En los escasos minutos que duró esta deliberación, el sol despuntó nuevamente sobre el horizonte; a una señal de Barlennan, el terrícola hizo girar el tanque noventa grados y avanzó por el borde del valle, por debajo de la cerca de rocas. Lackland había echado un vistazo a la ciudad antes de arrancar, y no vio indicios de vida; sin embargo, mientras el tanque y el remolque se ponían en movimiento, aparecieron más cabezas en las pequeñas puertas, mucho más que antes. Lackland se concentró en conducir el vehículo, seguro de que los habitantes continuarían allí cuando él estuviera en libertad de examinarlos con mayor atención. Realizó su tarea durante los pocos días requeridos para llevar el trineo hasta el otro lado del valle; luego desengancharon el cable de remolque y el morro del tanque apuntó cuesta abajo.
Prácticamente no era necesario guiarlo; el vehículo seguía el curso del primer canal que encontraron, y bajó por sí solo hasta el espacio que Lackland había llegado a considerar — sin ninguna justificación— como la plaza de la ciudad. Lo seguía la mitad de la tripulación del Bree, el resto, al mando del segundo oficial, se quedó a custodiar el barco.
Barlennan, como de costumbre, viajaba en el techo del tanque, con buena parte de la pequeña provisión de mercancías apilada a sus espaldas.
El sol del amanecer estaba detrás de ellos cuando se acercaron a ese lado del valle, así que la visión era diáfana. Había mucho para ver; algunos de los habitantes de la ciudad salieron totalmente de sus refugios cuando se acercaron los forasteros.
Al acortarse la distancia, un hecho resultó evidente; a pesar de las apariencias, las criaturas del valle no pertenecían a la raza de Barlennan. Eran similares el cuerpo, las proporciones, la cantidad de ojos y miembros, pero los habitantes del valle tenían tres veces la longitud de los viajeros del lejano sur, se extendían un metro y medio sobre el suelo de piedra de los canales, con una anchura y grosor proporcionales.
Algunos de aquellos seres habían erguido el tercio frontal de su cuerpo, en un manifiesto esfuerzo por ver mejor a medida que se aproximaba el tanque: un acto que los diferenciaba de la gente de Barlennan tanto como el tamaño. Oscilaban un poco al mirar, como las serpientes que Lackland había visto en los museos de la Tierra. Excepto por este vaivén apenas perceptible, no se movieron mientras el extraño monstruo de metal descendía par el canal, desapareciendo a medida que las paredes que formaban los hogares de los habitantes se elevaban hasta alcanzar el techo del vehículo en ambos costados, finalmente, el tanque llegó al espacio central abierto de la ciudad, a través de Un callejón con anchura apenas suficiente para contenerlo.
Si hablaban, lo hacían con voz demasiado, queda para que Lackland o Barlennan les oyeran; ni siquiera se veían los gestos con pinzas que entre los mesklinitas que Lackland conocía reemplazaban a menudo la conversación verbal. Las criaturas simplemente esperaban y observaban.
Los marineros rodearon el tanque ocupando el escaso espacio disponible — Lackland acababa de salir del callejón— y miraron en silencio a los nativos. Las viviendas, para ellos, consistían en paredes de ocho centímetros de altura, con techos de tela para protegerse de la intemperie; la idea de cubrirse con material sólido era totalmente exótica.
Si no hubieran visto con sus propios ojos a los moradores de aquellos extraños edificios, los hombres de Barlennan habrían tomado la ciudad gigante por una especie de formación natural.
El capitán no quería perder tiempo, iba a comerciar con aquellas gentes, y, si no querían comerciar, iba a continuar la marcha. Para sorpresa de Lackland, decidió arrojar las mercancías desde el techo, ordenando a sus hombres que pusieran manos a la obra.
Éstos obedecieron, una vez que finalizó la lluvia de paquetes. Barlennan saltó al suelo después del último bulto, hecho que no parecía molestar en absoluto a los callados gigantes, y participó en la tarea de preparar las mercancías. El terrícola observó con interés.
Había fardos de lo que parecían telas de diversos colores, bultos que parecían raíces secas o trozos de cuerda, jarras diminutas con tapa y otras grandes y vacías, y toda una atractiva y variada exposición de objetos cuya utilidad, en general, él desconocía.
Ante la exhibición de aquel material, los nativos empezaron a acercarse, aunque Lackland no pudo discernir si con aire curioso o amenazador. Ninguno de los marineros demostraba aprensión: habían adquirido cierta habilidad potra reconocer estas emociones en los de su especie. Cuando concluyeron los preparativos, un anillo casi sólido de nativos rodeaba el tanque. El camino por donde habían llegado era la única dirección que no estaba bloqueada por los largos cuerpos. El silencio persistente de aquellos extraños seres comenzaba a molestar a Lackland. Barlennan, en cambio, permanecía indiferente al silencio, o al menos sabía disimular sus sentimientos. Escogió a un individuo de la multitud, sin valerse de un método particular de selección, e inició su programa de venta.
Lackland no pudo comprender cómo se las apañaba. El capitán había dicho que no esperaba que esas gentes entendieran su idioma, pero hablaba; sus gestos no significaban nada para Lackland, aunque los usaba pródigamente. El observador alienígena no entendía cómo lograba transmitir un mensaje inteligible, pero parecía que Barlennan tenía cierto éxito. El problema era que Lackland, en sus pocos meses de relación con las extrañas criaturas, no había conseguido comprender gran cosa de su psicología, cosa que no se le podía echar en cara, pues años después los profesionales aún seguían desconcertados. Buena parte de los actos y gestos de los mesklinitas estaban conectados con el funcionamiento de sus cuerpos, y su significación, para miembros de la misma especie, era automáticamente clara. Aquellos seres gigantescos, pese a no pertenecer a la misma raza de Barlennan, eran de constitución similar, y la comunicación no presentaba el problema que Lackland daba por sentado.
Al poco, un gran número de criaturas salieron de sus hogares con diversos artículos que aparentemente deseaban trocar, y otros tripulantes del Bree participaron activamente en los regateos. Esto continuó mientras el sol surcaba el cielo y durante el período de oscuridad. Barlennan pidió a Lackland que les iluminara con el tanque. Si la luz artificial molestaba o sobresaltaba a los gigantes, ni siquiera Barlennan pudo detectar indicios de tal cosa. Todos estaban concentrados en sus negocios; y, en cuanto alguien se libraba de lo que tenía o adquiría lo que deseaba, se retiraba dejando el lugar a otro. El resultado natural fue que las restantes mercancías de Barlennan tardaron varios días en cambiar de manos, y los artículos recién adquiridos se transfirieron al techo del tanque.
La mayoría de esas cosas eran tan extrañas para Lackland como lo habían sido los materiales originales, pero dos le llamaron especialmente la atención. Ambas parecían animales vivos, aunque no pudo discernir bien los detalles a causa de su reducido tamaño. Se diría que estaban domesticados, ya que permanecían agazapados al lado de los marineros que los habían adquirido, sin manifestar deseos de alejarse. Lackland sospechó — correctamente— que los marineros esperaban adiestrar a aquellas criaturas para hacerles probar alimentos vegetales dudosos.
— ¿Habéis terminado con vuestros trueques? — preguntó, cuando el último habitante se alejó del tanque.
— No podemos hacer más — replicó Barlennan —. No nos queda nada que trocar. ¿Tienes alguna sugerencia, o deseas continuar el viaje?