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Juan ha clavado en Renato su mirada de fuego, como aguardando una respuesta que no llega, que no puede llegar... Y Renato respira conteniéndose, sintiendo que es menos firme el suelo que pisa, que de los bancos del pueblo bajo llega hasta él una comenté hostil, violenta, a punto de estallar, hasta que la mano del presidente se alza!

—¡Lo que usted dice no tiene sentido, acusado! Bien claro dice esa denuncia que el muchacho en cuestión es pariente de los Lancaster...

—Parientes de empleados de los Lancaster... Es la fórmula usual para emplear niños en los peores trabajos. Están con sus parientes, tío segundos o primos terceros... acaso simplemente les reconocen como ahijados... ¿Qué más da? La fórmula es perfecta: Se paga a un desalmado cualquiera que ofrezca una cuadrilla de muchachos. Poco le cuesta decir a éste que son de su familia, y los amos no tienen nada que perder. Muy cómodo para los Lancaster...

—Pido la palabra, señor presidente, para una cuestión de orden —interviene Renato—. No creo que interese a este tribunal la forma de administración que tienen los señores Lancaster en la isla de Jamaica, ni otros señores en las islas vecinas, ni aun en la propia Martinica... Cada uno gobierna su casa como le place, y allá cada quién... Estamos aquí para probar los cargos que he lanzado contra Juan del Diablo, y uno a uno van probándose. ¡Señor presidente, pido haga usted constar en acta, que el cargo de secuestro y destrucción de propiedad ajena está plenamente probado!

—Su petición es justa. Hágalo constar en acta, señor secretario —indica el presidente. Y acto seguido, prosigue—: Ahora, para exponer su requisitoria, tiene la palabra el señor fiscal...

—Tomo sobre mí el cargo, señor presidente —tercia Renato. Ahora es en la tribuna reservada para los importantes, donde los comentarios suben de tono un momento para después callar. El fiscal hace un gesto de absoluta indiferencia, retirándose de nuevo hasta su butaca, y Renato D’Autremont avanza mirando uno a uno a aquellos hombres que forman el jurado, y cuyos ánimos sospecha ganados ya del todo para Juan:

—No trato de hacer ver como un monstruo al acusado. Demasiado bien sé que es un hombre que ha sufrido y luchado desde niño, un hombre en pugna con la sociedad. Nada he de decir a ustedes sobre la excusa moral que pueda representar, para su mala vida, su mala suerte; pero sí pido a todos, y a cada uno de ustedes, la conciencia de su responsabilidad. No acusé públicamente a Juan del Diablo por rencor ni capricho, no le acusé siquiera con el afán de castigar sus errores pasados, sino de prevenir futuras fechorías, de remediar males que aun pueden remediarse...

»Su ejemplo es pernicioso, nefasto. Si este tribunal, basado en razones sentimentales, ganado por el impacto moral de la piedad que ciertos relatos escuchados pueden causar en el corazón de cualquier hombre, si este tribunal, repito, da la razón a Juan del Diablo con una sentencia absolutoria, todos los vagabundos, todos los maleantes, todos los descontentos y resentidos de la Martinica adoptarán esa actitud pendenciera y hostil, erigiéndose a si mismos en gratuitos representantes de la justicia, impartiéndola por su propia mano, a espaldas de las leyes y de los tribunales...

»Quiero que cada uno de ustedes entienda que hablo sólo en defensa de nuestra sociedad, de esta sociedad a la que pertenecen nuestras esposas, a la que pertenecerán nuestros hijos mañana... No podemos permitir que, por la sospecha de que una denuncia no va a ser escuchada, se tome cada cual la justicia por su propia mano. La vida de Juan del Diablo puede tener la brillantez de una novela de aventuras, ganar la admiración de las mujeres y exaltar la imaginación de los muchachos, y por ello mismo es tan peligrosa, y es más fuerte nuestro deber como hombres, como jefes de familia, como clase directora de una sociedad civilizada, de dar otro rumbo a la justicia, otros procedimientos a la bondad humana, que puede coexistir con el respeto a las leyes y al derecho legal de los demás, aun cuando Juan del Diablo pretenda probamos lo contrario. Como el médico que se cura a sí mismo, descubriendo antes que las ajenas sus propias llagas, quiero hacer constar que no será extraño que una dama de mi propia familia, una dama de la que me considero defensor natural y obligado, tome partido a favor de Juan...

»Y esto puede ocurrirle a cualquiera de los cabezas de familia que me están escuchando. Si nuestras leyes son malas, debemos reformarlas; si nuestros tribunales no imparten verdadera justicia, debemos esforzamos por hacerlos mejores; si nuestras costumbres son vituperables, tratemos de modificar nuestras costumbres... Pero que todo se haga con la anuencia de los mejores ciudadanos, con el respaldo de las leyes de la metrópoli, con la justicia, el derecho y el apoyo de las instituciones, no según el capricho, más o menos sentimental, del primer resentido que se alza en rebeldía, sólo porque la sociedad lo tuvo siempre al margen...

»Pido, señores del jurado, piedad para Juan del Diablo, pero mayor piedad aun para la sociedad cuyos cimientos socava. Sus pecados pueden absolverlos el corazón, pero sus faltas deben ser castigadas, deben ser sancionadas, deben ser perseguidas y evitadas, en él y en cuantos pretendan seguir su ejemplo, como parecen querer seguirlo todos los hombres de su barco y hasta ese niño de doce años a quien bien pudiéramos llamar el ahijado del Diablo...

»Es absolutamente preciso hacerles comprender, al acusado y a todos, que ningún hombre es más fuerte que las leyes, que ningún ciudadano, por si solo, puede destruir lo que ha establecido la voluntad de millones de ciudadanos, que no es la violencia privada el camino de reparar la injusticia, que él no puede imponer una sanción caprichosa como en el caso de la destrucción de las barricas de ron de los señores Lancaster, porque eso no se llama justicia, se llama venganza, y este tribunal no puede alentar esos procedimientos, sino, por el contrario, ponerles coto, terminar con ellos, cortar toda posibilidad de que cosas así vuelvan a repetirse, por medio de un castigo justo, enérgico y adecuado para el quebrantador de todas las normas, para el acusado, Juan del Diablo. Por lo tanto, pido a este tribunal, para el acusado...

—¡No! ¡No, Renato! —le interrumpe Mónica acercándose a él, completamente fuera de si—. ¡Que no seas tú... que no sea tu boca... que no sean tus labios los que pidan el castigo de Juan!

—¡Silencio... Silencio! —se enfurece el presidente—. ¡Basta! ¡Voy a hacer despejar la sala! Señora Molnar, en su calidad de testigo, usted ha permanecido indebidamente en esta sala. Pase en seguida al departamento de testigos, o será detenida por desacato a la autoridad.

—¡Eso no! —protesta Renato.

—Ni ella ni nadie puede interrumpir de ese modo el orden de un juicio. Hablará a su tiempo, cuando sea interrogada. Y si tiene que decir algo en favor del acusado...

—¡Es el hombre más generoso de la tierra! ¡Si ustedes representan a la justicia, no pueden condenarlo!

Un grito unánime ha escapado de las tribunas del pueblo. Magistrados y jurados se han puesto de pie; los guardias cruzan los fusiles deteniendo al público que pretende saltar al estrado. Incapaz de contenerse por más tiempo, Mónica está frente al tribunal, se acerca a Juan, se vuelve hacia Renato... A una enérgica seña del presidente, un ujier va acercársele, pero no se atreve a tocarla. Se detiene frente a ella, inmóvil como todos, y se apagan los murmullos y las voces con el repentino y violento interés de escuchar sus palabras:

—¡Señores magistrados, señores jurados, ustedes no pueden condenar a Juan! Es preciso que los que van a juzgarle no cometan contra él una nueva crueldad... Por el amor de Dios, escuchadme. ¿Vais a castigarlo por ser generoso? ¿Por sentir piedad? ¿Por defender a los que nada tienen? ¿Por ser el apoyo de los desamparados? ¡No! La justicia no puede castigarle por luchar, defendiendo su propia vida y la de otros desgraciados, por ayudar a burlar conciencias inhumanas, por dar amparo a un niño fugitivo, por herir a un malvado en legítima defensa, que ése es el caso de Benjamín Duval...