– Vito, nadie hace algo así por despecho después de dos años.
Vito se encogió de hombros.
– He pensado que iría a visitarla dentro de unas semanas para ver si sigo sintiendo lo mismo. Pero luego… -Sacudió la cabeza.
– Luego, ¿qué?
Vito suspiró.
– La he acompañado al aparcamiento. Joder, Tino, tiene una moto enorme. Una BMW que se pone a doscientos en menos de diez segundos.
Tino frunció los labios.
– Una tía buena que va en moto. Ahora sí que me estoy enamorando.
– Ha sido una tontería precipitarme por eso -dijo Vito, enfadado consigo mismo.
Tino abrió los ojos como platos.
– ¿La has invitado a salir contigo? Qué interesante.
Vito frunció el entrecejo.
– Lo he intentado, pero no debo de haberlo hecho muy bien.
– Se ha negado en redondo, ¿no?
– Sí, y luego se ha marchado en su moto como alma que lleva el diablo.
Tino se inclinó sobre la mesa y olió a Vito con una mueca.
– A lo mejor ha sido tu exclusivo perfume. Hueles como si hubieras estado desenterrando cadáveres.
– De hecho, así es. Y mañana me toca el segundo asalto.
Tino dejó los platos en el fregadero.
– Pues entonces deberías irte a dormir.
– Ya me voy. -Pero no hizo el mínimo intento de ponerse en pie-. Enseguida. Antes necesito relajarme un poco. Gracias por calentar la cena.
Cuando Tino se hubo marchado, Vito recostó la cabeza en la pared, cerró los ojos y dejó que su mente repasara los últimos momentos con Sophie. No creía que se le hubiera olvidado cómo se invitaba a cenar a una mujer, y la verdad era que nunca antes le habían dado calabazas. Por lo menos no de ese modo. No tenía más remedio que reconocer que había herido un poco su orgullo.
Resultaba más fácil de aceptar si lo consideraba una rareza femenina, solo que Sophie no parecía el tipo de mujer que cambiaba de humor según de dónde soplaba el viento. Se la veía demasiado sensata para eso. O sea que algo le había hecho cambiar de opinión. Tal vez algo de lo que él había dicho o hecho… En esos momentos se encontraba demasiado cansado para pensar. Al día siguiente se lo preguntaría directamente. Le parecía más acertado que tratar de adivinar lo que pasaba por la mente de una mujer, por muy sensata que pareciera.
Acababa de levantarse para apagar la luz cuando oyó un pequeño ruido, como un gimoteo. Procedía del saco de dormir de Pierce. A Vito se le encogió el corazón. Los niños eran, en realidad, muy pequeños. Debían de haberse asustado mucho al ver que su madre se desmayaba. Se agachó junto a Pierce y le pasó la mano por la espalda.
Cuando Vito abrió el saco de dormir descubrió que Pierce tenía el rostro surcado de churretes.
– ¿Tienes miedo?
Pierce sacudió la cabeza con fuerza en señal negativa, pero Vito aguardó un poco y al cabo de diez segundos el chico asintió.
Connor se incorporó.
– Es solo un niño. Ya sabes cómo son los niños.
Vito asintió sabiamente; Connor también tenía los ojos algo hinchados.
– Sí que lo sé. ¿Dante también está despierto? -Apartó un poco el saco de Dante para mirar dentro y el chico le guiñó el ojo-. Así que nadie duerme, ¿eh? ¿Cómo puedo ayudaros? ¿Queréis un vaso de leche caliente?
Connor puso cara de asco.
– ¿Estás de broma?
– Es lo que siempre hacen en la tele. -Se sentó en el suelo entre Pierce y Dante-. Pues decidme qué queréis que haga porque no puedo pasarme toda la noche despierto haciéndoos compañía. Dentro de pocas horas tengo que marcharme a trabajar y no podré dormir si los tres estáis despiertos. Acabaréis por pelearos y me despertaréis. ¿Cómo lo solucionamos?
– Mamá canta -masculló Dante-. Le canta a Pierce.
Pierce le dirigió a Vito una mirada de asentimiento.
– Nos canta a los tres.
Molly tenía una bonita voz de soprano, limpia y perfecta para cantar nanas.
– ¿Qué os canta?
– La canción de los catorce ángeles -dijo Connor en voz baja, y Vito se percató de que no se trataba de una simple nana. Sería como si Molly estuviera allí.
– De Hansel y Gretel. -Siempre había sido una de sus óperas favoritas, y también de su abuelo-. Bueno, yo no soy vuestra madre pero si os ponéis cómodos lo haré lo mejor que pueda. -Aguardó a que los tres se acurrucaran-. El abuelo Chick solía cantarnos la canción de los catorce ángeles a vuestro padre y a mí cuando teníamos vuestra misma edad -susurró con una mano en la espalda de Dante y la otra en la de Pierce. La canción le traía agradables recuerdos del abuelo a quien tanto cariño profesaba, el abuelo que había fomentado su amor por todo tipo de música desde una edad muy temprana.
Cuando de noche me voy a dormir,
catorce ángeles velan por mí,
dos mi almohada guardan,
dos mis pies encauzan,
dos están a mi derecha,
dos están a mi izquierda,
dos cobijo me dan,
dos me ven despertar,
dos me muestran el camino
hacia el Paraíso.
– Cantas muy bien -musitó Pierce cuando hubo completado la primera estrofa.
Vito sonrió.
– Gracias -musitó a su vez.
– Cantó en la boda de la tía Tess y en tu bautizo -susurró Connor. Tragó saliva-. Hizo llorar a mamá.
– No lo hice tan mal -bromeó Vito, y le alivió ver que los labios de Connor se curvaban ligeramente-. Seguro que en estos momentos vuestra madre está pensando en vosotros y le gustaría que estuvierais durmiendo.
Cantó la segunda estrofa en voz más baja porque Dante ya se había dormido. Cuando terminó, Connor había sucumbido también. Solo quedaba Pierce; se le veía muy pequeño en el gran saco de dormir. Vito suspiró.
– ¿Quieres dormir conmigo?
Pierce asintió sin dilación.
– No daré patadas ni tiraré de las sábanas, te lo prometo.
Vito lo aupó con saco incluido.
– ¿Ni te harás pis?
Pierce vaciló.
– Últimamente no me pasa.
Vito se echó a reír.
– Está bien saberlo.
Lunes, 15 de enero, 7:45 horas
El timbrazo del teléfono junto a su cama hizo que Greg Sanders se despertara de golpe del profundo sueño inducido por el whisky. Aún atontado, no acertó por dos veces a ponérselo en la oreja.
– ¿Diga?
– Señor Sanders. -La voz resultaba inquietante de tan pausada-. ¿Sabe quién soy?
Greg se colocó boca arriba y ahogó un grito cuando todo en la habitación empezó a darle vueltas. Mierda de resaca. Había evitado aquello tanto tiempo como había podido, pero había llegado el momento de saldar su deuda con el diablo. Greg no quería ni pensar en qué consistiría la deuda, pero estaba seguro de que implicaría mucho dolor. Tragó saliva; tenía la boca seca.
– Sí.
– Nos ha estado evitando, señor Sanders.
Greg trató de incorporarse y apoyar en la pared la cabeza, que no paraba de darle vueltas.
– Lo siento, yo…
– ¿Usted qué? -Ahora la voz se burlaba de él-. ¿Tiene el dinero?
– No, no todo.
– Eso no está bien, señor Sanders.
Greg se presionó las palpitantes sienes con los dedos, la desesperación le aceleraba más el pulso.
«Espera.»
– Mire, he encontrado trabajo y mañana me pagarán quinientos dólares. Se lo daré todo.
– Por favor, señor Sanders. No mee fuera del tiesto. Eso es una ridiculez. Es muy poco dinero y demasiado tarde. Lo queremos esta tarde, a las cinco. Nos da igual lo que haga para conseguirlo. Y lo queremos todo. De lo contrario no volverá a mear en ninguna parte porque… digamos que no tendrá lo necesario para hacerlo. ¿Entendido?
A Greg se le revolvió el estómago. Asintió, lleno de repugnancia.
– Sss… Sí. Sí, señor.
– Muy bien. Que tenga un buen día, señor Sanders.
Greg hundió la cabeza en la almohada, luego volvió a incorporarse y estampó el teléfono contra la pared. Se oyó un fuerte ruido metálico, trozos de pintura salieron volando y el cristal de un cuadro se hizo añicos al caer al suelo.