Выбрать главу

– Sí, señorita, verá usted, es Migue, que tiene escondido algo afilado en el puño, ¿lo ve? La he pillado arañando la mesa con el pico, pero no me quiere enseñar lo que es, no me lo quiere dar.

– Vamos a ver, Miguela. ¿Me lo quieres enseñar a mí?

– Tampoco. -Y ¿por qué?

– Es mío.

– ¡Claro que es tuyo! Pero yo no te lo voy a quitar, no quiero quedármelo, ¿comprendes? Solamente quiero verlo. Seguro que es algo precioso, ¿a que sí?

– Sí.

– Entonces, déjame verlo un momento, simplemente abre la mano para que yo lo vea, no lo tocaré siquiera…

– No.

– Muy bien, como quieras. Oye, Migue, tú no me tienes miedo, ¿verdad que no? Yo nunca te he castigado, ni te he regañado, sólo un poco, aquella vez que le tiraste la sopera encima al pobre Salvador… pero ¿te acuerdas de cómo nos reímos luego? Eres una buena chica, Migue, ¿no es verdad que te lo digo siempre? Y somos amigas desde hace años, ¿o no?

– Sí.

– Bueno. Pues entonces déjame que te coja el puño, a ver si adivino lo que es sin que tengas que abrir la mano, ¿vale? Como si estuviéramos jugando…

– Vale.

– A ver, a ver… Nada, que no lo adivino. Separa un poco los dedos, anda, a ver si puedo ver algo entre las rendijas.

– No.

– Migue, no quiero enfadarme…

– ¡Déjeme usted a mí, señorita, que es usted demasiado blanda! Tú, Serafín, sujétala por el codo izquierdo, así, y yo le abriré el puño con las dos manos…

– ¡Gregoria!

– ¡No me muerdas, Queti, o cuando termine con ésta empezaré contigo!

– ¡Gregoria, deje en paz a Miguela inmediatamente!

– Ya está, ya lo tengo…

– ¡Gregoria, está usted despedida!

– Pero señorita… Pero si yo llevo trabajando en este manicomio muchos más años que nadie… ¡Ve usted lo que ha conseguido! Se lo ha tragado, ahora se lo ha tragado, por su culpa, señorita…

– Queti, por favor, dile a Miguela que se saque ese objeto de la boca. A ti te hace caso y es peligroso, se puede hacer daño, estoy hablando en serio. Serafín, vaya a buscar al doctor Salgado y dígale que venga corriendo, por favor. Y usted, Gregoria, vaya a su cuarto a hacer las maletas. No quiero volver a verla.

– Pero señorita…

– Vamos, Migue, cariño, ya has oído a la doctora, puedes hacerte daño, es verdad… La doctora es buena, ya has visto, ha echado a la bruja esa, Gregoria ya no volverá a fastidiarnos nunca más. Mira, tienes sangre en la palma de la mano, antes te has hecho un montón de heriditas, al apretar el puño… ¿Qué quieres, romperte los labios? A él no le vas a gustar así, estarás fea, con tanta sangre… Sácate eso de la boca, vamos, Migue, y no llores, mujer, si no te lo van a quitar, seguro, si sólo queremos verlo… A ver, muy bien, con cuidado, ya está… Ahora se lo voy a dar a la doctora, ¿vale?, y no llores más, Migue, por Dios, no llores…

– Gracias, Queti.

– ¡Doctor, por favor, dígale a la señorita que no me eche!

– ¿Todavía estás ahí, Gregoria? Creía haber hablado en español.

– Sí, señorita…

– Muy bien, pues todo el mundo fuera, tengo que hablar con el doctor Salgado. ¡Hala, cada uno a lo suyo! Queti, si no te importa, llévate a Miguela a la cama, acuéstala, y luego vuelve, por favor, quiero preguntarte un par de cosas. Y usted, Gregoria, espéreme en mi despacho, luego hablaremos…

– ¿Qué ha pasado, Rosa?

– Mira esto.

– Una estrella roja… ¡Qué bonita! Y parece antigua… ¿De dónde la has sacado?

– La tenía Miguela. No quería dejarnos verla por nada del mundo. La ha apretado tanto dentro del puño que se ha hecho cinco heridas, una con cada punta, y luego se la ha metido en la boca, no se la ha tragado de puro milagro…

– ¡Qué raro! Es una insignia de hombre, ¿ves?, con un remache para el ojal, y pesa mucho, debe ser de plomo o algo así… Y tiene como unas letras en el centro, ¿no?

– Sí, pero no puedo leerlas. A ver… Nada, el esmalte está demasiado sucio.

– Trae, la voy a limpiar con alcohol… Bueno, no es que sea gran cosa, pero ya se lee algo… PUUM. Parece una coña, tiene gracia, ¿qué será esto?

– Déjame… No, yo creo que no es PUUM. La segunda letra parece una O mayúscula rota por arriba, es decir… POUM.

– ¿¡Queeé…!? ¿Me estás diciendo que lo que escondía Migue es una estrella roja del POUM?

– Sí, señor, del Partido… ¿Cómo era?

– Partido… No me acuerdo, lo último era Unidad Marxista, creo.

– Partido ¿Obrero…? de… ¿Unidad Marxista?

– Sí, algo así… No, ¡unificación!, eso es, Partido Obrero de Unificación Marxista, POUM, seguro.

– ¡Es increíble! A estas alturas y aquí, en medio del campo… No me explico de dónde habrá sacado esto.

– ¿Se puede?

– Sí, claro. Pasa, Queti, por favor, siéntate… ¿Cómo está Miguela?

– Uy, mucho mejor, ya se le han pasado los nervios, aunque sigue llorando, no se cansa, la pobre…

– Ya se le pasará, no te preocupes. Mira esto, Queti, y fíjate bien, por favor. ¿Se lo habías visto antes alguna vez?

– No, sólo por encima, hace un momento, cuando se lo he dado a usted.

– ¿Estás segura?

– Sí, es una estrellita muy mona, si la hubiera visto antes me habría llamado la atención. Seguramente la tendría guardada… Puede ser, ¿no?

– Claro, claro que puede ser, lo que pasa… Verás, Queti, esto es una insignia de un partido político revolucionario de ideología troskista…

– ¿Qué?

– Comunistas, Queti, un partido de rojos.

– ¡Ah! Perdone, doctora, pero es que al doctor le entiendo mucho mejor…

– Ya. Bueno, el caso es que este partido luchó por la República, es decir, que perdió la guerra y ya nunca más se supo. Nadie lo ha vuelto a fundar, ¿comprendes?, no es como el PSOE, sino que se acabó la guerra y se acabó el POUM, para siempre jamás… Lo entiendes, ¿verdad?

– Sí, pero no sé qué tiene que ver conmigo todo esto.

– No, nada. Lo que pasa es que nos ha extrañado que Migue tuviera una cosa así.

– Pues yo no le veo nada de particular. Al fin y al cabo es un broche muy bonito, se lo ha podido dar cualquiera, ¿no?

– No, Queti, cualquiera no… Cualquiera no, eso es lo extraño.

– Déjalo, Rosa, seguramente lo habrá encontrado en el jardín. Acuérdate de la historia del incendio, tú misma me la contaste, puede que sea verdad, después de todo…

– Sí, no sé, tal vez me estoy pasando… Es raro, pero, bueno, en un sitio como éste siempre ocurren cosas raras. Vale, Queti, ya puedes irte, muchas gracias.

– De nada, doctora. Adiós, doctor Salgado, que está usted cada día más guapo.

– Gracias, lo mismo digo.

– ¡Uy, qué va! Si ya no soy ni una mala sombra de lo que fui. Me tendría que haber visto usted en mis buenos tiempos, la princesa de Vitoria, me llamaban, divina, era yo, una mujer divina…

– Un momentito, Queti.

– ¿Sí?

– Perdona, pero me acabo de acordar, sólo una cosa más. Te he oído antes decirle a Miguela algo así como «a él no le vas a gustar, estarás fea». Y quisiera saber… ¿quién es él?

– ¿Él…? Sí, él… Bueno, él… Verá, es que no sé cómo contárselo, pero… Le va a parecer una tontería… Bueno, sí, él… ¡Él es el póster de Rambo que tiene la cocinera, eso es, el póster de Rambo es él! Siempre le estoy tomando el pelo a Miguela a propósito del bruto ese. Le digo que es su novio y la pobre se ríe mucho, angelito, qué sabrá ella. ¡Qué pena!, ¿verdad?, que el seso no le llegue a Migue ni para enamorarse siquiera…

¡La madre que parió al fundador del partido revolucionario ese y a toda su parentela…! Ya le podía haber regalado la medalla de la Primera Comunión, vamos, digo yo, que hay que ver lo que tiene que hacer una, desde luego… Y mira que no me gusta mentir, eh, que no me gusta ni pizca, porque me estoy quedando sin memoria, y cuando suelto un embuste luego no me acuerdo, y la doctora me pilla siempre. Menos mal que lo del póster me salió así, como muy natural, y es que yo siempre he tenido muchas dotes de actriz, a eso habría tenido que dedicarme yo, al teatro, con la voz tan bonita y tan elegante que he tenido siempre, y esa cinturita que a mi padre se le juntaban las yemas de los dedos cuando me abrazaba… En fin, que gracias a Dios, la cosa no fue a mayores. Migue lo pasó mal unos días, eso sí, llorando todo el tiempo, no le daba la gana de levantarse por las mañanas, se tiraba los días enteros en la cama, con el embozo de la sábana a la altura de los ojos, hasta que una tarde, así, por las buenas, se echó a reír, y no con esa risa tonta, desbocada, que le da otras veces, que entonces es cuando te das cuenta de que en el fondo no es más que una criatura, no, así no, sino con una risa de persona lista, como de mujer de mundo, no sé cómo explicarlo, pero el caso es que aquella tarde se puso en pie de un salto y salió al pasillo descalza, en camisón, que hay que ver, con lo friolera que es ella siempre, entonces yo empecé a sospechar y salí detrás, con sus zapatillas en la mano, para tener una excusa si me encontraba con alguien, aunque yo ya sabía lo que iba a pasar, ya sabía yo adónde iba… Me quedé apoyada en el quicio de la puerta, eso sí, para no asustarla como la otra vez, y allí estaba él, sentado en el alféizar, igualito que la primera vez que le vi, igualito menos por la estrella roja, que ya no la llevaba prendida en el pecho, claro, riéndose él también, riéndose a carcajadas para que ella se riera, y me pareció más guapo, hasta más limpio, porque a Migue le volvió a cambiar la cara, y las mejillas se le afinaron, y los ojos se le agrandaron, y cuando alargó la mano para enseñarle las cinco heridas que todavía le marcaban la palma, sus gestos eran ágiles, y sus dedos se habían hecho más largos, más delgados, era otra mujer, Migue, y él tomó su mano y luego su cintura, tan fina de repente, y la besó, y aunque sus mejillas, la barba a medio crecer, no llegaban a ocultar la cara de ella, aunque podía seguir viendo el cuerpo de Migue, tan hermoso ahora, a través de la carne transparente de su pobre amante, me corrió un escalofrío por la espalda y se me saltaron las lágrimas, como si todo aquello estuviera pasando de verdad… Entonces se me ocurrió, lo que son las cosas, se me ocurrió que quizás, aquel hombre, el novio de Migue, conociera a mi niño, que, a lo mejor, los dos estaban en el mismo sitio, vete a saber, porque Rafa también había estado liado con el rojerío, de jovencito, que por eso sabía yo de sobra lo que era una estrella roja cuando le mentí a la doctora, que debí de quedar como una imbécil con eso de que si era un brochecito muy mono, si lo sabía, yo lo sabía todo por mi hijo, que contaba una historia muy rara y muy bonita de un chino que se subió a un monte a ver el amanecer y dijo entonces que el Este era rojo, me lo contó muchas veces Rafa, antes de enfermar, cuando se puso tan malo con la diabetes esa, que tuvo que andar pinchándose insulina todos los días hasta que murió, veintidós años tenía solamente, si no era más que un niño, pero se me murió, y ya no lo tengo…