La madre Ana me recomendó que no le contara a nadie lo que había pasado.
– Al fin y al cabo, ha sido todo culpa tuya, porque yo te dije que mi despacho estaba a la derecha, a la de-re-cha, no a la izquierda. Además, la madre Pasión es ya muy mayor, ¿sabes? La pobrecilla no anda muy bien de la cabeza…
Yo no le di la razón en nada, pero tampoco le llevé la contraria, porque no llegué a abrir la boca en todo el trayecto. Estaba aterrada, tenía la piel de gallina y las piernas blandas, como si de un momento a otro, fueran a doblarse para siempre. Aguanté de milagro una sesión de latín y me fui a ver a la tutora, que también era monja y ya sabía todo lo que había ocurrido. Antes de que tuviera tiempo para pedírselo, me dio permiso para marcharme a casa sin esperar al cambio de clase, y lo único que me pidió a cambio fue silencio, ni una palabra a nadie, por favor te lo pido, Bárbara, ni una palabra. Me costó trabajo guardar el secreto -una aventura como aquélla habría disparado mi prestigio entre mis compañeras hasta niveles difíciles de imaginar-, pero al final decidí callar, ser discreta, como dijo la tutora, y no lo hice sólo por miedo -que aún lo tenía, y muchísimo-, sino también por mí misma, por no tener que recordar de nuevo, y creí haberlo conseguido, porque terminó el curso y empezó el verano, y el sombrío fantasma de la clausura se desvaneció entre mañanas de sol y tardes de sombra, mientras comía pipas con mis amigas encima de una tapia.
Ahora, también el verano terminaba. Sentada en una peña, al borde del río, echaba de menos un jersey y miraba al abuelo, que ensartaba hábilmente en un ganchito metálico los diminutos cuerpos de esos gusanos que no me parecían una amenaza, aunque el tarro de cristal donde se apiñaban a ratos para disolverse al instante en todas las direcciones, acaparara tercamente mis ojos.