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Roberto Bolaño

Monsieur Pain

Para Carolina López

P: ¿Le aflige la idea de la muerte?

V: (Muy rápido.) ¡No…, no!

P: ¿Le desagrada esta perspectiva?

V: Si estuviera despierto me gustaría morir, pero ahora no tiene importancia. El estado mesmérico se avecina lo bastante a la muerte como para satisfacerme.

P: Me gustaría que se explicara, Mr. Vankirk.

V: Quisiera hacerlo, pero requiere más esfuerzo del que me siento capaz. Usted no me interroga correctamente.

P: Entonces, ¿qué debo preguntarle?

V: Debe comenzar por el principio.

P: ¡El principio! Pero ¿dónde está el principio?

Revelación mesmérica,

Edgar Allan Poe

NOTA PRELIMINAR

Hace muchos años, en 1981 o 1982, escribí Monsieur Pain. Su suerte ha sido desigual y aventurera. Con el título de La senda de los elefantes obtuvo el premio de novela corta Félix Urabayen, que concede el Ayuntamiento de Toledo. Poco antes, con otro título, había obtenido una mención en otro certamen de provincias. En el primero gané trescientas mil pesetas. En el segundo, unas ciento veinte mil, según creo recordar. En Toledo me publicaron el libro y me hicieron jurado para el siguiente certamen. En la otra capital de provincia me olvidaron aún más rápidamente de lo que tardé yo en olvidarlos a ellos y nunca supe si habían publicado el libro o no. Todo esto lo narro en un cuento de Llamadas telefónicas. El tiempo, que es un humorista de ley, me ha hecho ganar posteriormente algunos premios importantes. Ninguno ha sido, sin embargo, tan importante como estos premios desperdigados por la geografía de España, premios búfalo que un piel roja tenía que salir a cazar pues en ello le iba la vida. Nunca como entonces me sentí más orgulloso y más desdichado de ser escritor. Sobre Monsieur Pain poco más es lo que puedo decir. Casi todos los hechos narrados ocurrieron en la realidad: el hipo de Vallejo, el camión -tirado por caballos- que atropello a Curie, el último o uno de los últimos trabajos de éste estrechamente relacionado con algunos aspectos del mesmerismo, los médicos que atendieron tan mal a Vallejo. El mismo Pain es real. Georgette lo menciona en alguna página de sus recuerdos apasionados, rencorosos, inermes.

Monsieur Pain

PARÍS, 1938

El miércoles 6 de abril, al atardecer, cuando me disponía a abandonar mis habitaciones recibí un telegrama de mi joven amiga madame Reynaud solicitando mi presencia con carácter urgente para esa misma tarde en el café Bordeaux, sito en la rué Rivoli, no demasiado lejos de mi residencia y a una hora a la que aún, si me daba prisa, podía acudir con puntualidad.

El primer síntoma de la singularidad de la historia en la que acababa de embarcarme se presentó enseguida, al bajar las escaleras y cruzarme, a la altura del tercer piso, con dos hombres. Hablaban español, un idioma que no entiendo, y llevaban gabardinas oscuras y sombreros de ala ancha que, al estar ellos en un nivel inferior al mío, velaban sus rostros. Por la semipenumbra reinante de común en las escaleras y también debido a mi manera silenciosa de moverme no se dieron cuenta de mi presencia hasta quedar enfrentados, distantes tan sólo tres escalones; entonces dejaron de hablar y en lugar de apartarse para que pudiera seguir descendiendo (las escaleras son suficientemente anchas para dos personas, no para tres) se miraron entre sí durante unos instantes que me parecieron fijos en algo como un simulacro de eternidad (he de recalcar que yo estaba algunos escalones por encima) y después posaron, con extrema lentitud, sus ojos en mí. Policías, pensé, sólo ellos conservan esa forma de mirar, herencia de cazadores y de bosques umbríos; luego recordé que hablaban español, por lo tanto no podían ser policías, al menos no policías franceses. Pensé que se disponían a hablarme, el inevitable chapurreo de los extranjeros extraviados, pero en lugar de eso el que estaba frente a mí se echó a un lado, del peor modo imaginable, contra el hombro de su compañero, en una posición que seguramente incomodaría a ambos, y yo pude, tras un breve saludo que no fue correspondido, continuar el descenso. Por curiosidad, al llegar al primer descansillo me volví y los observé: seguían allí, juraría que en los mismos peldaños, apenas iluminados por una bombilla que colgaba del rellano superior y, de verdad sorprendente, en la misma posición que adoptaron para que pudiera pasar. Como si se hubiera detenido el tiempo, pensé. Al alcanzar la calle la lluvia hizo que olvidara este incidente.

Madame Reynaud estaba sentada en el fondo del restaurante, junto a la pared, la espalda como de costumbre muy erguida. Parecía impaciente aunque al divisarme su rostro se tranquilizó, como si una repentina laxitud fuera la manera indicada de demostrar que me había reconocido y que me aguardaba.

– Quiero que vea al esposo de una amiga -fue lo primero que dijo no bien hube tomado asiento frente a ella, de cara a un enorme espejo de pared desde el cual podía dominar la casi totalidad del restaurante.

Recordé, por quién sabe qué retorcida analogía, el rostro de su joven marido, fallecido hacía poco tiempo.

– Pierre -repitió recalcando cada palabra-, es urgente que vea, profesionalmente, al esposo de mi amiga.

Creo que pedí una copa de menta antes de preguntar de qué enfermedad adolecía el señor…

– Vallejo -dijo madame Reynaud, y añadió, igual de escueta-: Hipo.

Ignoro por qué las imágenes inconexas de un rostro que podía ser el del difunto monsieur Reynaud se sobreimpusieron a los cuerpos que bebían y charlaban a una o dos mesas de distancia.

– ¿Hipo? -pregunté con una triste sonrisa que quería ser respetuosa.

– Se está muriendo -afirmó con vehemencia mi interlocutora-, nadie sabe de qué, no es una broma, debe usted salvarle la vida.

– Me temo -susurré mientras ella miraba nerviosamente a través de los ventanales el fluir de los viandantes por la rué Rivoli- que si no es usted más explícita…

– No soy médico. Pierre, apenas sé nada de estas cosas, bien sabe que ésa ha sido mi desgracia, siempre quise ser enfermera. -Sus ojos azules brillaron enfurecidos. Madame Reynaud, en efecto, no había cursado estudios superiores (de hecho no había cursado estudios de ninguna clase), lo que no era óbice para que la considerara una mujer de inteligencia despierta.

Con un ligero mohín, bajando las pestañas, agregó con la entonación de quien recita algo aprendido de memoria:

– Desde finales de marzo monsieur Vallejo está hospitalizado. Los médicos todavía no saben qué tiene, pero lo cierto es que se muere. Ayer comenzó a sufrir hipo… -Se detuvo un momento, paseó la mirada entre la concurrencia, como si intentara localizar a alguien-. Es decir, ayer comenzó a hipar constantemente sin que nadie pudiera hacer nada por aliviarlo. Como usted sabe, el hipo puede llegar a matar a una persona. Por si esto fuera insuficiente la fiebre no baja de cuarenta. Madame Vallejo, a quien conozco desde hace años, me llamó esta mañana. Está sola, no tiene a nadie salvo a los amigos de su marido, casi todos sudamericanos. Al explicarme su situación pensé en usted, aunque por supuesto a ella no le he prometido nada.

– Me honra su confianza -alcancé a suspirar.

– Tengo fe en usted -replicó de inmediato.

Pensé que la fe era el primer requisito para amar. Me pareció deleznable. Sus ojos estaban secos (¿por qué no habían de estarlo?) y parecían estudiar con morosidad las hombreras de mi chaqueta.