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Pero una mañana, mientras él se preparaba una ensalada, Malena descubrió un ruido crujiente, placentero, indudablemente alimenticio. Se acercó y se quedó absorta contemplando a su marido, que cortaba un manojo de rabanitos rojos en finísimas láminas transparentes. Aquella tarde, cuando se quedó sola en casa, siguió el plan previamente trazado y cocinó una gran cazuela de hígado encebollado, muy especiado, para hundir después la cara en su interior, aspirando el delicioso olor del guiso con la cabeza cubierta por una toalla, no fuera a desperdiciarse ni una pizca del aroma, pero luego, cuando hubo comido un pedacito de carne y tirado el resto a la basura, no se resistió a escoger un cuchillo afilado para probar con una lombarda bien tiesa. Sus oídos se llenaron entonces de un magnífico sonido capaz de alcanzar su paladar, una sensación que llegó a hacerse familiar, porque en los días sucesivos repitió el experimento con diversos materiales, y apreció sobre todo la sonora muerte de los merengues recién cocidos, los pescados a la sal, y el cochinillo asado bajo una gruesa capa de grasa dorada, definitivamente irresistible al quebrarse.

Pensaba en Andrés sólo de vez en cuando, y con el paso de los años, absorbida por sus propios problemas y la penosa tarea de convivir con Aleister, perdió la cuenta de su cautiverio. Mientras tanto, la crueldad de su cuerpo para con su apetito aumentaba progresivamente, y cada vez le costaba más trabajo mantener la línea comiendo comida de verdad, así que se acostumbró, casi sin darse cuenta, a ingerir exclusivamente las porquerías dietéticas que venden en las farmacias, batidos que saben a polvos de talco, sopas que saben a polvos de talco, chocolatinas que saben a polvos de talco, galletas que saben a polvos de talco… En compensación, frecuentaba vicios cada vez más perversos, que casi siempre requerían el cuarto de baño como escenario, porque eran vicios sucios en sentido literal. Su favorito era derramar muy despacio una gran jarra llena de salsa de chocolate caliente sobre sus ingles, mientras permanecía recostada en la bañera con las piernas abiertas, contemplando cómo dos pequeños riachuelos marrones, fluidos y brillantes, resbalaban sobre su piel, contagiando su vientre de calor, como cuando Aleister todavía sabía a magret de pato.

Y ella sólo quería recuperar aquel sabor, recuperar a Aleister, no matarle, como sugirió él al expirar, sino todo lo contrario, devolverle un poco a la vida, por eso volvió a montar la barbacoa y le regaló un kilo de chuletones de Avila, él se puso muy contento, se le iluminó la cara, sonreía como un niño satisfecho, es tu cumpleaños, le animó ella, vamos, que un día es un día, no va a volver a pasarte nada… Sus palabras resultaron proféticas, porque no volvió a pasarle nada, pero nada de nada, en efecto, se quedó tieso justo después del postre. Malena no le lloró mucho, pero tampoco llegó a inquietarse por la noticia que Milagros le deslizó en el oído durante el entierro, un instante después de que ella lanzara el primer puñado de tierra sobre la caja.

– Esto sí que es gordo, tía, pero bien gordo, en serio, la muerte de la birria esta de escocés al lado de la movida que ha organizado Andresito en Miami es un juego de niños, pero de niños muy, muy pequeños, en serio… Figúrate que esta vez, nada más desembarcar en Estados Unidos, lo que se le ha cruzado es un mulato, como lo oyes, un maromo de un metro ochenta, ya ves tú, a estas alturas, si es que, de verdad, lo de mi cuñado no es normal, Malena, hija, que no… Una crisis de orientación sexual que tuvo en la cárcel, por lo visto, la criatura, con treinta y ocho años y tiene dudas, si será gilipollas, lo que yo te diga… Total, que lo mismo que en La Habana, que si te deseo, que si te necesito, que si eres el primer hombre de mi vida, que si no me aceptas me mataré. Y el otro pues nada, lo mismo que la cubana, que hay que ver, parece mentira que existan racistas en este mundo existiendo Andrés… Toma este paquetito, cariño, le dijo, métetelo en el bolsillo y llévalo esta noche a tal esquina de tal avenida con tal avenida, donde te estará esperando un señor pelirrojo que te soltará un montón de pasta en cuanto que se lo entregues. Cuando tengas las pelas, ven a buscarme, que estaré en casa esperándote, y haciendo pesas sólo para ti… Te imaginas lo que pasó, ¿verdad? La policía. Brigada Especial de Narcóticos. Y nada, medio kilo de heroína llevaba en el paquetito el amor de tu vida, una tontería. Le han caído otros diez años de trabajos forzados en un penal de Wisconsin, para ir viendo la hora…

Así que me quedé viuda con treinta y cinco años y un tipazo, eso sí, pero ya me contará para qué me ha servido todo esto. Porque no dejé nunca de esperar a Andrés, ni cuando me enteré de lo del mulato aquel -Perry, se llamaba, ya ve usted, qué horterada de nombre- ni nunca, es que, sencillamente, no pude, no conseguí enamorarme de otro, ni siquiera después de encontrarme con el chico del supermercado…

Vicente, que la había conocido siendo todavía un niño, cuando acompañaba a su madre en la caja los fines de semana, la miraba con la misma expresión que habría adoptado si ella se le hubiera aparecido como la Virgen María levitando sobre una nube. Malena repitió su oferta, ¿seguro que no te apetece ganarte cinco mil pesetas? Él movió entonces la cabeza afirmativamente, de arriba abajo, en un gesto automático, como si alguien hubiera pulsado un resorte al margen de su voluntad. Entonces, siéntate y come, sentenció ella, ocupando una de las cabeceras de la mesa engalanada, repleta de fuentes de comida recién hecha. El muchacho, diecisiete años, flaco, guapo de cara, previsible sabor a cacahuetes pelados y tostados con menos sal de la debida, la miró con cara de miedo antes de sentarse y empezar a comer. ¿Tengo que acabármelo todo?, preguntó a la media hora, tras haber engullido una ensalada mixta, un cocido completo, medio pollo asado y dos torrijas. Ella, que masticaba lentamente una rebanada de pan integral tostado, le sonrió abiertamente, y negó con la cabeza.

Estaba ahíta. Verle comer, estar simplemente ahí, mirándole, la había saciado más profundamente de lo que esperaba. Se acercó a él y le alargó el billete. Muchas gracias, dijo, verte comer me ha hecho mucho bien. ¿No tengo que hacer nada más?, preguntó él, incrédulo. No, nada más. Si quieres, podemos repetir el viernes.

Volvió el viernes, y el lunes, y el miércoles, y Malena se acostumbró a comer por su boca tres días a la semana, a alimentarse a través de él, y a divertirse haciéndolo, tanto que llegó un momento en que suprimió sus propias comidas -diversas variedades sólidas, líquidas y gaseosas de polvos de talco comestibles-, y se limitó a quedarse inmóvil, mirándole solamente, la barbilla apoyada sobre los puños, los codos hincados en la mesa, los labios entreabiertos en una honesta sonrisa de satisfacción. Vicente se sorprendió mucho por ese cambio de actitud, ella se dio cuenta de que la miraba raro otra vez, e intuyó su miedo. ¿Qué te pasa?, le preguntó un día, cuando la tensión se estiraba en el aire, y él contestó con un gesto, nada, pero ella insistió y obtuvo la verdad. No se ofenda, por favor, así empezó, prométame que no se va a ofender, eso lo primero, porque por nada del mundo querría yo que se enfadara conmigo… Es que, murmuró por fin, titubeando, yo creía que usted se masturbaba mientras me veía comer, ¿sabe…? Ya sé que suena rarísimo, pero hay gente tan rara por ahí, y a mí esas cosas me dan igual, se lo juro, yo creo que cada uno es libre de hacer lo que quiera…