso a la vista en una silla. Volvió a cerrar discretamente la puerta y regresó a sus habitaciones.
Sin su abrigo, no llevaba encima ni la cartera, ni el teléfono; inquieto, Mathias empezó a rebuscar en los bolsillos de su pantalón dinero con el que pagar la cuenta. Notó un billete con la punta de los dedos. Aliviado, le entregó el billete de veinte libras esterlinas al camarero y esperó su cambio.
El joven le devolvió quince monedas y recuperó el diario, no sin preguntarle a Mathias si había buenas noticias. Mathias, al tiempo que se levantaba, le dijo que sólo leía tamul, y que el hindi todavía se le resistía.
Era hora de volver, Audrey debía de estar esperándolo en su casa. Volvió a hacer el camino por el que había venido, hasta que comprendió, en la primera intersección, que estaba totalmente perdido. Girando sobre sí mismo mientras buscaba la placa con el nombre de la calle o un edificio que pudiera reconocer, llegó a la conclusión de que, al haber llegado de noche, una vez guiado por Audrey y otra en taxi, no tenía forma alguna de volver a encontrar su dirección.
Sintió que el pánico se apoderaba de él y le pidió ayuda a un peatón. El hombre, elegante, llevaba una barba blanca y un turbante muy bien anudado sobre la frente. Si el Peter Sellers de El Guateque hubiera tenido un hermano, estaría justo delante de él.
Mathias buscó una casa de tres pisos, cuya fachada era de ladrillos rojos; el hombre lo invitó a mirar a su alrededor. Las calles vecinas estaban bordeadas por casas de ladrillos rojos, y como en muchas ciudades inglesas, todas eran perfectamente idénticas.
– I am so lost -anunció Mathias con aire desamparado.
– Oh yes, sir -respondió el hombre, remarcando las «r»-, don't worry too much, we are all lost in this big world…
Le dio una palmadita amistosa en el hombro y siguió su camino.
Antoine dormía apaciblemente hasta que dos balas de cañón cayeron en su cama: Louis le tiraba del brazo izquierdo, y Emily, del derecho.
– ¿Papá no está en su habitación? -preguntó la pequeña.
– No -respondió Antoine al tiempo que se erguía-, se ha ido a trabajar muy pronto esta mañana. Hoy me ocupo yo de los monstruos.
– Lo sé -repuso Emily-, he ido a su habitación, y ni siquiera se ha hecho la cama.
Emily y Louis pidieron permiso para ir en bicicleta por la acera, después de jurar que no bajarían a la calzada y que serían muy prudentes. Los coches sólo pasaban muy raramente por aquella callejuela, así que Antoine les dio su permiso. Y mientras bajaban la escalera corriendo, él se puso el pijama y fue a prepararse el desayuno. Podía vigilarlos por la ventana de la cocina.
Solo, en medio del barrio de Brick Lane, con el poco dinero que le quedaba en el fondo de su bolsillo, Mathias se sentía verdaderamente perdido. En la esquina de la calle, una cabina telefónica lo esperaba con los brazos abiertos. Se precipitó a su interior, dejó las monedas sobre el aparato antes de introducir una febrilmente en la ranura. Desesperado, marcó el único número londinense que se había aprendido de memoria.