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– Esperando al lado del estadio. El Hammarby acaba de darle una paliza al Gotemburgo, por raro que parezca. Centenares de potenciales detenciones están desfilando delante de nosotros.

Söderstedt les dio los dos números de teléfono de Uppsala y el número con el prefijo 0175.

– Mirad si son familia de Anja. En el peor de los casos, vais a tener que ir a verlos.

– ¿De dónde es ese prefijo 0175?

– Rimbo -dijo Söderstedt-. Tengo las direcciones. Llámame si surgen problemas para conseguirlas.

Söderstedt colgó y se puso enseguida a comprobar los tres números de la zona de Estocolmo. Dos en Skärholmen, afortunadamente, pues estaba bastante cerca, aunque uno era de Hässelby.

Los dos números de Skärholmen resultaron ser de dos hermanos, recién llegados a Suecia desde Tammerfors, que no conocían a ninguna mujer de nombre Anja Parikka.

– Aparte de la tía de mi padre, que vive en Österbotten -explicó uno de los hermanos en finés-. Tiene noventa y tres años, está sorda, ciega y tiene una marcha que no veas. Tal vez es a ella a quien buscáis.

Söderstedt se despidió del hermano y llamó al número de Hässelby. Irene Parikka resultó ser la hermana mayor de Anja.

– ¿Cuántos años tiene? -preguntó Söderstedt en sueco.

– Veinte -dijo Irene Parikka-. Estudia Económicas en la Universidad. Jesús, ¿le ha pasado algo?

El Cristo Blanco, pensó Söderstedt tontamente.

– Todavía no, pero está en peligro. Es extremadamente importante que la podamos localizar. ¿Conoce a algún amante suyo que sea mayor?

– Nos llevamos quince años. No tenemos mucho contacto, la verdad. No sé nada de su vida amorosa. Aparte de que ha sido, a veces, bastante caótica.

– ¿Y no conoce ningún sitio donde ella pudiera recibir a un amante?

– ¡Amante, amante! ¡Pero qué palabra es ésa, joder!

– Pues de eso se trata. Cálmese y piénselo bien.

– Lo único que conozco es su apartamento en el barrio de Södermalm.

– ¿Tienen más hermanos o padres que vivan en Suecia?

– Mi hermano mayor murió poco antes de que naciera Anja. Nuestros padres viven, aunque empiezan a estar un poco seniles. Residen en Rimbo.

Söderstedt le dio su móvil, le agradeció la información y se despidió. Vio cómo el tiempo se les iba de las manos. Rimbo estaba a más de cincuenta kilómetros de Estocolmo. Llamó a Chávez.

– ¿Cómo va?

– Sin resultados en Uppsala. En el primer número no contesta nadie, en el otro acabo de mantener una larga y confusa conversación con un caballero mayor de nombre Arnor Parikka. Un islandés que emigró a Finlandia, tomó allí un apellido finés y que luego acabó en Suecia. Durante un buen rato afirmó ser el padre de Anja. Luego resultó, tras una desordenada charla, que había sido castrado por los rusos en la Guerra de Invierno de Finlandia. Ahora voy a llamar a Rimbo.

– Hazlo con mucho cuidado. Son los padres de Anja. Tendréis que ir allí, supongo.

– ¡Mierda!-exclamó Chávez-. Tempus fugit.

– Y nosotros con él -repuso Söderstedt.

Se encontraba en Stora Essingen contemplando la desaparición definitiva de la luz y, con ella, también de las ideas. No le quedaba nada por hacer. Permanecía completamente pasivo con las manos en el volante. Le pareció que se estaba congelando. El tiempo transcurrió más allá de su control. Mucho tiempo.

Eran más de las nueve de la noche del 29 de mayo y, con toda probabilidad, en algún sitio, Göran Andersson estaba esperando a Alf Ruben Winge.

Sonó el móvil. A Söderstedt le dio la impresión de que le chasqueaban y le crujían las articulaciones cuando se acercó el teléfono al oído.

Era Hultin:

– El apartamento de Anja en Bondegatan está vacío. He forzado la puerta con una ganzúa. No hay rastro. Los vecinos no saben nada. Viggo está aquí. Hemos encontrado una agenda. Winge no está en ella, pero sí bastantes nombres y direcciones de otras personas, más que nada parecen amigos de la facultad. Vamos a empezar a llamar ahora mismo. ¿Sabes algo de Hjelm y Chávez?

– No -fue todo lo que Söderstedt pudo pronunciar.

La congelación de su cuerpo seguía su curso. La terrible impotencia le recorrió una última vez antes de que todo se congelara.

Volvió a sonar el móvil. Cuando al final fue capaz de contestar oyó la voz de Chávez. Sonaba extrañamente parecida a la suya propia.

– No ha habido suerte en casa de los padres.

Eso fue todo. Söderstedt comprendió que la congelación era común. Göran Andersson estaba a punto de escapárseles de las manos. El ritmo había llegado al máximo para ahora disminuir por debajo del mínimo. El veneno de la impotencia caía gota a gota por los oídos y se propagaba por los cuerpos. Se trataba de una frustración difícil de comprender.

De nuevo sonó el móvil. Söderstedt apenas tuvo fuerzas para levantarlo.

– Hola -dijo tímidamente la voz de una mujer-. Soy Irene. Irene Parikka. La hermana de Anja.

Se abrió una fisura en el bloque de hielo en el que se había convertido su interior. ¿Era el impetuoso torrente del deshielo primaveral lo que pudo entrever río arriba?

– ¿Sí? -dijo Arto Söderstedt aguardando.

– Creo que se me ha ocurrido algo -empezó despacio Irene Parikka-. Puede que no tenga ninguna importancia.

Söderstedt esperó. El torrente primaveral se fue acercando.

– Mis padres tienen una pequeña parcela en una colonia con una casita que creo que Anja usa a veces. En Tantolunden, arriba de todo.

Y el hielo rompió, el torrente primaveral brotó a raudales por la tierra, pulverizó el hielo, lo inundó todo e hizo girar la llave de ignición del ahora ardiente coche.

– ¿Tiene alguna dirección más exacta? -preguntó mientras avanzaba por las calles en dirección a la carretera de Essingeleden.

– No, lo siento -se disculpó Irene Parikka-. Creo que la colonia se llama Södra Tantolunden. Eso es todo.

Söderstedt dio las gracias, unas gracias que le parecieron sinceras, muy sinceras, y, acto seguido, llamó a Hultin.

– Creo que ya lo tenemos -anunció tranquilamente-. En la colonia de Tantolunden. En una casita que pertenece a los padres de Parikka.

Silencio. Deshielo. Deshielo en toda la ciudad.

– Conduce hacia el Ayuntamiento -dijo Hultin al final.

Sin tener ni idea de por qué, Söderstedt condujo en esa dirección. La ciudad estaba casi desierta. Cuando bajaba por Hantverkargatan, Hultin le volvió a llamar:

– ¡Atención todos! -casi gritó-. Hemos localizado una casita en la colonia de Tantolunden. Nos reunimos al final de Lignagatan, la última bocacalle que sale de Hornsgatan, por Hornstull. Nos encargaremos de esto nosotros solos. Dirigíos todos hacia allí inmediatamente. A excepción de Arto. Arto, te llamaré dentro de un segundo.

La congelación, que había inmovilizado el Mazda, todavía aparcado indeciso delante del estadio de fútbol de Råsunda, se desvaneció de golpe. Hjelm pisó a fondo y Chávez experimentó cómo una buena parte de su cuerpo era lanzado hacia el asiento de atrás.

Llegaron los primeros al lugar. Estaba desierto. Tantolunden se encontraba en plena ciudad, como un agujero negro de campo en medio de la urbe. De vez en cuando, temblaba una luz en alguna de las casitas de la colonia, en lo alto de la colina.

En algún sitio por allí arriba se escondía Göran Andersson.

Se quedaron quietos en el coche. Ni una palabra, ni un movimiento. Hjelm se fumó un cigarrillo. Chávez parecía no darse cuenta.

Un taxi se acercó al Mazda. Por un breve y terrible momento, Paul Hjelm se imaginó que era Göran Andersson, que llegaba para «eliminarlo», tal y como le había dicho por teléfono. Pero del taxi se bajó Kerstin Holm. Se subió enseguida al asiento de atrás del Mazda.

– Vengo directa de Arlanda -dijo tranquilamente-. Supongo que es mucho pedir que me hagáis un rápido resumen.