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Aunque la madera de los mástiles era dura, estos se partieron. Dos tripulantes habían desaparecido, quizá por haberse atado con demasiado apresuramiento. El viento envolvió la nave, desprovista de mástiles, y la arrojo hacia el remolino; como una astilla indefensa, salió disparada por el chorro líquido que ahora empujaba el pequeño río hacia el interior de la isla. El viento continuó arrastrándola, ahora hacia el costado del río; y cuando la presión se elevo de nuevo, la marejada retrocedió tan rápidamente como había llegado.

Sin embargo, el tramo donde flotaba el Bree ya no tenía por donde ir excepto el cauce fluvial, y eso le llevo tiempo. Si hubiera durado la luz diurna, Barlennan habría podido guiar su maltrecha nave por esa corriente mientras aun flotaba; pero el sol se puso en ese instante, y encallaron sumidos en la oscuridad. La demora de pocos segundos fue suficiente; el líquido continuaba retrocediendo, y el sol, al regresar, asomó sobre un indefenso montón de balsas que estaban a veinte metros de un río demasiado angosto y con muy poca profundidad.

12 — JINETES DEL VIENTO

Desde Toorey habían visto buena parte de lo sucedido; los equipos de radio, al igual que la mayoría de los objetos más pequeños de la cubierta del Bree, permanecían en su sitio. No habían podido distinguir mucho mientras la nave giraba en ese vórtice, pero la situación actual era dolorosamente clara. Ninguna de las personas de la sala de pantallas tenía consejos útiles para ofrecer.

Lo mismo les ocurría a los mesklinitas. Estaban habituados a tener barcos encallados en tierra, pues, en su propia latitud, los mares retrocedían a finales de verano y de otoño, pero no a que ocurriera de golpe y con tantas tierras altas entre ellos y el océano.

Barlennan y el piloto evaluaron la situación y no hallaron muchos motivos para sentir gratitud.

Aun tenían comida en abundancia, aunque la que llevaban en la canoa había desaparecido. Dondragmer aprovechó la ocasión para señalar la superioridad de las balsas, omitiendo mencionar que las provisiones de la canoa estaban amarradas con negligencia o incluso sueltas, por una errónea confianza en los flancos altos de la embarcación. La canoa seguía en el extremo de su línea de remolque, intacta. La madera de que estaba hecha compartía la elasticidad de las plantas de las latitudes altas. El Bree, construido con materiales similares, pero menos flexibles, también estaba intacto, pero habría sido muy diferente si hubiera habido muchas rocas en la pared del valle redondo.

El Bree no se había volcado gracias a su hechura. Barlennan admitió ese punto sin esperar a que el piloto lo mencionara.

— Lo más conveniente sería desmantelarlo, como hicimos antes, y acarrearlo por encima de las colinas. No son muy empinadas, y el peso todavía no es excesivo — sugirió Barlennan al cabo de una larga reflexión.

— Quizá tengas razón, capitán. Pero ¿no ahorraríamos tiempo separando las balsas solo en sentido longitudinal, para tener remos a lo largo de la nave? Podríamos trasladarlas o arrastrarlas hasta el río, y sin duda flotarían antes de un largo trecho.

Fue Hars, que ya se había recuperado del impacto de la roca, quien hizo esta sugerencia.

— Buena idea, Hars. ¿Por que no averiguas que distancia precisa tendría ese trecho? El resto puede empezar a desatarlas como has sugerido, y descargar donde sea necesario.

Me temo que parte del cargamento será un estorbo.

— ¿El tiempo aun será desfavorable para esas maquinas volantes? — pregunto Dondragmer.

Barlennan miro hacia arriba.

— Las nubes todavía están bajas y el viento arrecia — dijo —. Si los Voladores están en lo cierto, y al parecer saben de que hablan, el tiempo aun es malo. Sin embargo, no estará de más echar una ojeada al cielo. Ojalá veamos otra.

— No es algo que me entusiasme — replico el piloto secamente —. Supongo que quieres añadir un planeador a la canoa. Te aseguro que, en caso de emergencia, llegaría a montarme en una canoa, pero el día en que trepe a una de esas maquinas volantes será una apacible mañana de invierno con ambos soles en el cielo.

Barlennan no respondió; no había pensado conscientemente en añadir un planeador a la colección, pero la idea le interesó. En cuanto a volar en la máquina, bien, a pesar de los cambios que Barlennan había experimentado, había ciertos limites.

Los Voladores informaron que el tiempo empezaba a despejarse, y las nubes, en efecto, se disiparon a lo largo de los días siguientes. Aunque el tiempo mejoró mucho para volar, pocos tripulantes pensaban en mirar los cielos. Todos estaban atareados. El plan de Hars había resultado viable, pues el arroyo tenía profundidad suficiente para las balsas pocos cientos de metros hacia el mar, y anchura suficiente para una sola balsa a poca distancia. Barlennan se había equivocado al afirmar que el peso ya no sería excesivo; todo pesaba el doble que cuando se habían despedido de Lackland, y ellos no estaban habituados a levantar nada. Aunque eran vigorosos, la nueva gravedad puso a prueba su destreza para alzar cosas, hasta el extremo de necesitar descargar las balsas antes de trasladarlas y arrastrarlas hasta el arroyo. Una vez en el agua, la tarea fue mucho más simple; y cuando una cuadrilla de excavación hubo ensanchado las márgenes hasta el punto más próximo al sitio donde descansaba el Bree, la labor se facilitó muchísimo. En pocos cientos de días, la larga y angosta hilera de balsas, nuevamente cargada, era remolcada hacia el mar.

Las máquinas volantes aparecieron cuando la nave acababa de entrar en el tramo donde las paredes del río eran mas empinadas, poco antes de desembocar en el lago.

Karondrasee las vió primero; en ese momento se encontraba a bordo, preparando comida mientras los demás jalaban, y estaba más atento que sus compañeros. Su ronquido de alarma sobresaltó a terrícolas y mesklinitas, pero los primeros no pudieron ver a los visitantes porque el visor no estaba apuntado hacia el cielo.

Barlennan los vio con toda claridad. Eran ocho planeadores viajando en estrecha cercanía, aunque no en formación cerrada. Se acercaron montados en las corrientes del valle hasta casi sobrevolar la nave; luego cambiaron de rumbo para pasar frente al Bree.

Mientras giraban en lo alto, cada uno soltó un objeto, viró y regresó hacia el viento para recobrar altura.

Los objetos eran muy nítidos; los marineros vieron que eran lanzas, muy parecidas a las de los moradores del río, pero con puntas más gruesas. Por un instante, el viejo terror a los objetos en caída amenazó con sumirlos en la histeria; pero entonces vieron que los proyectiles no les alcanzarían, sino que caerían a cierta distancia. Segundos después, los planeadores regresaron, y los marineros se amilanaron temiendo que hubieran mejorado la puntería; sin embargo, las lanzas cayeron en el mismo lugar. A la tercera pasada, fue evidente que la puntería era deliberada; y pronto se evidencio el propósito. Cada proyectil había caído en el angosto arroyo, penetrando en el firme suelo de arcilla; al final de la tercera pasada, dos docenas de estacas formadas por el asta de las lanzas impedían que la nave avanzara corriente abajo.

Cuando el Bree se aproximó a la barricada, el bombardeo cesó. Barlennan pensó que continuarían para impedir que se acercaran y eliminaran el obstáculo, pero al llegar comprendieron que no era necesario. No podrían arrancar esas lanzas; las habían arrojado desde treinta metros de altura con magnífica puntería en un campo de siete gravedades, y nada, salvo una potente maquinaria, podría extraerlas. Terblannen y Hars lo demostraron en cinco minutos de infructuosos esfuerzos.