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Chávez hizo una mueca. Hultin continuó:

– ¿Hay alguien que ahora mismo quiera renunciar a seguir trabajando para la policía criminal nacional? Me imagino que ya sabéis lo que dijo un hombre de gran sabiduría: «Una vez que entras, no sales nunca. A menos que sea en el ataúd reglamentario. Con el sello de la policía criminal nacional».

Hjelm sonrió. Nadie rechazó de entrada seguir en el grupo.

– Muy bien -concluyó Hultin recogiendo sus papeles-. Que paséis un buen verano. Si es que no ha terminado ya.

Se levantaron todos algo vacilantes y poco a poco fueron saliendo por la puerta. Hjelm se quedó, aún incapaz de moverse. Hultin cogió el borrador de la pizarra blanca con la intención de reducir su obra maestra a una pequeña mancha en la tela del mismo. Dudó un instante, luego dijo sin darse la vuelta:

– Tal vez deberías memorizar este gráfico y dejar que sustituya al mapa de Suecia en tu atlas.

Hjelm contempló el inabarcable caos de flechas, cuadros y letras. Allí estaba todo. Un mapa, tan demente como lógico, de un país en un estado de ruina mental. Una absurda constelación de conexiones entre distintas partes de un cuerpo que estaba agonizando. Un sistema nervioso drogado por el dinero. Un espantoso gráfico que representaba la decadencia espiritual que se escondía bajo un barniz cultural.

Pensó Paul Hjelm y se rió de sí mismo.

Hultin frunció las cejas y reflexionó:

– El tiempo se nos ha escapado de las manos, Paul.

– Puede -repuso Hjelm-. Aunque no estoy seguro del todo.

Permanecieron callados un rato dejando que la estructura se posara en la retina como una retícula. Cuando Hultin al final lo convirtió todo en una pequeña mancha azul sobre la tela del borrador ya estaba grabado en el campo de visión de los dos.

– Gracias por ser un buen jefe -dijo Hjelm, y le tendió la mano.

Hultin se la estrechó con un gesto ceñudo.

– Te falta un poco de rigor, Paul -repuso-. Pero seguro que serás un buen policía algún día.

Hultin volvió a retirarse por su puerta secreta. Hjelm le siguió con la vista. Justo antes de cerrar, Hultin reconoció con un tono de voz neutra.

– Incontinencia.

Hjelm se quedó mirando un buen rato a la puerta por donde había entrado Hultin y pensó en el fútbol. Un defensa central duro de pelar en pañales.

Salió al pasillo y pasó de largo por todos los despachos uno tras otro. Una lluvia torrencial resbalaba por las ventanas. Por lo visto, el verano se había adelantado este año. Quizá ya había terminado.

En el primer despacho, Söderstedt y Norlander estaban charlando amistosamente. Las viejas antipatías, si no superadas, parecían al menos reprimidas.

– Me voy ya -se despidió Hjelm-. Buen verano.

– Ve con Dios -contestó Viggo Norlander levantando las palmas de sus manos estigmatizadas.

– Pásate por Västerås este verano -le sugirió Arto Söderstedt-. Estamos en la guía.

– ¿Por qué no? -se preguntó Hjelm despidiéndose con la mano.

Del siguiente despacho salió Gunnar Nyberg; un espectáculo grotesco ver a la gigantesca momia empujando las ruedas de la silla.

– Está permitido reírse -dijo Nyberg con silbante voz de momia.

Hjelm se lo tomó al pie de la letra. Nyberg siguió hablando con esa voz siseante mientras avanzaba por el pasillo:

– Tengo un taxi del servicio municipal de discapacitados esperándome.

– ¡Intenta evitar hacerle una entrada de las tuyas al pobre coche! -le gritó Hjelm. Por la espalda, Nyberg le enseñó el dedo corazón de su mano sana.

Entró en el despacho de Kerstin. Acababa de colgar el teléfono.

– Era Lena Lundberg -explicó tranquilamente-. Me ha preguntado si podía subir a verle.

– ¿Y qué le has dicho?

– Que sí -respondió Kerstin encogiéndose de hombros-. Quizá alguno de los dos pueda dar alguna explicación al otro. Yo, desde luego, no puedo.

– ¿Va a tener el niño?

– Parece que sí… ¿Cómo le cuentas a tu hijo que su padre es un asesino en serie?

– Quizá lo pueda hacer él mismo…

– Si vive para contarlo -dijo Kerstin mientras empezaba a vaciar el cajón de su mesa distraídamente-. Que no se te olvide que mató a un mafioso ruso.

– No -dijo Hjelm-. No se me olvida.

Contempló a Kerstin y el modo en que se ocupaba de sus cosas; se dio cuenta de que era como un mecanismo de defensa. Le resultó encantador.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Hjelm al final.

Ella le miró. Hjelm sintió como se le clavaba su maravillosa mirada oscura.

– No lo sé -dijo ella-. ¿Qué te parece?

– Yo tampoco lo sé. He olvidado el sabor de lo cotidiano. Todo lo que hemos hecho ha sido en una especie de estado de exaltación. ¿Qué será de nosotros cuando salgamos de este despacho cerrado? No lo sé. Es otro mundo y seremos otras personas. Mi vida se encuentra en un estado de suspensión.

Ella no desvió su mirada de la de él.

– ¿Eso es un no? -preguntó.

Él se encogió de hombros.

– Es un quizá. Quizá voy a necesitarte terriblemente. Casi me siento así.

– De acuerdo. De todos modos, ahora tengo que ir a Gotemburgo y arreglar un montón de cosas. Te llamo cuando vuelva.

– Llámame antes -dijo él.

Se besaron. Apenas fueron capaces de despegarse el uno del otro.

– Posiblemente -dijo Paul al salir- aún no esté mi página en blanco del todo; puede que aún queden unos signos.

Ella hizo un gesto con la cabeza y señaló su mejilla.

– La verdad es que hoy el grano parece un corazón.

Hjelm entró en su propio despacho. Un delicioso aroma a café colombiano recién hecho le dio en la cara.

– ¿Te da tiempo a tomarte una última taza? -preguntó Chávez.

– ¡Pero qué dices! ¿Cómo que la última? -exclamó Hjelm sentándose-. He comprado un molinillo de café y una buena cantidad de grano.

– Vaya, así que te has pasado al café de los morenos -constató Chávez.

– Tú lo has dicho -replicó Hjelm-. Y eso que me están saliendo canas.

Se rieron un rato. De todo y de nada.

A Hjelm le quedaban un par de pequeñas gestiones que hacer antes de devolver el coche. Se fue al cementerio Skogskyrkogården y, bajo la lluvia, se asomó entre un par de árboles para ver el entierro de Dritëro Frakulla. La esposa lloraba sonora y desconsoladamente, y Hjelm se sintió como un delincuente. Los dos niños pequeños, vestidos de negro, colgaban de la falda negra de su madre. Una colonia entera de albanokosovares vestidos con ropa del mismo color acompañaban a Frakulla en su descanso eterno bajo la torrencial lluvia.

Desde su patético escondite, Hjelm se preguntó cuánta gente acudiría a su propio entierro. Quizá Cilla sería capaz de robarle un par de minutos a su crisis, pensó como un niño herido.

Göran Andersson vivía, Dritëro Frakulla estaba muerto.

Reflexionó durante unos minutos sobre la justicia. Luego se marchó a Märsta.

Roger Palmberg le abrió con ayuda de un mecanismo que se activaba a distancia. Estaba sentado en su silla de ruedas y parecía un manojo de miembros mal ensamblados. En algún sitio allí dentro se vislumbraba una sonrisa.

– ¿Ya está? -preguntó a través del aparato electrónico de habla.

– Sí, ya está -respondió Paul Hjelm y le contó toda la historia de principio a fin. Le llevó un par de horas. Palmberg le escuchó con atención todo el tiempo, intercalando de vez en cuando alguna ingeniosa pregunta cuando descubría una laguna en el discurso o le parecía que le contaba algún pasaje muy por encima. De esos había muchos.

– ¡Joder! -dijo la voz electrónica cuando Hjelm terminó de contarle toda la historia-. Casi suena como si te lo hubieras inventado.

– He mirado dentro de mi corazón -dijo Hjelm y se rió.

Luego escucharon a Thelonius Monk durante más de una hora y Palmberg le llamó la atención sobre algunos nuevos matices de Misterioso.