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— ¿Dónde?

— En el… Bien, supongo que os referís al ecuador cuando habláis del Borde.

— No, nunca estuve tan cerca e ignoro si alguien podría acercarse más. Creo que si nos internáramos más en el mar, perderíamos todo peso y echaríamos a volar.

— Bien, si te sirve de consuelo, te equivocas. Si continuaras viaje, tu peso aumentaría de nuevo. Ahora te encuentras en pleno ecuador, el sitio donde el peso es menor. Por eso estoy aquí. Empiezo a comprender por qué no quieres creer que hay tierras mucho más al norte. Pensaba que no nos entendíamos por problemas idiomáticos. Quizás ahora tengas tiempo para describirme tus ideas sobre la naturaleza del mundo. O quizá tengas mapas.

— Tengo un Cuenco en la balsa de popa, desde luego. Pero me temo que ahora no podrás verla, pues el sol acaba de ponerse y Esstes no da luz suficiente para ver a través de estas nubes. Cuando salga el sol te la mostraré. Mis mapas planos no servirían de mucho, ya que ninguno de ellos abarca territorio suficiente para dar una buena imagen.

— De acuerdo. Pero mientras esperamos el amanecer puedes darme una idea verbal.

— En la escuela me enseñaron que Mesklin es un cuenco grande y hueco. La parte donde vive la mayoría de la gente está cerca del fondo, el punto donde el peso es mayor.

Los filósofos entienden que el peso es causado por el tirón de una enorme placa chata, situada en el lugar donde se apoya Mesklin; cuanto más nos acercamos al Borde, menos pesamos, porque nos alejamos de esa placa. Nadie sabe sobre qué se apoya la placa, aunque hemos oído muchas creencias raras acerca de ese tema entre las razas menos civilizadas.

— Yo diría que, si tus filósofos están en lo cierto, irías cuesta arriba cada vez que te alejaras del centro y todos los océanos correrían hacia el punto más bajo — exclamó Lackland —. ¿Alguna vez les preguntaste eso a tus filósofos?

— Cuando era pequeño vi una imagen completa. El diagrama del profesor mostraba muchas líneas que ascendían desde la placa y se curvaban para encontrarse por encima del centro de Mesklin. Atravesaban el cuenco de forma recta y no oblicua, a causa de la curva. El profesor dijo que el peso operaba a lo largo de las líneas y no de forma recta y descendente en dirección a la placa — replicó el capitán —. No lo entendí del todo, pero parecía funcionar. Dijo que la teoría estaba demostrada, ya que las distancias medidas en los mapas concordaban con lo que debían ser según la teoría. Eso lo entiendo y parece sensato. Si la forma no fuera como ellos piensan, las distancias no coincidirían en cuanto te alejaras del punto estándar.

— Correcto. Veo que tus filósofos son versados en geometría. Sin embargo, no entiendo por qué no han comprendido que hay dos formas de resolver el problema de la distancia.

A fin de cuentas, ¿no ves que la superficie de Mesklin se curva hacia abajo? Si tu teoría fuera cierta, el horizonte estaría encima de ti. ¿Qué dices a eso?

— ¡Oh, lo está! Por eso, aun las tribus más primitivas saben que el mundo tiene forma de cuenco. Sólo se ve distinto aquí, cerca del Borde. Creo que está relacionado con la luz.

En definitiva, el sol sale y se pone aquí incluso en verano, y no me sorprende que las cosas presenten un aspecto un poco raro. Vaya, si hasta parece que el… horizonte, así lo llamaste, ¿no? Bien, parece que el horizonte está más cerca del norte y el sur, que del este y el oeste. Se ve una nave a mucha mayor distancia hacia el este o el oeste. Es la luz.

— Hum. Tu argumento me resulta algo difícil de rebatir en este momento. — Barlennan no estaba tan familiarizado con el idioma del Volador cromo para detectar el tono irónico.

Nunca estuve en la superficie lejos del… Borde… y personalmente no puedo estar. No sabía que allí las cosas se vieran tal como tú las describes y, por el momento, no entiendo por qué es así. Espero verlo cuando recibas ese aparato de radiovisión en nuestro pequeño encuentro.

— Me deleitará oír tu explicación acerca de por qué nuestros filósofos están equivocados — respondió Barlennan cortésmente —. Cuando estés preparado, desde luego. Entretanto, sigo deseando saber si puedes informarme acerca de cuándo habrá una pausa en la tormenta.

— Tardaré unos minutos en recibir un informe de la estación de Toorey. Te llamaré al amanecer. A esa hora podré darte el pronóstico y habrá luz suficiente para que me muestres el Cuenco. ¿De acuerdo?

— Excelente. Esperaré.

Barlennan se agazapó junto a la radio mientras la tormenta aullaba en derredor. Los goterones de metano que se estrellaban contra su espalda blindada no le molestaban.

Golpeaban con más fuerza a mayor altitud. En ocasiones se sacudía para expulsar la pátina de amoníaco que se acumulaba en la balsa, pero aun eso era una molestia menor, al menos hasta ahora. A mediados del invierno, dentro de cinco o seis mil días, el amoníaco se derretiría a pleno sol, y poco después se congelaría de nuevo. La idea era alejar el líquido de la nave — o la nave del líquido— antes de la segunda helada, pues de lo contrario los tripulantes de Barlennan tendrían que arrancar doscientas balsas de la playa.

El Bree no era un barco fluvial, sino una nave oceánica.

El Volador tardó sólo los escasos minutos prometidos en obtener la información, y su voz resonó una vez más en el diminuto artefacto mientras el levante alumbraba las nubes de la bahía.

— Me temo que yo tenía razón, Barl. No hay pausa a la vista. El casquete de hielo se está derritiendo en casi todo el hemisferio norte, un término que para ti no significa nada.

Las tormentas suelen durar todo el invierno. En las latitudes meridionales más altas llegan por separado porque se dividen en células muy pequeñas al alejarse del ecuador, por efecto de la desviación de Coriolis.

— ¿De qué?

— La misma fuerza que hace que los proyectiles que arrojas viren tanto hacia la izquierda… Al menos, aunque nunca lo he visto en estas condiciones, es lo que debería ocurrir en este planeta.

— ¿Qué es «arrojar»?

— Bien, «arrojar» es coger un objeto, alzarlo e impulsarlo lejos de ti para que viaje cierta distancia antes de chocar contra el suelo.

— En los países razonables no hacemos eso. Aquí podemos hacer muchas cosas que allá son imposibles o muy peligrosas. Si yo «arrojara» algo en mi país, podría caer sobre alguien…, muy probablemente, sobre mí.

— Pensándolo bien, eso sería malo. Ahí tenéis tres G, lo cual ya es bastante; en los polos hay casi setecientas. Aun así, si hallaras algo tan pequeño como para que tus músculos pudieran arrojarlo, ¿por qué no podrías atajarlo, o al menos resistir el impacto?

— La situación me resulta difícil de imaginar, pero creo saber la respuesta. No hay tiempo. Si sueltas algo, arrojándolo o no, choca contra el suelo en un santiamén.

— Entiendo…, o creo entender. Dábamos por sentado que teníais una reacción temporal acorde con vuestra gravedad, pero veo que eso es puro antropocentrismo. Creo que lo entiendo.

— Lo que pude entender de tu charla me parece razonable. Es evidente que somos distintos, y quizá nunca comprendamos cuánto. De cualquier modo, al menos somos tan parecidos como para conversar… y llegar a lo que espero sea un acuerdo mutuamente provechoso.

— Ya lo creo. Por cierto, para ello tendrás que darme una idea de los sitios a los que quieres ir, y yo tendré que señalar en tus mapas el sitio a donde quiero que vayas.

¿Podemos echar una ojeada a ese Cuenco? Ya hay luz suficiente para el visor.

Barlennan se dirigió hacia un lugar de la balsa cubierto por una tienda más pequeña, aferrándose a las cornamusas. Abrió la tienda y la plegó, exponiendo una zona libre de la cubierta; luego regresó, sujetó cuatro cables alrededor de la radio, los fijó a cornamusas situadas estratégicamente, alzó la tapa de la radio y empezó a desplazarla por la cubierta.