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Eran iguales en forma, tamaño y coloración; y, cuando se acercaron al barco, emitieron ensordecedores ronquidos iguales a los que Lackland había oído a sus pequeños amigos.

Las canoas parecían fabricadas con troncos, convenientemente ahuecados para que solo asomaran las cabezas de los tripulantes; por la distribución, Lackland dedujo que iban tendidos dentro y que manejaban los remos con brazos provistos de pinzas.

Los artilleros acudieron a los lanzallamas de sotavento del Bree, aunque Barlennan dudaba que fueran de utilidad.

Toda oportunidad de hacer un uso efectivo del polvo flamígero desapareció cuando la flota de canoas se desperdigó para rodear el Bree. A una distancia de dos o tres metros se detuvieron, y se produjo un silencio que se prolongo durante un par de minutos. Para gran fastidio de Lackland, el sol se puso y no pudo ver lo que sucedía a continuación.

Pasó varios minutos tratando de descifrar el sentido de los extraños sonidos que le llegaban a través del equipo, pero el esfuerzo resultó infructuoso, pues ninguno de ellos articulaba palabras en un idioma que él conociera. Nada indicaba una actividad violenta; al parecer, ambas tripulaciones parloteaban tratando de comunicarse. Sin embargo, Lackland dedujo que no hablaban un idioma común, pues no parecía haber una conversación sostenida.

Al amanecer, Lackland descubrió que durante la noche se habían producido algunas novedades. El Bree, que debería haberse alejado corriente abajo, aún permanecía frente a la aldea. Y ya no flotaba en medio del río, sino a pocos metros de la orilla. El terrícola se disponía a preguntar a Barlennan por que corría semejante riesgo y como había logrado maniobrar, cuando se tornó evidente que el capitán estaba tan sorprendido como él ante el giro de los acontecimientos.

Con expresión de fastidio, Lackland se volvió hacia uno de los hombres que tenía al lado.

— Barlennan se ha metido en problemas. Se que es un tío listo, pero debe recorrer más de cincuenta mil kilómetros y no me gusta verlo en un atolladero en los primeros cien.

— ¿No vas a ayudarle? Hay dos mil millones de dólares en juego, por no mencionar la reputación de muchos.

— ¿Que quieres que haga? Solo podría darle consejos, y, dadas las circunstancias, está mas capacitado que yo para evaluar la situación. Es evidente que puede verla mejor, por no mencionar que esta tratando con gentes como él.

— Por lo que veo, son tan similares a el como los isleños de los mares del Sur al capitán Cook. Admito que parecen de la misma especie, pero ¿qué pasara si son caníbales, por ejemplo? Tu amigo puede estar en un brete.

— Aún suponiendo que así sea, no puedo ayudarlo. ¿Cómo disuades a un caníbal de engullir un apetitoso manjar cuando no conoces su idioma y ni siquiera lo tienes adelante?

¿Que atención prestara a una cajita cuadrada que le habla en un idioma extraño?

El otro enarco las cejas.

— No soy adivino para predecirlo pero, en tal caso, creo que estaría demasiado asustado para hacer nada. Como etnólogo, te aseguro que hay razas primitivas de muchos planetas, nuestra Tierra incluida, que se inclinarían, bailarían y ofrecerían sacrificios ante una caja parlante.

Lackland digirió aquella observación en silencio, cabeceo pensativamente y se volvió hacia las pantallas.

Varios marineros habían cogido pértigas para tratar de regresar al centro del río, pero en vano. Dondragmer, tras echar una ojeada a las balsas externas informó que estaban en una jaula formada por estacas clavadas en el lecho del río y que sólo podrían salir remontando la corriente. Quizá no fuera coincidencia que la jaula tuviera el tamaño suficiente para acoger al Bree. Mientras Dondragmer enviaba su informe, las canoas se alejaron de los tres lados cerrados y se reunieron en el cuarto; los marineros, que habían oído el comentario del piloto y se disponían a usar las pértigas para avanzar corriente arriba, miraron a Barlennan esperando ordenes. Tras unos instantes de reflexión, Barlennan ordenó a los tripulantes que se dirigieran al otro extremo de la nave y reptó hacia el lado que quedaba frente a las canoas. Ya había deducido como habían movido el barco; aprovechando la oscuridad algunos remeros habían bajado de las canoas, habían nadado hasta situarse debajo del Bree y lo habían empujado hasta donde querían.

Aquello no le pareció sorprendente; él también podía sobrevivir un tiempo debajo de la superficie de un río o un océano, pues solían contener una buena dosis de hidrógeno disuelto. Lo que ignoraba era por que aquellas gentes querían el barco.

Mientras pasaba frente a uno de los depósitos de provisiones, alzó la tapa y cogió un trozo de carne. Lo llevo hasta el borde de la nave y lo ofreció a la multitud de silenciosos captores Oyó un chachareo ininteligible cuando éste cesó; una de las canoas se acercó y el nativo de la proa se estiro hacia la ofrenda. Barlennan dejó que se la llevara. Los nativos la observaron y comentaron; luego, el que parecía ser el jefe arranco un buen pedazo, pasó el resto a sus compañeros y consumió pensativamente la que se había quedado. Barlennan se sintió de mejor ánimo; el hecho de que la hubiera compartido sugería que aquellas gentes tenían un grado de desarrollo social. El capitán cogió otro trozo y lo ofreció como antes; pero, en esta ocasión, no dejo que se lo llevaran. Lo puso detrás de si, reptó hasta una de las estacas que aprisionaban la nave, la señaló, señaló el Bree y señaló el río. Estaba seguro de que se expresaba con claridad; sin duda los observadores humanos lo comprendían, a pesar de que no había utilizado ninguna palabra terrícola, Sin embargo el jefe no reaccionó. Barlennan repitió los gestos y terminó extendiendo de nuevo el trozo de carne.

Toda conciencia social que tuviera el jefe debía de estar limitada estrictamente a su propia comunidad, pues cuando el capitán extendió la carne por segunda vez, una lanza surgió como la lengua de un camaleón, ensarto la comida, la arrancó de la pinza de Barlennan y desapareció sin que ninguno de los atónitos marineros pudiera hacer nada por evitarlo. Luego, el jefe ladró una orden, y la mitad de los tripulantes de cada canoa brincaron hacia delante.

Los marineros no estaban acostumbrados al ataque aéreo y, además, se habían distendido cuando el capitán inició las negociaciones; en consecuencia, no hubo nada parecido a una pelea. El Bree fue capturado en menos, de tres segundos. Un comité encabezado por el jefe se puso a investigar los depósitos de alimentos y su satisfacción era evidente a pesar de la barrera idiomática. Barlennan observó consternado mientras sacaban la carne a cubierta, evidentemente dispuestos a trasladarla a una canoa, y por primera vez pensó que quizá pudiera pedir consejo a alguien más.

— ¡Charles! — exclamó, hablando inglés por primera desde el inicio del episodio —. ¿Has estado observando?

Lackland, entre angustiado y divertido, respondió de inmediato.

— Si, Barlennan. Sé lo que ocurre.

Estudio la reacción de los captores del Bree y no tuvo motivos para sentirse defraudado. El jefe, que miraba hacia el lado contrario de donde estaban las radios, se volvió como una serpiente de cascabel sobresaltado y comenzó a buscar el origen de aquella voz con un aire de desconcierto increíblemente humano. Un miembro de la tribu que estaba frente a las radios le indico aquella por donde Lackland había transmitido su mensaje; pero, después de tantear la caja impenetrable con el cuchillo y la lanza, el jefe rechazó aquella sugerencia. El terrícola escogió ese momento para hablar de nuevo.