Cada cincuenta días se realizaba una comprobación de la posición del transmisor — ahora solo había uno en movimiento, pues el otro se había quedado con el grupo de la cabria— y se calculaba una nueva dirección. Se requería un trabajo de alta precisión, y en ocasiones se presentaban dudas sobre la corrección de un enfoque determinado. Cuando esto ocurría, Barlennan recibía una advertencia y se guiaba por su propio criterio. Algunas veces, si los terrícolas no manifestaban muchas dudas sobre sus hallazgos, continuaba; otras, aguardaba unos días para darles la oportunidad de corregir los datos. Mientras esperaba, consolidaba su posición, redistribuía las cargas y modificaba las raciones de alimentos si lo consideraba necesario. Había concebido la idea de marcar la trayectoria antes de la partida, de manera que una sólida hilera de guijarros indicaba el camino hasta el borde. Pensó en apartar todas las piedras de un sendero y apilarlas a ambos lados, con la idea de construir una carretera; pero eso vendría mas tarde, cuando los viajes entre el cohete varado y la base de aprovisionamiento se hicieran con regularidad.
Los setenta kilómetros pasaron lentamente bajo sus numerosos pies, pero pasaron al fin. Los humanos, como decía Lackland, habían hecho todo lo posible; por lo que ellos sabían, Barlennan ya debía de estar cerca de la máquina. Sin embargo, tanto el visor como la voz del capitán le indicaban que no era así, lo cual no le sorprendió.
— No podemos informarte mejor, Barl. Conociendo a nuestros especialistas en matemáticas, te juro que estás a diez kilometres de ese artefacto, o quizás a mucho menos. Tú sabrás organizar a tus hombres mejor que yo para emprender la búsqueda.
Haremos todo lo posible por ayudarte, pero a estas alturas ya no se me ocurre nada.
¿Qué planeas?
Barlennan guardó silencio antes de responder. Un círculo de diez kilómetros es una superficie demasiado vasta cuando la visibilidad media es de tres o cuatro metros. Podría abarcar más territorio si desperdigaba a los suyos, pero correría el riesgo de perder a algunos. Le expuso el problema a Lackland.
— El cohete tiene seis metros de altura — señaló Lackland —. En la práctica, pues, tu campo visual es mayor del que dices. Si pudieras trepar a una de esas rocas grandes, tal vez verías la nave desde donde estás… Eso es lo más irritante de esta situación.
— Desde luego, pero no podemos hacerlo. Las rocas grandes tienen dos metros de altura; aunque pudiéramos escalar por esos flancos casi verticales, ni yo volvería a mirar hacia abajo por una pared vertical, ni haré que mis hombres corran ese riesgo.
— Sin embargo; escalaste por aquella grieta hasta la meseta.
— Eso fue diferente. En ningún momento estuvimos junto a una pendiente abrupta.
— En tal caso, si una pendiente similar condujera a la cima de una de esas rocas, ¿no te molestaría alejarte tanto del suelo?
— No, pero… Hum. Creo que entiendo a que te refieres. Un momento.
El capitán miró a su alrededor con atención. Había varias rocas cerca, la mas alta de las cuales, como él había dicho, tenía unos dos metros; entre ellas estaban aquellos guijarros que parecían enmoquetar toda la meseta. Si Barlennan hubiera poseído sólidos conocimientos de geometría, quizá no hubiera tomado la decisión que tomó; pero, sin tener idea del volumen del material de construcción que se proponía utilizar, decidió que la idea de Lackland era atinada.
— Lo haremos, Charles. Hay suficientes cantos rodados y tierra para construir lo que deseamos.
Se apartó de la radio y describió el plan a los marineros.
Avanzaron sin prisa pero sin pausa. Como indicio de la tardanza, una parte del grupo tuvo que desandar el camino marcado para traer alimentos, algo que había sido innecesario en la caminata de mil doscientos kilómetros desde la fisura; pero, finalmente, alguien llegó a la cumbre de la roca, quizá por primera vez desde que las energías internas de Mesklin habían empujado la meseta hasta su actual elevación. La rampa se extendía a ambos lados del punto de acceso; nadie se aproximó al otro lado de la roca, donde la pendiente era más abrupta.
Desde esa nueva perspectiva se cumplió la predicción de Lackland: al cabo de meses de viaje y peligro, el objetivo de la expedición estuvo a la vista. Barlennan hizo subir el visor por la rampa para que los terrícolas también pudieran verlo; y, por primera vez en más de un año terrícola, el rostro de Rosten perdió su hosquedad habitual. No había mucho que ver; tal vez una pirámide egipcia, laminada de metal y situada a cierta distancia, habría presentando un aspecto similar al cono romo que se elevaba por encima de las piedras. No se parecía al cohete que Barlennan había visto antes; en realidad, no se parecía a ningún cohete que se hubiera construido a veinte años luz de la Tierra; pero evidentemente era algo que no pertenecía al paisaje normal de Mesklin, e incluso los expedicionarios que no habían pasado meses en la superficie del monstruoso planeta sintieron que se quitaban un peso de encima.
Barlennan, aunque complacido, no compañía el embeleso que ya alcanzaba niveles de euforia en Toorey. Estaba mejor situado para calcular lo que se interponía entre él y el cohete que quienes lo veían por televisión. La zona no parecía peor de la que ya habían atravesado, aunque desde luego tampoco era mejor. Además, ya no contarían con la ayuda de los terrícolas; y ni siquiera desde la nueva perspectiva lograba ver cómo mantendrían su línea de marcha durante los dos kilómetros que debían recorrer. Los humanos ya no conocían el rumbo, así que su método no funcionaría. ¿O si? El podía indicarles cuándo el sol estaba en la dirección correcta, y ellos lo llamarían cada vez que siguiera el mismo rumbo. Llegado el caso, un marinero podía apostarse allí y brindarle esa información sin molestar a los Voladores. Pero ahora contaba con una sola radio, y no podía tenerla en dos sitios al mismo tiempo. Por primera vez, Barlennan echo de menos el equipo que había dejado en manos de los moradores del río.
Luego pensó que quizá no necesitara una radio. El aire no era buen portador del sonido en ese lugar (la atmósfera más tenue de la meseta era la única peculiaridad que habían detectado los marineros), pero la voz mesklinita, como Lackland había señalado, era algo que había que oír para creer. El capitán decidió intentarlo; apostaría a un marinero en aquella plataforma de observación, encomendándole la misión de roncar con todas las fuerzas que sus músculos pudieran reunir alrededor del sifón natatorio cada vez que el sol pasara justo por encima del cono reluciente que constituía el objetivo de la expedición.
Marcarían el camino como antes, para que el vigía pudiera seguirlos cuándo los demás llegaran.
Barlennan expuso esta idea al grupo. Dondragmer señaló que, por la experiencia pasada, era posible que aun así se desviaran en exceso hacia un lado, pues no habría manera de realizar correcciones ante errores acumulados, como habían hecho con los terrícolas; el hecho de que la voz del vigía no resonara en dirección exactamente opuesta al sol no significaría nada en aquel paraje lleno de ecos. Sin embargo, admitió que era la idea más viable y que presentaba muchas probabilidades de conducirlos a su destino. Se escogió a un marinero, pues, para que actuara como vigía, y se reanudó el viaje en esa nueva dirección.
Ninguno de ellos se consideraba aún experimentado en viajes terrestres como para calcular con precisión la distancia recorrida, y todos estaban habituados a tardar mas de lo previsto; el grupo, pues, recibió una grata sorpresa cuándo un cambio en el paisaje rompió la monotonía del desierto de piedra. No era exactamente el cambio que habían esperado, pero aun así les llamó la atención.