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Admito que nos engañasteis por un tiempo, pero hace un instante te delataste.

— ¿Y que dije para que pensaras que yo mentía?

— No veo razones para contártelo. El hecho de que no lo sepas demuestra que tengo razón. Habría sido mejor para ti si no nos hubieras engañado tan bien; entonces habríamos sido más cautos con los datos secretos, y no habrías aprendido lo suficiente como para hacer necesaria tu eliminación.

— Y si no hubieras hecho ese comentario, quizá nos habrías persuadido de rendirnos — intervino Dondragmer—, aunque admito que no es probable. Capitán, apuesto a que tu revelación se relaciona con eso que te he comentado todo el tiempo. Pero es demasiado tarde para remediarlo. El asunto ahora es como librarnos de esos irritantes planeadores; no veo ninguna nave de superficie, y los efectivos terrestres solo cuentan con las ballestas de los planeadores que estaban en tierra. Supongo que dejarán la situación a los planeadores, por el momento. — Paso a hablar en inglés —. ¿Recuerdas algo que hayan dicho los Voladores que nos ayude a desembarazarnos de esas molestas máquinas?

Barlennan mencionó sus probables limitaciones de altitud en mar abierto, pero eso no les ayudaba por el momento.

— Podríamos utilizar la ballesta.

Barlennan hizo esta sugerencia en su propio idioma, y Reejaaren se burló abiertamente. Krendoranic, oficial de municiones del Bree, que había escuchado tan atentamente como el resto de la tripulación, no lo tomó a la ligera.

— Hagámoslo — exclamó —. Hay algo que deseo probar desde que estuvimos en esa aldea del río.

— ¿Qué?

— No querrás que lo diga en presencia de nuestro amigo. Pero te haré una demostración si así lo deseas.

Barlennan titubeó un instante y luego asintió.

Barlennan parecía un poco preocupado cuando Krendoranic abrió uno de los armarios de municiones, pero el oficial sabía qué estaba haciendo. Extrajo un pequeño bulto envuelto en un material que lo protegía contra la luz, demostrando así a qué se había dedicado por la noche desde que habían abandonado la aldea de los moradores del río.

Cogió el bulto y lo sujetó con firmeza a una de las flechas de la ballesta, rodeando el asta y el bulto con una capa de tela para que ambos extremos quedaran amarrados con firmeza. Luego calzó el proyectil en el arma. Siendo oficial de municiones, se había familiarizado con la ballesta durante el breve trayecto río abajo y el ensamblaje del Bree, y no tenía dudas de que podía acertarle a un blanco fijo a razonable distancia; no estaba tan seguro de los objetos móviles, pero al menos los planeadores solo podían virar rápidamente si se inclinaban de golpe, y eso le serviría de advertencia.

Lanzó una orden, y uno de los marineros que se encargaba del lanzallamas se acercó con el artefacto de ignición y esperó. Luego, para fastidio de los terrícolas, se arrastró hasta la radio más próxima y apoyó en ella el soporte de la ballesta para afirmarse y alzar el arma. Eso impidió a los seres humanos ver qué sucedía.

Los planeadores aún revoloteaban a baja altura, a unos quince metros de la bahía, y por momentos sobrevolaban directamente el Bree como preparándose para lanzar sus proyectiles; incluso un tirador menos experimentado que el oficial de municiones hubiera dado en el blanco. Cuando una de las máquinas se aproximó, dio una orden al asistente y apuntó hacia el aparato. En cuanto estuvo seguro, dio otra orden y el asistente encendió el bulto que estaba sujetó a la flecha. En cuanto brotaron las llamas, las pinzas de Krendoranic se cerraron sobre el gatillo y una estela de humo indicó la trayectoria del proyectil.

Krendoranic y su asistente se agacharon y rodaron hacia el viento para apartarse del humo; los marineros situados a sotavento brincaron a ambos lados. Cuando se sintieron a salvo, la acción aérea casi había concluido.

La flecha había estado a punto de errar el blanco, pues el tirador había subestimado la velocidad. Había dado en la popa del fuselaje principal, y el paquete de polvo de cloro ardía ferozmente. La nube de llamas se propagaba por la parte trasera del planeador, dejando una estela de humo que las otras máquinas no intentaron eludir. La tripulación de la nave averiada escapó a los efectos del vapor, pero en cuestión de segundos los controles de cola se incendiaron. El planeador se precipitó hacia la playa y los tripulantes saltaron poco antes del impacto. Las dos naves que seguían el humo también perdieron el control, ya que el cloruro de hidrógeno incapacitó al personal, y ambas cayeron en la bahía. Fue uno de los disparos antiaéreos más memorables de la historia.

Barlennan no esperó a que cayera la última víctima, sino que ordenó izar las velas. El viento era desfavorable pero, teniendo en cuenta que había profundidad suficiente para las orzas, comenzó a maniobrar para salir del fiordo. Por un instante pareció que los efectivos terrestres apuntarían sus ballestas contra la nave, pero Krendoranic había armado otro de sus temibles proyectiles y lo apuntaba hacia la playa, y la mera amenaza les hizo darse a la fuga. Corrían contra el viento, pues en general eran seres sensatos.

Reejaaren había observado en silencio, pero su actitud corporal denotaba gran consternación. Aún había planeadores en el aire, y algunos se elevaban como para intentar un ataque desde mayor altura. Sin embargo, Reejaaren sabía perfectamente que el Bree estaba a salvo, por muy diestros que fueran los pilotos. Uno de los planeadores intentó atacar desde una distancia de treinta metros, pero otra estela de humo le tapó la visibilidad. No hubo mas intentos. Las máquinas revolotearon en amplios círculos y a gran distancia, mientras el Bree continuaba por el fiordo hacia el mar.

— ¿Qué cuernos ha sucedido, Barl? — Lackland, incapaz de contenerse, decidió que era seguro hablar mientras la muchedumbre de la costa se alejaba —. No hablé por temor de que las radios arruinaran tus planes, pero, por favor, cuéntanos que has hecho.

Barlennan resumió los acontecimientos de los últimos cien días, detallando las conversaciones que sus observadores no habían podido seguir. El relato ocupó los minutos de oscuridad; al amanecer, la nave se encontraba en la desembocadura del fiordo. El intérprete había escuchado con alarmada aflicción la conversación entre el capitán y la radio; suponía, como era lógico, que el primero comunicaba los resultados de sus actividades de espionaje a sus superiores, aunque no lograba imaginar cómo lo hacía. Con el amanecer, pidió que lo dejaran en tierra en un tono muy distinto del que había empleado hasta entonces; y Barlennan, apiadándose de una criatura que quizá nunca hubiera pedido un favor en su vida a un miembro de otra nación, lo dejó a cincuenta metros de la playa. Lackland vio que el isleño se zambullía con alivio; conocía bien a Barlennan, pero no sabía que decisión adoptaría en tales circunstancias.

— Barl — dijo, al cabo de unos instantes de silencio —. ¿Crees que podrás evitar problemas durante unas semanas, hasta que aquí recobremos la compostura y la calma? Cada vez que se detiene el Bree, en esta luna todos envejecemos diez años.

— ¿Y quién me metió en problemas? — replicó el mesklinita —. Si no me hubieras aconsejado que me refugiara de esa tormenta, que a fin de cuentas habría afrontado mejor en mar abierto, jamás me hubiera topado con los fabricantes de planeadores. Pero no diré que lo lamento; aprendí mucho, y sé que al menos algunos de tus amigos no se habrían perdido el espectáculo. Desde mi punto de vista, este viaje ha sido monótono hasta ahora; los pocos encuentros que tuvimos concluyeron apaciblemente y con pingües ganancias.

— ¿Qué te gusta mas? ¿La aventura o el lucro?

— Bien, no lo sé. En ocasiones me meto en aprietos porque algo parece interesante; pero soy mucho más feliz si al final obtengo ganancias.

— Entonces, concéntrate en lo que ganarás en este viaje. Tal vez te ayude saber que reuniremos cien o mil cargas de esas especias que acabas de trocar y las almacenaremos en el sitio donde el Bree pasó el invierno; seguiría siendo un buen trato para nosotros, siempre que obtengas la información que necesitamos.