— El Volador dice que no — replico Barlennan —. Tu sabes tan bien como yo que el Bree no flota a mayor altura aquí que en nuestra patria. El Volador dice que es porque el metano también pesa menos, lo cual parece razonable.
Dondragmer no respondió; simplemente miró, con una expresión equivalente a una sonrisa complaciente, la resistente balanza compuesta de resorte y pesa de madera que constituía uno de los principales instrumentos de navegación de la nave. En cuanto esa pesa empezara a descender, estaba seguro, ocurriría algo que ni su capitán ni el Volador habían tenido en cuenta. No sabía de que se trataba, pero estaba seguro de ello.
La canoa, sin embargo, continuó flotando mientras la pesa ascendía lentamente. No flotaba a tanta altura como lo habría hecho en la Tierra, pues el metano líquido tiene la mitad de densidad que el agua; su línea de flotación, con la carga que llevaba, estaba a mitad de camino entre la quilla y la borda, de modo que quedaban diez centímetros invisibles bajo la superficie. Los otros diez centímetros de espacio libre no disminuían con el transcurso de los días, y el piloto parecía casi defraudado. Quizá Barlennan y el Volador tuvieran razón.
La balanza de resorte empezaba a indicar un descenso respecto de la posición cero — estaba preparada, por supuesto, para un lugar donde el peso era cientos de veces superior al terrícola—, cuando se rompió la monotonía. El peso era siete veces el de la Tierra. La llamada habitual de Toorey llego un poco tarde, y tanto el capitán como el piloto empezaban a preguntarse si todas las radios habrían sufrido un desperfecto. No llamaba Lackland, sino un meteorólogo a quien los mesklinitas ya conocían muy bien.
— Barl — dijo el meteorólogo sin preámbulos—, no sé que tormenta considerarás peligrosa, pues tengo entendido que poseéis bastante resistencia, pero se aproxima una que no me gustaría afrontar en una balsa de quince metros. Es un pequeño ciclón con una fuerza huracanada incluso para Mesklin, y en el curso de mil quinientos kilómetros que he observado hasta ahora ha revelado violencia suficiente para agitar el material de abajo y dejar una estela de color contrastante en el mar.
— Eso es suficiente para mí — replico Barlennan —. ¿Cómo la evito?
— Ahí esta el problema. No estoy seguro. Todavía se encuentra lejos de tu posición, y no sé si atravesará tu curso cuando estés en el punto peligroso. Aun hay un par de ciclones comunes por delante que alterarán tu curso y quizá también el de la tormenta. Te aviso ahora porque hay un grupo de islas bastante grandes ochocientos kilómetros al sureste, y quizá desees dirigirte hacia allá. La tormenta afectara las islas, pero parece haber buenos puertos naturales donde podrías poner el Bree a resguardo hasta que termine.
— De acuerdo. ¿Cuál es mi posición de mediodía?
Los hombres rastreaban la posición del Bree mediante la radiación de los visores, aunque era imposible ver la nave desde allende la atmósfera sin telescopio, y el meteorólogo no tuvo problemas en dar al capitán la orientación que deseaba. La tripulación ajusto las velas según los nuevos datos y el Bree cambio de curso.
El tiempo seguía despejado, aunque el viento era intenso y el sol trazaba un arco en el cielo, sin provocar mayores cambios en ninguno de esos factores. Poco a poco fue apareciendo una bruma alta que se espesó hasta el punto que el sol dejo de ser un disco dorado para transformarse en un raudo retazo de luz perlada. Las sombras perdieron definición y, finalmente, desaparecieron mientras el cielo se transformaba en una cúpula luminosa. Este cambio se produjo despacio, en un periodo de muchos días, y entretanto las balsas del Bree recorrieron muchos kilómetros.
Estaban a menos de doscientos kilómetros de las islas cuando la tripulación olvidó la tormenta para pensar en otro asunto. El color del mar había cambiado de nuevo, pero eso no molestaba a nadie; estaban habituados a verlo azul o rojo. Nadie esperaba indicios de tierra a esa distancia, pues las corrientes en general eran transversales y las aves que pusieron a Colón sobre aviso no existían en Mesklin. A veces, un cúmulo alto, como los que a menudo se forman sobre las islas, se avistaba a doscientos kilómetros; pero apenas se distinguía en la bruma que cubría el cielo. Barlennan se guiaba solo por sus cálculos y por la esperanza, pues las islas ya no eran visibles para los terrícolas.
No obstante, un extraño acontecimiento ocurrió en el cielo.
A gran distancia del Bree, desplazándose con un movimiento ondulante totalmente extraño para los mesklinitas, pero que les habría resultado muy familiar a los seres humanos, apareció una diminuta mancha negra. Al principio, nadie la vio; pero, cuando advirtieron su presencia, ya estaba demasiado cerca y demasiado alta para entrar en el campo visual de los aparatos. El primer marinero que la vio soltó el habitual ronquido de sorpresa, sobresaltando a los observadores humanos de Toorey pero sin brindarles ninguna pista. Cuando fijaron la atención en la pantalla, solo vieron a los tripulantes del Bree, con la parte frontal de su cuerpo de oruga erguida mientras escrutaban el cielo.
— ¿Que ocurre, Barl? — pregunto Lackland.
— No sé — respondió el capitán —. Por un instante pensé que tu cohete bajaba para guiarnos hacia las islas, pero es más pequeño y tiene una forma muy diferente.
— ¿Esta volando?
— Si, pero no hace ruido como tu cohete. Se diría que el viento lo arrastra, aunque se mueve de forma demasiado apacible y regular, además de ir en dirección contraria. No se como describirlo; tiene mas anchura que longitud, y parece un mástil fijado sobre un travesaño. No se me ocurre mejor descripción.
— ¿Podéis apuntar uno de los visores hacia arriba para que le echemos una ojeada?
— Lo intentaremos.
De inmediato, Lackland se comunicó por teléfono con uno de los biólogos.
— Lance, creo que Barl se ha topado con un animal volante. Estamos intentando echarle un vistazo. ¿Quieres venir a la sala de pantallas para decirnos de que se trata?
— Estaré allí enseguida.
La voz del biólogo se disipó al final de la frase; evidentemente, ya estaba saliendo de la habitación. Llegó antes de que los marineros hubieran instalado el equipo, pero se desplomó en una silla sin hacer preguntas. Barlennan hablaba de nuevo.
— Está sobrevolando el barco, a veces en línea recta y a veces en círculos. Cuando gira, se inclina; pero no sufre ningún otro cambio. Parece tener un cuerpo pequeño en la intersección de las dos varas…
Barlennan continuó con la descripción, pero el objeto era demasiado ajeno a su experiencia normal para que el mesklinita hallara símiles adecuados en un idioma extraño.
— Si aparece en pantalla, preparaos para entrecerrar los ojos — advirtió uno de los técnicos —. Voy a enfocarla con una cámara de alta velocidad, y tendremos que elevar muchísimo el brillo para obtener una buena exposición.
— Hay varas más pequeñas que se cruzan con la mas larga — prosiguió Barlennan—, y algo que parece una vela muy delgada estirada entre ellas. Ahora vuelve hacia nosotros, a muy baja altura… Creo que esta vez pasara frente a vuestro ojo.
Los observadores se pusieron rígidos, y la mano del fotógrafo se crispo sobre un interruptor de doble polaridad que, al cerrarse, activaría la cámara y aumentaría el brillo en la pantalla. Aunque estaba preparado, tardó en reaccionar, y los presentes echaron un buen vistazo antes de que el fogonazo les obligara a cerrar los ojos. Todos vieron suficiente.
Nadie habló mientras el técnico activaba el generador de frecuencia de revelado, rebobinaba la película, volvía la cámara montada hacia la pared de la habitación y encendía el proyector. Tenían suficiente tema de reflexión para distraerse durante los quince segundos que requirió esa operación.