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Hal Clement

Misión de gravedad

Título originaclass="underline" Mission of Gravity

Traducción: Carlos Gardini - 1954

Ediciones B.S.A.

1 — TORMENTA DE INVIERNO

El viento cruzaba la bahía como si fuera un ser viviente. Rasgaba la superficie en jirones, resultando difícil discernir dónde terminaba el líquido y dónde comenzaba la atmósfera; levantaba olas donde el Bree habría zozobrado como una astilla, para disolverlas a continuación en impalpable espuma antes de que se hubieran elevado medio metro.

Pese a estar encaramado en la balsa de popa del Bree, Barlennan sólo recibía la espuma, ya que la nave permanecía a buen recaudo en la costa.

Barlennan no era supersticioso; sin embargo, estando tan cerca del Borde del Mundo era imposible prever lo que ocurriría. Aun sus tripulantes, que no eran precisamente imaginativos, demostraban cierta inquietud. Mascullaban que allí reinaba la mala suerte: lo que vivía más allá del Borde y enviaba esas temibles borrascas invernales que se internaban miles de kilómetros en el Mundo no debía de querer que lo molestaran. Cada accidente provocaba nuevos cuchicheos, y los accidentes ocurrían a menudo. Para el capitán era obvio que cualquiera podía cometer un error cuando pesaba un kilo en vez de los habituales doscientos cincuenta; pero, al parecer, se necesitaba cierta educación o, al menos, el hábito del pensamiento lógico para darse cuenta de ello.

Incluso Dondragmer, que no era ningún tonto… Barlennan tensó su largo cuerpo y casi rugió una orden antes de comprender lo que sucedía a dos balsas de distancia. Al parecer, el primer piloto había escogido ese momento para revisar uno de los mástiles, aprovechando la falta de peso para saltar hacia arriba desde la cubierta. Pese a que la mayoría de los tripulantes del Bree se habían habituado a esas triquiñuelas, era un espectáculo sensacional verle en lo alto, apoyado precariamente en sus seis patas traseras. Pero no era esto lo que impresionaba a Barlennan. Pesando un kilogramo, si uno no se aferraba a algo, echaba a volar al primer soplo de brisa; y nadie podía aferrarse a nada con seis patas que servían para caminar. Cuando llegara esa tormenta… Pero, aunque el capitán hubiera gritado a todo pulmón, ya era imposible lograr que se oyera una orden. Había empezado a reptar hacia la escena cuando vio que el primer piloto había sujetado algunas cuerdas al arnés y la cubierta, y que estaba amarrado con tanta firmeza como el mástil en el que trabajaba.

Barlennan se relajó. Sabía por qué Dondragmer lo había hecho: un mero acto de desafío a lo que provocaba esa tormenta, y un modo de inculcar esa actitud a la tripulación. «Buen sujeto», pensó Barlennan, mirando nuevamente hacia la bahía.

Ningún testigo habría podido distinguir dónde estaba la línea de la costa. Un torbellino enceguecedor de espuma blanca y arena blancuzca lo ocultaba todo en cien metros a la redonda del Bree, ahora incluso resultaba difícil ver la nave, pues los goterones de metano repiqueteaban como balas, empañándole la corteza ocular. Al menos la cubierta seguía aún firme como una roca; a pesar de su liviandad, la nave no parecía a punto de echar a volar. «No tiene por qué», pensó sombríamente el capitán, recordando las veintenas de cables amarrados a las anclas hundidas y a los árboles bajos que tachonaban la playa. No tenía por qué, en efecto, pero no sería la primera nave que desaparecía al aventurarse tan cerca del Borde. Tal vez los recelos de la tripulación acerca del Volador tenían alguna justificación. A fin de cuentas, aquella extraña criatura le había persuadido de establecerse durante el invierno, aunque sin prometer ninguna protección para la nave y los tripulantes. Aun así, si el Volador quería destruirlos, podía hacerlo con facilidad y certeza sin necesidad de seducirlos con una treta. Si esa enorme estructura donde viajaba se montaba sobre el Bree, aun allí, donde el peso significaba tan poco, quedaría poco que decir. Barlennan pensó en otros asuntos para ahuyentar el normal horror mesklinita a permanecer un solo instante bajo algo sólido.

Los tripulantes se habían refugiado bajo los paños de cubierta, y hasta el piloto dejó de trabajar cuando llegó la borrasca. Todos estaban presentes; Barlennan había contado las protuberancias que jalonaban la tela protectora mientras aún podía ver la nave entera.

Los cazadores no habían salido, pues ningún marinero necesitó la advertencia del Volador sobre la proximidad de la tormenta. Ninguno de ellos se había alejado más de ocho kilómetros de la nave en los últimos diez días, y ocho kilómetros no era distancia para viajar con ese peso.

Tenían provisiones en abundancia; Barlennan no era tonto, y hacía lo posible para no contratar tontos. De todas formas, prefería los alimentos frescos. Se preguntó cuánto tiempo estarían varados por culpa de esa tormenta; las señales no indicaban eso, aunque anunciaban con claridad la proximidad de la perturbación. Quizás el Volador lo supiera.

En todo caso, ya no podía hacer nada más con la nave, así que tendría que hablar con aquella extraña criatura. Barlennan afín sentía un escozor de incredulidad cada vez que miraba el artilugio que le había dado el Volador, y nunca se cansaba de comprobar sus poderes.

Lo guardaba bajo una tela protectora en la balsa de popa. Era un bloque sólido de casi ocho centímetros de longitud y unos cuatro de anchura y altura. En la superficie plana de un extremo tenía una zona transparente que parecía un ojo y que al parecer funcionaba como tal. Aparte de ese rasgo, sólo presentaba un orificio redondo en uno de los lados largos. El bloque estaba apoyado con la cara hacia arriba, y el «ojo» se proyectaba ligeramente bajo la tela del refugio. El paño volaba a favor del viento, así que la tela se adhería a la chata superficie superior de la máquina.

Barlennan introdujo un brazo bajo el paño, buscó el orificio a tientas e insertó su pinza.

Dentro no había partes móviles, como interruptores o botones, pero eso no le molestaba.

Nunca había visto artilugios semejantes, así como no había visto relés térmicos, fotónicos o de capacidad. Sabía, por experiencia, que si insertaba algo opaco en el orificio, el Volador se enteraba, y también sabía que era inútil devanarse los sesos para averiguar de qué forma lo hacía. «Es como enseñar navegación a un bebé de diez días», pensaba a veces con desconsuelo. La inteligencia estaba allí — al menos era reconfortante creerlo—, pero faltaban años de experiencia.

— Habla Charles Lackland — dijo abruptamente la máquina, interrumpiendo sus cavilaciones —. ¿Eres tú, Barl?.

— Habla Barlennan, Charles — respondió el capitán en el idioma del Volador, pues ya empezaba a dominarlo.

— Me alegra tener noticias tuyas. ¿Teníamos razón en cuanto a esa ligera brisa?

— Vino cuando tú lo predijiste. Aguarda un instante… Sí, trae nieve. No lo había notado.

Aún no veo polvo.

— Llegará. Ese volcán debe de haber vomitado en el aire quince kilómetros cúbicos de polvo, que ha estado propagándose durante días.

Barlennan no respondió. El volcán en cuestión aún era tema de controversia entre ellos, pues estaba situado en una comarca de Mesklin que, según los conocimientos geográficos de Barlennan, no existía.

— Me preguntaba cuánto durará esta tormenta, Charles. Creo que tu gente puede verla desde arriba y que debería conocer la extensión.

— ¿Ya estáis en apuros? El invierno apenas empieza. Os faltan miles de días para salir de allí.

— Lo sé. Tenemos mucha comida, pero en ocasiones queremos comer algo fresco, y nos gustaría saber de antemano cuando podremos enviar una partida de caza.

— Entiendo. Me terno que tendréis que planearlo con cuidado. Yo no estuve aquí el invierno pasado, pero me parece que en esta época las tormentas de la zona son prácticamente continuas. ¿Alguna vez estuviste en el ecuador?