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— Lo lamento, Charles. No sabía de que estaban hechas tus ventanillas, y en ningún momento pensé que nuestra nube de llamas construyera un peligro para tu gran máquina.

Tendré mas cuidado la próxima vez. El combustible es un polvo que obtenemos de ciertas plantas. Lo encontramos en forma de grandes cristales y tenemos que triturarlos con mucho cuidado, lejos de la luz.

Lackland cabeceó, digiriendo esta información. Sus conocimientos químicos eran escasos pero suficientes para comprender la naturaleza de ese combustible.

Fotocombustión… hidrógeno ardiendo en una nube blanca… manchas negras en la nieve… Por lo que sabia, solo podía tratarse de una cosa. El cloro es sólido a la temperatura de Mesklin y se combina violentamente con el hidrógeno; en cuanto al cloruro de hidrógeno, es blanco cuando esta en forma de polvo fino; y la nieve de metano que hirviera en el suelo también cedería su hidrógeno al voraz elemento, dejando carbono.

¡Vaya flora la de ese mundo! Debía presentar otro informe a Toorey, o quizá le conviniera reservarse ese bocado por si Rosten se enfadaba de nuevo.

— Lamento mucho haber puesto el tanque en peligro. — Barlennan aún parecía ansioso por disculparse —. Quizá debamos dejar que tu cañón se encargue de esas criaturas. Tal vez incluso puedas enseñarnos a utilizarlo. ¿Esta construido especialmente para funcionar en Mesklin, como las radios?

El capitán se pregunto si no habría ido demasiado lejos con su sugerencia, pero decidió que había valido la pena. No pudo ver ni interpretar la sonrisa con que Lackland le respondió.

— No, el cañón no fue adaptado para este mundo, Barlennan. Funciona bastante bien aquí, pero me temo que en tu país no tendría ninguna utilidad. — Cogió una regla de cálculos y luego añadió otra frase —. En vuestro polo, esta cosa dispararía a lo sumo a cincuenta metros.

Barlennan calló, defraudado. Los mesklinitas se pasaron varios días descuartizando el monstruo sacrificado, y Lackland rescató el caparazón como nueva protección contra las iras de Rosten. A continuación, la caravana reanudo la marcha.

Kilómetro a kilómetro, día tras día, el tanque y el remolque seguían avanzando. Aun avistaban las ciudades de aquellos gigantescos nativos. Dos o tres veces recogieron alimentos para Lackland, dejados en su trayecto por el cohete; con frecuencia se topaban con animales grandes, algunos como el que habían matado con el fuego de Barlennan, otros muy diferentes en tamaño y configuración. En dos ocasiones, la tripulación cazó herbívoros gigantes con las redes, despertando la admiración de Lackland. La diferencia de tamaño era mucho mayor que la existente entre los elefantes de la Tierra y los pigmeos africanos.

La zona era cada vez mas accidentada, y el río, que ellos habían bordeado intermitentemente durante cientos de kilómetros, se encogía y se dividía en muchos arroyos pequeños. Dos de esos tributarios resultaron difíciles de cruzar, y tuvieron que desenganchar el Bree del trineo para arrastrarlo a flote con una cuerda, mientras el tanque y el trineo avanzaban bajo la superficie por el lecho del río. Ahora, sin embargo, los arroyos eran tan angostos que el trineo los superaba en anchura y no sufrieron mas demoras.

Por fin, a dos mil kilómetros de los cuarteles de invierno del Bree y quinientos kilómetros al sur del ecuador, con Lackland agobiado por media gravedad más, los arroyos empezaron a seguir claramente el rumbo general de los viajeros. Lackland y Barlennan dejaron pasar varios días antes de mencionarlo, pues deseaban asegurarse, pero al fin ya no hubo dudas de que estaban en la divisoria de aguas que conducía al océano del este. La moral, que nunca había sido baja, mejoro notablemente. Varios marineros iban siempre encaramados al techo del tanque, anhelando ver el mar cada vez que llegaban a una cumbre. Incluso Lackland a veces cansado hasta el hartazgo, se sintió de mejor talante; y, si grande era su alivio, enormes fueron su alarma y su consternación cuando, de pronto, llegaron al borde de un precipicio: un descenso casi vertical de mas de veinte metros, que se extendía en ángulo recto con su trayectoria.

9 — SALTO AL VACÍO

Durante largos momentos guardaron silencio. Lackland y Barlennan, que habían estudiado a fondo las fotografías con que habían preparado el mapa del viaje, estaban atónitos. La tripulación, por su parte, aunque no carecía de iniciativa, tomo la decisión colectiva de dejar aquel problema en manos del capitán y de su amigo alienígena.

— ¿Cómo puede estar ahí? — dijo Barlennan —. Veo que no es alto, en comparación con la nave desde la que tomaron las fotografías, pero ¿no tendría que haber arrojado una sombra en el resto del paisaje, antes del ocaso?

— Si, Barlennan, y solo se me ocurre una explicación de por que lo pasamos por alto.

Cada foto, como recordaras, abarca muchos kilómetros cuadrados; una incluiría toda la comarca que vemos desde aquí, e incluso más. La foto que cubre esta zona se debió de tomar entre el amanecer y el mediodía, cuando no había suficiente sombra.

— Entonces, ¿este risco no supera el marco de la foto?

— Posiblemente, pero es inútil buscar respuesta a esa pregunta. El verdadero problema, puesto que el risco existe, es como continuar el viaje.

Ese interrogante produjo otro silencio, que duro un tiempo. El primer piloto lo rompió, sorprendiendo al menos a dos personas.

— ¿No sería aconsejable pedir a los amigos del Volador que averigüen a que distancia se extiende el risco a ambos lados? Quizá sea posible descender por un declive más suave sin desviarnos demasiado. Para ellos no sería difícil trazar nuevos mapas, si omitieron el risco en el primero.

Barlennan tradujo el comentario y Lackland enarco las cejas.

— Parece que tu amigo habla ingles, Barl, pues comprendió muy bien nuestra última conversación. ¿O tenéis algún método de comunicación que yo ignore?

Barlennan se volvió hacia el piloto, sobresaltado y confundido. No había comunicado su conversación a Dondragmer; evidentemente el Volador tenía razón: el piloto había aprendido algo de inglés. Lamentablemente, sin embargo, la otra pregunta también contenía algunas verdades; Barlennan estaba seguro de que muchos sonidos de su aparato vocal no eran audibles para el terrícola, aunque ignoraba la razón. Durante varios segundos vaciló, tratando de decidir si sería mejor revelar la aptitud de Dondragmer, el secreto de su comunicación, ambas cosas, o bien, en un alarde de destreza, ninguna de ellas. Barlennan hizo lo que pudo.

— Al parecer, Dondragmer es mas listo de lo que pensé. ¿Es verdad que has aprendido algo del idioma del Volador, Dondragmer? — Lo preguntó en ingles, y con una modulación que Lackland podía captar. A continuación, en los tonos más agudos de su propio idioma, añadió—: Di la verdad. Quiero ocultar todo el tiempo posible que podemos hablar sin que él nos oiga. Responde en el idioma de él, si puedes.

El piloto obedeció, aunque ni siquiera el capitán habría adivinado sus pensamientos.

— He aprendido mucho de tu idioma, Charles Lackland. No pensé que te opusieras.

— No me opongo en absoluto, Dondragmer. Estoy muy complacido, y admito que sorprendido. Con gusto te habría enseñado como a Barl si hubieras ido a la estación. Ya que aprendiste solo, supongo que comparando nuestras conversaciones con las actividades resultantes de tu capitán, te invito a participar. Tu sugerencia es atinada; llamare de inmediato a la estación Toorey.

El operador de la luna respondió de Inmediato, pues se mantenía una guardia constante en la frecuencia del transmisor principal del tanque, a través de varias estaciones de relé que giraban en el anillo exterior de Mesklin. Dijo que se realizaría una operación cartográfica cuanto antes.