—¿Piensas que Juan no me ha hecho bastante mal?
—No creo que te haya hecho ningún mal voluntario. No creo que te odie. Tú, en cambio...
—Me odió siempre, Mónica —corta tajante Renato—. Me odió siempre, aunque yo no quisiera comprenderlo, aunque cerrara los ojos para no ver en sus pupilas el rencor, por un daño que en realidad yo no le había causado... ¡Me odia por rico, por dichoso, por mimado, por tener una madre amorosa y un hogar feliz! Me odia por bien nacido, y siempre me odiará, haga yo lo que haga. Esa es la amarga verdad de la que yo no quería enterarme...
—¡Qué injusto eres con Juan! ¡Qué injusto y qué ciego! Con él, todos estábamos equivocados, Renato. Es bueno, es noble, es generoso...
—¡Calla! Tú sí que estás ciega. ¿Qué ha podido hacer para deslumbrarte, o por qué finges y mientes como lo haces? ¿Con qué sortilegio, con qué brebaje, con qué filtro ha podido robarte el alma?
—¿Por qué no piensas que fue sólo con su bondad?
—¿Bondad, Juan? No digas disparates. Si hubieras visto lo que yo he visto... ¿Cómo piensas que hice para acusarlo? Yo no inventé los cargos, los hallé con sólo buscar un poco, y hay de todo en su desdichada carrera: piratería, contrabando, riñas tumultuarias, hombres heridos o golpeados... Se le acusa de jugador, de pendenciero, de borracho... En Jamaica secuestró a un niño...
—¿Qué? —se alarma Mónica. Y como comprendiendo—: ¡Colibrí!
—Colibrí... Luego es verdad. ¡Es uno de los cargos que no había podido probarse! Por eso quedó libre, pero las acusaciones llegaron hasta la Martinica. Se llevó un muchacho de la cabaña de sus parientes, hiriendo y golpeando a cuantos quisieron impedir que se lo llevara...
—¡Sus verdugos! —salta Mónica sin poderse contener—. Si hubieras escuchado a Colibrí, si hubieras visto y oído de sus labios la historia desgarradora de su infancia, sabrías que Juan no hizo sino rescatarlo, liberarlo, y bien poco castigo dio a los miserables que lo explotaban. Si son como esa todas sus infamias, si esos son todos los crímenes de que le acusan...
—Ya veo que no le faltará la mejor abogada, la que mira el mundo a través de sus ojos.
—Acaso dijiste más verdad de la que piensas, Renato. Juan me enseñó a mirar el mundo con otros ojos.
—Y, en cambio, cerró los tuyos, los verdaderos, los ojos que me amaban. ¿Por qué se encienden tus mejillas como si el solo pensamiento te avergonzara? ¿Por qué? ¡Mónica, mi vida!
—¡No me hables de ese modo, Renato! ¡No me mires de esa manera!
—Ya sé lo que piensas: que soy el esposo de tu hermana...
—Aunque sólo eso pensara, sería lo bastante...
—¿De veras? ¡Dichosa tú que, con una consideración, puedes borrar un sentimiento! —Venciendo su resistencia, Renato ha tomado las manos de Mónica, la ha obligado a mirarle cara la cara, buscando con inútil anhelo un chispazo de amor en aquellos grandes ojos claros—. Sé que nunca me mostrarás tus verdaderos sentimientos, sé que nunca dejarás hablar a tu corazón...
—¡Sólo con el corazón te he estado hablando!
—No luches más, no te esfuerces... Digas lo que digas, no vas a convencerme. Frente a mi torpeza, callaste diez años... Y seguirás callando... —Con gesto de vencido, Renato va hacia la ventana, mira a través de los cristales y se vuelve luego para mirar a Mónica, mientras deja caer, como en un trémolo de angustia, las palabras—: La tempestad está amainando... El ciclón ha debido desviarse...
—¿Había un ciclón? ¡Un ciclón que sin duda azotó al guardacostas!
—Confío en que haya podido escapar. Voy a pasar un cable a la Martinica preguntando. Si el tiempo sigue mejorando saldremos esta noche o mañana, y tendrás amplia ocasión de demostrarle a Juan que eres una esposa fiel y ejemplar.
—¡Es lo menos que puedo hacer, después de haberlo jurado al pie del altar! —se yergue Mónica altiva. Luego, cambiando a un tono suplicante, murmura—: Renato, ¿y si yo te suplicara, si yo te pidiera de rodillas que retirases esa acusación?
—Ya no está en mis manos retirarla, Mónica —explica Renato con tristeza—. Pedí estricta justicia, apreté los tornillos, moví hasta el fondo la palanca de la ley, y la ley está en marcha. Pero no te preocupes, pues si Juan es como tú dices, saldrá bien librado. Por fortuna, no soy yo quien tiene que juzgarlo, pero puedes estar segura de que estamos en paz. ¡Daño por daño! Ahora voy a complacerte, Mónica, voy a tratar de ultimar nuestro viaje...
12
DESVIADO CIEN KILÓMETROS de la ruta que debieran seguir para llegar a Saint-Pierre, sacudido aún por las recias marejadas en la que las ráfagas secundarias de un ciclón lo han envuelto durante muchas horas, lleva el Galiónsu azarosa marcha por los oscuros mares encrespados... Roto, desarbolado, con las bodegas aún mediadas de agua, con la maquinaria inútil, navega, no obstante, con extraña precisión, impulsado por su única vela de proa, guiado por las recias y expertas manos de aquel que a los veintiséis años es el más audaz navegante del Caribe. Atento al ruido, alzando de cuando en cuando la cabeza para mirar la bitácora que se balancea sobre la rueda del timón, duro y alerta como si se hubiera hecho de piedra para las horas de la ruda batalla, Juan del Diablo parece sólo atento a la marcha del barco... Por la cubierta que aun bañan las olas, agarrándose a las paredes, se acerca un hombre hasta su lado, y Juan interpela:
—¿Qué pasa, Segundo, por qué dejaste la vela?
—Está en buenas manos, patrón. El Anguila y Martín están con ella, y como la tormenta va amainando, pensé que usted podía necesitar relevo... ¿Sabe que el capitán está mal herido? ¿Que el timonel y el primero piloto se fueron al agua? ¿Que el único que manda a bordo es el oficialito ese que vino a prendernos, que de marino no tiene nada?
—Sí, Segundo, sé perfectamente todo eso.
—El barco está, como quien dice, en nuestras manos, patrón. Y si no es por nosotros, anoche naufragamos, nos hubiéramos estrellado contra las rocas de Granaditas, habríamos encallado en un bajo, o quizás hubiésemos caído en el centro del huracán...
—Sí, Segundo, sé eso. Ve a atender a tu trabajo.
Segundo ha vacilado. Sobre los montes de la isla de Granada, el viento ha barrido las nubes, y asoma con tono sonrosado la primera luz del alba. Juan consulta de nuevo la brújula, y después ordena:
—Dentro de media hora cambiará el viento. Mira a ver si pueden alzar otra vela en el palo que queda intacto, para que viremos cuando el tiempo cambie.
—¡Y podremos irnos hasta el fin del mundo! —se alboroza Segundo con la esperanza a duras penas contenida—. Si usted me autoriza, patrón, yo me encargo de limpiar el guardacostas de los pocos que nos están estorbando... ¡Con ellos no podemos llegar muy lejos... nos denunciarán!
—No, Segundo, no vamos a matar a nadie.
—-Patrón, esta es la oportunidad, la única oportunidad que tiene usted y que tenemos todos. ¡Ponga proa al continente, desembarcamos en la Guayana, y ahí que nos busquen!
—No, Segundo, no vamos a escapar. —Y en tono autoritario, ordena—: ¡Levanta la otra vela. Segundo, haz lo que te mando!
—Está bien, patrón. Por usted, no por mí lo decía. Yo no tengo juicios ni cargos, a mí no pueden hacerme nada, pero usted es muy tonto con volver a meterse en la boca del lobo...
—Ve a lo que te he mandado, Segundo. Vamos a virar. ¡En Saint-Pierre debe estarme esperando una dama a la que quiero volver a ver, ¡pague por ello el precio que pague!
Conteniendo el gesto rebelde, obedece Segundo a la voz de Juan. Su figura se encoge, se aleja desvaneciéndose en la estrecha cubierta mojada, mientras por el lado contrario de la caseta del timón otro hombre aparece, los ojos como brazas, el rostro pálido y demudado. De una ojeada parece medir de pies a cabeza al recio hombretón que ahora sólo parece atento a llevar el barco. En el suelo, a su lado, envuelto en su chaqueta de marino, un niño negro duerme como un ángel y el rostro del joven oficial se crispa de extrañeza mirándolo, para volver luego a contemplar con temor y curiosidad al que llegó al Galiόnprisionero y atado... Largo rato vacila como si escogiera cuidadosamente las palabras que va a dirigirle, como si luchara entre dos temores, conteniendo con esfuerzo su ansiedad... hasta que fuerza al fin una sonrisa diplomática: