Moviéndose con circunspección y sin tocar nunca una radio, los marineros prepararon una hamaca de cuerdas. Luego desplazaron el equipo desde una distancia «prudente», con pértigas, y maniobraron hasta que la hamaca estuvo en posición, debajo y alrededor del equipo. Cuando terminaron, entregaron respetuosamente a Barlennan uno de los asideros de la hamaca. A su vez, él llamo al jefe y, con aire de encomendarle algo precioso y frágil, le entrego la cuerda. Luego señaló a los consejeros y dio a entender que debían sujetar los otros asideros. Varios de ellos se acercaron con cierta timidez; el jefe designó a tres para compartir ese honor, y los demás retrocedieron.
Despacio y con cuidado, los porteadores llevaron la radio hasta el borde de la balsa más externa del Bree. La canoa del jefe se acercó, una embarcación larga y angosta que evidentemente era un árbol ahuecado. Barlennan la miró con desconfianza. El siempre había navegado en balsa, y las embarcaciones huecas le resultaban extrañas. Estaba seguro de que la canoa era demasiado pequeña para soportar el peso de la radio; por eso, cuando el jefe ordenó a la mayoría de los tripulantes bajar de la canoa, apenas pudo reprimir el equivalente a un meneo de cabeza. Pensaba que aquel aligeramiento sería insuficiente. Quedó mas que sorprendido cuando la canoa, al recibir la carga, apenas osciló un poco. Observó varios segundos, esperando que la embarcación y la carga se hundieran de golpe; pero nada de eso ocurrió, y era manifiesto que no ocurriría.
Barlennan era un oportunista, como lo había demostrado meses antes con su firme decisión de asociarse con el visitante terrícola y aprender su idioma. Esto era algo nuevo, y obviamente valía la pena aprenderlo. Si se podían construir naves que soportaran tanto peso en relación con su tamaño, aprender a construirlas era muy importante para una nación marítima. Lo lógico era adquirir una canoa.
Con cuidado y respeto, toco la radio, inclinándose para ello sobre la superficie del río.
Luego habló.
— Charles, voy a conseguir esta pequeña embarcación aunque tenga que regresar para robarla. Cuando termine mi discurso, por favor, responde… No importa lo que digas.
Convenceré a esta gente de que el bote que transporto la radio esta demasiado alterado para un uso normal, y de que debe ocupar el lugar de la radio en mi cubierta. ¿Vale?
— Mi educación me impulsa a desdeñar a los embaucadores (alguna vez te traduciré esa palabra), pero admiro tus agallas. Espero que te salgas con la tuya, Barl, pero no te arriesgues mas de la cuenta.
Guardo silencio y observo mientras el mesklinita aprovechaba esas pocas frases.
Aunque apenas recurría al idioma hablado, sus gestos eran razonablemente inteligibles para los seres humanos, y claros como el cristal para sus ex captores. Primero inspeccionó atentamente la canoa, y a regañadientes, dio a entender que era valiosa.
Luego desdeñó otra canoa que se había acercado, e indico a varios miembros de la tribu que aún se encontraban en la cubierta del Bree que se alejaran. Cogió una lanza que uno de los consejeros había dejado al ocupar su nueva posición, y dejo en claro que nadie debía acercarse a dicha distancia de la canoa.
Luego midió la canoa por longitudes de lanza, llevo el arma hasta donde antes estuviera la radio y, ostentosamente, despejo una zona de tamaño suficiente para albergar la embarcación; a una orden suya, varios tripulantes reordenaron las radios restantes a fin de dejar espacio para la nueva propiedad. Pudo haber intentado nuevas formas de persuasión, pero el ocaso interrumpió repentinamente esa actividad. Los moradores del río no pasaron la noche allí; cuando despunto el sol, la canoa con la radio estaba a metros de distancia, ya encallada en la costa.
Barlennan la miro con ansiedad. Casi todas las demás canoas también estaban en tierra y solo algunas continuaban rodeando el Bree. Habían acudido más nativos a la orilla, pero, para gran satisfacción de Barlennan, se limitaban a mirar y ninguno se acerco a la canoa cargada. Al parecer, les había causado bastante impresión.
El jefe y sus ayudantes descargaron su adquisición, mientras la tribu se mantenía a una distancia incluso mayor de la aconsejada por Barlennan. Llevaron la radio cuesta arriba; la multitud se apartó a uno y otro lado para dejarlos pasar y los siguió; durante largos minutos no hubo mas actividad. El Bree ya podría haber salido de su jaula, pues los tripulantes de las pocas canoas que quedaban en el río demostraban poco interés en la nave, pero el capitán no desistía fácilmente. Con la mirada fija en la costa, aguardó hasta que un numeroso grupo de largos cuerpos negros y rojos apareció en la orilla. Uno de ellos enfiló hacia la canoa; pero Barlennan notó que no era el jefe y emitió un ronquido de advertencia. El nativo se detuvo, y entonces se produjo un breve altercado que culminó en una serie de alaridos, los más estentóreos que Lackland le había oído a Barlennan. Poco después, el jefe apareció y se dirigió hacia la canoa; dos de los consejeros que habían ayudado a acarrear la radio la abordaron y bogaron hacia el Bree. Otra canoa los siguió a respetuosa distancia.
El jefe llegó hasta las balsas externas, en el punto donde habían cargado la radio, y desembarcó de inmediato. Barlennan había impartido sus ordenes en cuanto la canoa dejara la orilla; ahora, los marineros subieron la pequeña embarcación a bordo y la arrastraron hasta el espacio que le habían reservado, demostrando todavía gran reverencia. El jefe no aguardó a que culminara esa operación; se embarco en la otra canoa y regresó a la costa, mirando hacia atrás de vez en cuando. La oscuridad engulló la escena cuando él llegaba a la orilla.
— Tú ganas, Barl. Ojalá yo tuviera esa habilidad; sería mucho más rico de lo que soy, siempre y cuando lograra sobrevivir. ¿Esperarás hasta mañana para sacarles algo mas?
— ¡Nos marchamos ahora mismo! — replicó el capitán sin titubeos.
Lackland se alejó de la oscura pantalla y se dirigió a sus aposentos para dormir por primera vez en muchas horas. Habían transcurrido sesenta y cinco minutos — menos de cuatro días de Mesklin— desde que avistaran la aldea.
11 — EL OJO DE LA TORMENTA
El Bree se internó en el océano del este tan gradualmente que nadie notó cuando se produjo el cambio. El viento soplaba cada día más, y al fin la nave pudo usar las velas normalmente; el río se ensanchó metro a metro y kilómetro a kilómetro hasta que las orillas dejaron de ser visibles desde la cubierta. Aun era «agua dulce» — es decir, carecía de la vida bullente que tenía prácticamente todas las zonas oceánicas de matices variados y contribuía a dar a ese mundo un aspecto tan asombroso desde el espacio—, pero los marineros verificaban con gran satisfacción que el olor se acercaba.
Todavía navegaban rumbo al este, pues, según los informes de los Voladores, una larga península les cerraba el paso hacia el sur. El tiempo era favorable, y estarían bien informados sobre posibles cambios gracias a los extraños seres que los observaban con tanta atención. Aun había provisiones en abundancia a bordo, las suficientes para permitirles llegar hasta los ricos parajes del mar profundo. La tripulación se sentía feliz.
El capitán también estaba satisfecho. Había aprendido, en parte por sus propios exámenes y experimentos, y en parte por las explicaciones de Lackland, que una embarcación hueca como aquella canoa podía acarrear mas peso que una balsa del mismo tamaño. Ya estaba fraguando planes para construir una gran nave — quizá mayor que el Bree— que siguiera el mismo principio y pudiera trasladar en un viaje las ganancias de diez. El pesimismo de Dondragmer no lograba disipar ese sueño rosado; el piloto temía que hubiera alguna razón para que ellos no usaran esas naves, aunque no atinaba a dar con ella.
— ¡Se hundirá en cuanto empiece a soportar demasiado peso! — exclamó —. Puede estar bien para las criaturas del Borde, pero se necesita una balsa sólida allá donde las cosas son normales.