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Una tarde, a la hora de comer, mientras sus despreocupados compañeros se inflaban de cotechini caldi -esos deliciosos salamis que se comen cocidos- en un restaurante piamontés del Quirinal, ella se sentó en una terraza, ante la fachada de Santa María Maggiore, que juzgaba un escenario adecuadamente severo, y pidió un té sin azúcar para consumir el sobre de preparado proteínico granulado con aspecto de polen que constituiría su única ingesta de alimento de aquel día. Entonces se le acercó un hombre moreno de unos veinticinco años, con los labios tan finos, la nariz tan grande, las manos tan huesudas, que ella le adjudicó sin dudar un sabor estrella, magret de pato con salsa agridulce de ciruelas como mínimo. Parecía romano, pero era escocés. Se llamaba Aleister. A mí tampoco me gusta la comida italiana, le confesó con un guiño, ¡donde esté un buen pastel de cordero hervido con salsa de menta…!

Pues me casé con él, ya ve usted qué tontería. Claro, como Andrés no tuvo mejor idea que largarse a Cuba para seguir haciendo el canelo en el Nuevo Mundo, pues yo fui, y me casé con Aleister. Total, me dije, teniendo en cuenta lo asquerosa que es la comida que le gusta, no voy a tener muchos problemas. No contaba yo con el cordero asado, ni con las carnes rojas, ni con esa birria de acento que tenía el pobre, que me llamaba Madalena, como a los bollos, que a veces llegué a pensar que lo hacía sólo para mortificarme, porque, hay que ver, ponerme a mí un nombre comestible, a quién se le ocurre…

Y pese a todo, a la vuelta de Roma empezó una buena época para Malena. Encontró trabajo en el laboratorio de una multinacional de comidas preparadas y emprendió una ardiente correspondencia con su novio, que desde allí, en Aberdeen, parecía confirmar su exquisito sabor. Pero la clave de su serenidad residía en un hallazgo muy distinto, porque fue entonces, después de tantas aproximaciones frustradas, tentativas erróneas y descorazonadores fracasos, cuando Malena encontró por fin lo que andaba buscando, todo un recurso para sobrevivir.

Una tarde, cuando sacaba de la nevera un bote de leche condensada con expresión compungida y la intención de preparar la merienda de su padre, uno de sus hermanos pequeños tropezó con ella y estuvo a punto de tirarla al suelo. Al intentar recuperar el equilibrio, Malena metió sin querer un dedo hasta el nudillo en la dulce crema blanca, fría y suave, espesa, y experimentó una sensación deliciosa. El sabor de la leche condensada, la última dosis devorada a hurtadillas y sin remordimientos, conquistó en un instante su memoria, inundando su boca de placer. Desconcertada, se llevó el bote a su cuarto y probó con toda la mano, la introdujo entre las paredes de lata hasta la muñeca, y luego la extrajo lentamente, para ver cómo las gotas se desprendían de la punta de sus dedos y se zambullían en el interior, con un sordo gorgoteo. Repitió esta última acción varias veces y después, tomando precauciones para no mancharse, levantó la mano empapada y se embadurnó completamente la cara. Permaneció así mucho tiempo, respirando, sintiendo, disfrutando del placer prohibido hasta que la piel le empezó a tirar, como cuando llevaba puesta una mascarilla. Se lavó a conciencia con agua fría y sonrió. Aquella noche no cenó, no tenía hambre. A cambio, se regaló un gin-tonic y medio.

Desde entonces, Malena se esforzó por reemplazar el sentido del gusto con los otros cuatro sentidos corporales. Primero fue el tacto, la asociación más inmediata, un proceso que se articuló en diversas etapas, de los festines más simples -hundir las manos en una cacerola llena de ensaladilla rusa- hasta los más barrocos -sumergirse completamente desnuda en una bañera alfombrada de espaguetis tibios con mucha mantequilla. Después, cuando Aleister se instaló en Madrid y empezó a comportarse de aquella manera tan desconsiderada, insistiendo siempre en ir a cenar al mismo restaurante, donde él sólito devoraba la mitad del más deseable de los corderos recién asados, compartiendo además con ella, sin su permiso, la sempiterna ensalada verde que solía pedir como plato único, la experimentación del tacto ya no fue bastante, sobre todo cuando se enteró de que Andrés acababa de ser juzgado en La Habana por un tribunal revolucionario que le había impuesto una módica condena de diez años y ocho meses de cárcel por complicidad en la fuga de ciudadanos cubanos con destino a Miami. Fue Milagros quien se lo contó por teléfono.

– Pues nada, hija, que por lo visto a Andrés se le cruzó una mulata que lo dejó como tonto, bueno, como tonto no, quiero decir más tonto, y él venga darle el coñazo, que si no sabes cómo te deseo, que si acuéstate conmigo y te sacaré de aquí, que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá, y ella nada, claro, ella, a la vista del percal, se limitó a esperar una oportunidad, y una tarde le dijo: mira, galleguito, tú te vas esta noche a la playa tal, a tantos kilómetros, y en tal sitio te encontrarás con un montón de gente junto a una barca. Tú sólo tienes que acercarte, decir que vas de mi parte, y cobrarles la misma cantidad de dinero a todos ellos. Cuando lo tengas, ven a buscarme. Te estaré esperando detrás de las dunas, desnuda y ardiendo de pasión… Total, que lo demás te lo puedes imaginar. Lo que salió de detrás de las dunas fue la policía de fronteras, y el final ya te lo sabes, diez años a la sombra, nada, un poco caro que le ha salido el polvo al chico, sobre todo porque no llegó a echarlo, claro está…

Esta vez cuando colgó el teléfono no lloró. Decidió, simplemente, casarse con Aleister. Luego fue a la nevera y sacó un paquete alargado, envuelto en papel de plata, se encerró con él en el cuarto de baño y se cubrió la cabeza con un gorro de plástico. Después, sola ante el espejo, abrió por fin su botín para enfrentarse a dos grandes morcillas de cebolla. Aplastó una con la mano derecha, oprimiendo con las yemas de los dedos el pellejo de tripa hasta que estalló por varios sitios, dejando al descubierto la sanguinolenta amalgama de sangre y tocino que se untó por toda la cara. Unos segundos después, se quitó la blusa y repitió el proceso con la otra morcilla, que deshizo esta vez con la mano izquierda para extender luego cuidadosamente su contenido sobre su propio pecho. Un diminuto pedazo de grasa blanca se quedó prendido en uno de sus pezones. Lo miró sonriendo, y entonces, los ojos cerrados, descubrió las sorprendentes propiedades saciantes del olor de las vísceras y los embutidos de carne de cerdo. Algunos minutos más tarde, mientras se duchaba, decidió que su viaje de bodas inauguraría la era del olfato. Y así fue.

En fin, que mi matrimonio fue un desastre, ya se lo puede imaginar usted. La luna de miel, en cambio, marchó muy bien, porque estuvimos en Grecia, que es un país maravilloso, tan bonito, tan vivo, tan divertido, y allí fui casi feliz. Como tienen la costumbre de especiar mucho la comida, mi nariz ya estaba ahíta cuando me sentaba a comer unas hojas de parra hervidas con un poco de vino blanco, que tampoco estaban mal, la verdad, sobre todo por la novedad, como nunca las había comido antes… Y Aleister se tuvo que aguantar con la carne picada, ¡ja!, eso fue lo mejor, que no hay bueyes en Grecia, anda que no me reí yo, y claro, como estaba muerto de hambre, pues le daba por las siestas pasionales, y todavía sabía a magret de pato, todavía me gustaba, ¿sabe…? Pero luego volvimos aquí y descubrió las fabes con almejas, y todo fue de mal en peor, hasta que empezó a saber a porridge de la semana anterior, y luego tuvo aquel ataque de ácido úrico y se hizo vegetariano…

Fue a raíz de la enfermedad de Aleister, aquella terrible crisis que ella no podría olvidar jamás, su marido lívido, tieso, inmóvil, los ojos fuera de las órbitas, las manos destilando sudor, las venas a punto de explotar, cuando la gula de Malena conquistó el sentido del oído. Todo empezó aquella noche, una cazuela de fabes con almejas, y dos kilos de solomillo de buey al carbón, y una ambulancia, y la incredulidad del médico de guardia al revisar las cifras de los análisis de urgencia, que ordenó repetir una vez, y otra, y otra, antes de convencerse del todo, y el tratamiento posterior, mil calorías diarias, un filetito de ternera blanca a la plancha cada quince días, y gracias. Al principio ella se puso muy contenta, quiso creer que el régimen de Aleister salvaría su matrimonio, pero se equivocaba de medio a medio porque, y sólo entonces lo comprendió por fin, su marido nunca había estado enamorado de ella. El amor es la única razón que logra hacer soportable una dieta de adelgazamiento, Malena lo sabía muy bien, y Aleister no la amaba. Por eso se volvió triste, gris, callado y taciturno, y finalmente, incapaz de soportar las medias tintas, se hizo vegetariano, adoptando el régimen que le conduciría, lenta, mas inexorablemente, a la más irrevocable impotencia.