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Robert Silverberg

Moscas

Aquí yace Cassiday, clavado en una mesa.

No quedaba mucho de éclass="underline" el receptáculo del cerebro, unos cuantos nervios sueltos, un miembro. La repentina implosión se había cuidado del resto. Sin embargo, quedaba lo suficiente. Las doradas no necesitaban más para actuar. Le habían encontrado entre los restos de la nave destrozada cuando ésta pasara ante su zona, más allá de Iapetus. Estaba vivo. Podían repararlo. Los otros que quedaban en la nave eran casos perdidos.

¿Repararlo? Claro. ¿Acaso uno ha de ser humano para mostrarse humanitario? Repararlo, no faltaba más Y cambiarlo. Las doradas eran creativas.

Lo que quedaba de Cassiday fue puesto en dique seco sobre una mesa, en una esfera dorada de fuerza. No había cambio de estaciones allí; sólo el brillo de los muros, el calor invariable. Ni día ni noche; ni ayer ni mañana. Las formas iban y venían en torno a él. Le regeneraban paso a paso, mientras yacía en una inmovilidad total, sin ningún pensamiento. El cerebro estaba intacto, pero aún no funcionaba. Poco a poco, el resto del hombre surgía de nuevo: tendones y ligamentos, huesos y sangre, el corazón, los codos… Montículos alargados de tejido daban paso a diminutos botones que crecían en ampollas de carne. Unir las células, reconstruir a un hombre de sus propias ruinas… Nada difícil para las doradas. Tenían habilidad. Pero todavía les quedaba mucho que aprender, y Cassiday podía ayudarlas en eso.

Día a día progresaba la reconstrucción total de Cassiday. No lo despertaban. Yacía envuelto en calor, inmóvil, sin pensar, como llevado por la marea. La carne nueva era rosada y suave como la de un bebé. El endurecimiento epitelial vendría un poco más tarde. El mismo Cassiday servía como modelo. Las doradas lo estaban duplicando, lo construían de nuevo a partir de sus propias cadenas polinucleótidas, decodificaban sus proteínas y las reedificaban a partir de ese patrón. Una tarea fácil para ellas. ¿Por qué no? Una burbuja de protoplasma podía hacerlo… por sí misma. Las doradas, que no eran protoplasmáticas, podían hacerlo por otros.

Introdujeron algunos cambios en el patrón. Por supuesto. Eran artistas y había mucho que querían aprender.

Mirad a Cassiday:

El dossier.

NACIMIENTO: 1 de agosto de 2316.

LUGAR: Nyak, Nueva York.

PADRES: Varios.

NIVEL ECONÓMICO: Bajo.

NIVEL EDUCACIONAL: Medio.

OCUPACIÓN: Técnico de combustibles.

ESTADO CIVIL: Tres relaciones legales. Duración: ocho meses, dieciséis meses y dos meses.

ALTURA: Dos metros.

PESO: 96 kilos.

COLOR DEL PELO: Rubio.

OJOS: Azules.

SANGRE TIPO: A+

NIVEL DE INTELIGENCIA: Elevado.

INCLINACIONES SEXUALES: Normales.

Observadlas ahora, transformándole.

El hombre completo estaba ante ellas, fundido nuevamente, dispuesto para el renacimiento. Faltaban los ajustes definitivos. Tomaron el cerebro gris en su envoltura rosada y lo introdujeron, viajando por los entresijos de la mente, deteniéndose ahora en esta cueva, echando después el ancla en la base de aquel acantilado. Operaban, pero lo hacían limpiamente. No había resecciones mucosas, ni hojas brillantes que cortaran la carne y el hueso, ni un rayo láser en funcionamiento, ni un martilleo torpe en las meninges tiernas. El acero frío no cortaba las sinapsis. Las doradas tenían mayor sutileza. Ellas mismas disponían el circuito que era Cassiday. Aumentaban la fuerza, reducían el ruido. Y lo hacían suavemente.

Cuando hubieron acabado con él, era mucho más sensible. Sentía ansias nuevas. Y le habían concedido ciertas habilidades.

Lo despertaron.

—Estás vivo, Cassiday —dijo una voz susurrante—. Tu nave quedó destruida. Tus compañeros murieron. Sólo tú sobreviviste.

—¿Qué hospital es éste?

—No estás en la Tierra. Volverás allí pronto. Levántate, Cassiday. Mueve la mano derecha. La izquierda. Dobla las rodillas. Llena los pulmones. Abre y cierra los ojos varias veces. ¿Cómo te llamas, Cassiday?

—Richard Henry Cassiday.

—¿Cuántos años tienes?

—Cuarenta y uno.

—Mira este reflejo. ¿Qué ves?

—A mí mismo.

—¿Tienes alguna pregunta que hacer?

—¿Qué me habéis hecho?

—Te reparamos. Estabas casi destrozado.

—¿Me cambiasteis en algo?

—Te hicimos más sensible a los sentimientos de tus congéneres.

—¡Ah! —dijo Cassiday.

Seguid a Cassiday mientras viaja, de regreso a la Tierra.

Llegó en un día en el que se había programado la nieve. Una nieve ligera, que se fundía rápidamente. Una cuestión de estética, más que una manifestación auténtica del tiempo. Era magnífico poner de nuevo los pies en el mundo. Las doradas habían dispuesto diestramente su regreso, poniéndole a bordo de su nave destrozada y dándole el impulso suficiente para que se situara al alcance de una nave de salvamento. Los monitores lo habían detectado y recogido. «¿Cómo sobrevivió al desastre sin ninguna herida, astronauta Cassiday?» «Muy sencillo, señor. Estaba fuera de la nave cuando sucedió aquello. Hubo una implosión y todos murieron. Sólo quedé yo para contarlo.»

Lo llevaron a Marte, lo examinaron, lo retuvieron algún tiempo en un área de descontaminación situada en la Luna y por fin lo enviaron de regreso a la Tierra. Llegó con la tormenta de nieve, un hombre alto de paso brioso, con los callos adecuados en los lugares adecuados. Contaba con pocos amigos, ningún pariente, dinero suficiente para vivir una temporada y algunas ex esposas a las que visitar. Según la ley, tenía derecho a un año de permiso con paga completa por el accidente. Se proponía aprovechar la licencia.

Aún no había empezado a utilizar su nueva sensibilidad. Las doradas lo habían planeado de modo que su capacidad no entrara en funcionamiento hasta que regresara a su mundo. Ahora había llegado, y era el momento de servirse de ella. Las criaturas siempre curiosas que vivían más allá de Iapetus aguardaban pacientemente mientras Cassiday buscaba a las personas que lo habían amado.

Empezó su búsqueda en el Distrito Urbano de Chicago, porque allí se hallaba el puerto espacial, justo en las afueras de Rockford. La avenida deslizante lo llevó rápidamente a la torre de caliza adornada con brillantes incrustaciones de ébano y metal violeta. Allí, en el Televector Central de la localidad, Cassiday comprobó la situación actual de sus anteriores esposas. Se mostró paciente, un hombre enorme de rostro apacible, apretando los botones adecuados y aguardando con calma a que los contactos se unieran en algún punto en las profundidades de la Tierra. Cassiday nunca había sido violento. Era tranquilo. Y sabía esperar.

La máquina le dijo que Beryl Fraser Cassiday Mellon vivía en el Distrito Urbano de Boston. La máquina le dijo que Lureen Holstein Cassiday vivía en el Distrito Urbano de Nueva York La máquina le dijo que Mirabel Gunryk Cassiday Milman Reed vivía en el Distrito Urbano de San Francisco.

Esos nombres despertaron recuerdos: el calor de la carne, el aroma de los cabellos, el contacto de las manos, el sonido de una voz. Susurros de pasión. Gritos de desprecio. Jadeos amorosos.

Cassiday, devuelto a la vida, fue a ver a sus ex esposas.

Encontramos a una, sana y salva.

Beryl tenía las pupilas lechosas, los ojos verdosos donde debían de haber sido blancos. Había perdido peso en los últimos diez años y su tez se tensaba como pergamino sobre los huesos. Un rostro devastado, los pómulos presionando bajo la piel, a punto de horadar. Cassiday había estado casado con ella durante ocho meses cuando tenía veinticuatro años. Se habían separado porque ella insistía en presentar la Solicitud de Esterilidad. En realidad él no deseaba hijos, pero se sintió ofendido por la maniobra. Ahora, lo recibió acostada en una cama de espuma tratando de sonreírle sin que se le resquebrajaran los labios.