—¡Que quise pagar, y cuyo pago tú no aceptaste! —refuta Juan sin poder dominar un acceso de ira—. ¿Por qué? ¿Para que? ¿A qué vino tanta hipocresía?
—¡Guarde silencio, acusado! —impone el presidente—, ¡Silencio...! Continúe el señor acusador privado.
—Y uno a uno probaré todos los cargos que contra él se han lanzado —prosigue Renato con más calma y amargura— pidiendo en el acto, a este tribunal, que comparezca el quinto testigo y que sea leída, ante él, el acta en que le acusan de secuestro, para que sea corroborada por las declaraciones del muchacho...
—¡Quinto testigo de la acusación! ¡El niño conocido por Colibrí! —llama el secretario. Diga su nombre, apellido, edad y profesión...
—Prescindamos de formulismos por esta vez, señor secretario —tercia el presidente—. El muchacho, según parece, no tiene apellido, y lo más probable es que no recuerde su edad. Siendo desde luego menor de los dieciocho años, no puede prestar juramento. Haga constar en el acta que su declaración es a todo riesgo... ¿Prometes decir la verdad, muchacho? ¿No tienes otro nombre más que el de Colibrí?
—Colibrí me llamó el patrón, señor presidente, y Colibrí me llaman todos en el Luzbel.
—¿Quieres decir que antes no te lo llamaban? ¿Cuál es tu nombre? Antes de que te llevase Juan del Diablo, ¿cómo te llamaban?
—Me llamaban haragán, negro sucio y perro sarnoso...
—¡Esos no son nombres! —rebate el presidente.
—Pues así me llamaban, señor presidente... Cada uno como le daba la gana, y con cada grito, un palo o una patada por que no andaba ligero. Era mucha la leña que había que cargar para el horno del alambique.
—¡Silencio! —insiste el presidente enarbolando la campanilla para aplacar los murmullos que suben de tono—. Secretario, dé lectura al acta...
Y el secretario, obedientemente, lee:
—"En la ciudad de Port Morant, ante el notario William Godman, los abajo firmantes declaran: Primero: Ser absolutos propietarios de una finca de cien cordeles que se extiende desde la margen izquierda del río Morant hasta el monte llamado Yall’s Hill, todos ellos terrenos cultivados con plátano, tabaco y caña. Segundo: Que cuentan, para la ayuda de ciertos trabajos en el alambique que poseen y explotan en dicha propiedad, con varios muchachos, uno de ellos pariente cercano, recogido y criado en la casa, por ser huérfano de padre y madre. Tercero: Que este muchacho, a cargo total de sus tutores, de la raza negra, estatura regular, aproximadamente de doce años de edad, desapareció una mañana, embarcando por el puerto de White Horses en la goleta llamada Luzbel, llevado hasta ella con engaños, o acaso por la violencia, por el patrón de la misma, apodado Juan del Diablo. También aseguran que el citado muchacho, dando pruebas de sin igual ingratitud para los que le habían amparado, cooperó al susodicho secuestro obedeciendo a la voz de Juan del Diablo, en lugar de a la de sus parientes, cuando éstos fueron a buscarlo. Cuarto: Que el llamado Juan derribó a puñetazos a los que quisieron entrar a la coleta en busca del muchacho, haciendo levar las anclas y partiendo del puerto de White Horses, siendo inútiles hasta la fecha sus denuncias y demandas. Que además, y por pura maldad, Juan del Diablo disparó contra las barricadas de ron propiedad de los firmantes, que aguardaban en el muelle de White Horses para ser embarcadas, haciendo que el líquido se derramara, con una pérdida de más de cien libras esterlinas, y gritándoles las peores injurias, con las que provocó una insubordinación entre los otros muchachos, con grave perjuicio del orden y la disciplina en la finca de su propiedad. Y firman, Burke, George y Jacobo Lancaster, con cuatro testigos que dan fe, vecinos-propietarios de la dudad de Port Morant, y la firma del notario autentificando el documento, William Godman. He dicho...
—¿Has oído, muchacho? —advierte el presidente—. ¿Recuerdas si reconoces haber sido secuestrado por el llamado Juan del Diablo?
—Yo me fui con el patrón... Yo le pedí que me llevara... Por culpa mía se había estropeado una paila de ron, y me iban a matar a palos. Me escapé muerto de miedo... No sé ni cómo pude llegar, y me caí en la playa cuando vi que todavía estaba allí el Luzbel. Entonces, el patrón me llevó adentro, y no sé qué más pasó...
—El cargo de secuestro queda totalmente probado —señala Renato.
—¡Yo me fui con él! —insiste Colibrí—. Yo le pedí que me llevara... Me iban a matar... El patrón era bueno conmigo... Dígales cómo fue... Dígales usted, patrón, dígales por qué me escapé de allá...
—¡Silencio! —clama el presidente por enésima vez—. ¿Tiene algo que decir en su defensa, acusado?
—Nada, señor presidente —responde Juan destilando ironía—. Tampoco creo que sea necesario decir nada en defensa del muchacho. Iba a pagar con su vida la pérdida de una paila de ron. Yo derramé el contenido de cien pailas, y no permití la entrada de intrusos en mi barco. No hay nada que añadir en mi defensa. Que busquen qué añadir a las suyas las autoridades de Port Morant, que toleran cosas como las que acaban de escuchar a las mismas puertas de una ciudad civilizada.
—¿Tiene algo que responder a esas palabras el señor acusador privado? —indaga el viejo presidente volviéndose hacia Renato.
—No creo que se trate, señor presidente, de discutir injusticias sociales con el acusado, sino de probar su responsabilidad en los hechos de que se le acusa. El hecho, ni él mismo lo niega: destruyó voluntariamente una propiedad ajena, se llevó a un muchacho de doce años sin autorización de nadie, contra la voluntad de los únicos que se declararon sus parientes, de los que le habían ofrecido amparo desde una infancia tan tierna, que ni el propio interesado recuerda otro hogar que la casa de los Lancaster...
—En la casa de los Lancaster, Colibrí no era más que un esclavo —rebate Juan—. Sí, un esclavo, aun cuando las leyes del país hayan abolido ya la infame trata. No creo en la existencia de ese lazo de sangre que dicen le une a sus verdugos. Eran cerca de una docena de muchachos, huérfanos o abandonados por sus padres, los que dormían hacinados en el fondo de una barranca inmunda, los que se alimentaban con sobras que los perros pueden despreciar, los que eran obligados a trabajar hasta más allá de sus fuerzas de niños, los que sólo recibían golpes, injurias y malos tratos a cambio de su trabajo... Pero, naturalmente, yo no era más que un entrometido, eso no me importaba nada...
—Pudo importarte y proceder de otro modo —observa Renato—. Con una denuncia a las autoridades...
—Evidentemente el señor acusador privado tiene razón —apoya el presidente—. Los hechos que usted refiere son lamentables, pero no le autorizaban a convertirse en juez y ejecutor de una justicia personal sin haber acudido antes a esa justicia legal que tan duramente ha criticado.
—Hubiera sido inútil, señor, presidente —desprecia Juan con su habitual sarcasmo—. Los Lancaster son personas muy bien miradas en Port Morant, pagan altas contribuciones y poseen lujosos carruajes... No, no los imaginéis como bárbaros, golpeando a este niño con sus propias manos. Ellos son incapaces de una acción repugnante. Para eso tienen sus capataces, sus caporales, sus perros a sueldo... Para eso dan absoluta autoridad a los que gobiernan a sus trabajadores... Y si un desdichado de éstos muere, importa poco, porque nadie va a ir a reclamar para saber si fue el paludismo o el hambre, los golpes o una indigestión, lo que lo mataron... Ellos son caballeros y viven como tales. No pueden llegar hasta ellos la denuncia de un patrón de goleta, tildado de pendenciero, de contrabandista y de pirata... ¡Están tan altos en la bella Jamaica, como Renato D'Autremont en la Martinica! ¡Sólo un imbécil perdería el tiempo denunciándolos!