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– ¿Mercurio? -Vito estaba seguro de haberlo oído mal-. ¿Cómo es posible que haya estado expuesta al mercurio?

– No lo saben. Creen que se ha contaminado en casa.

El corazón de Vito dejó de latir por un instante.

– ¿Y qué hay de los niños?

– No presentan ningún síntoma. De todos modos quieren examinarlos, así que tu madre y Tino los han llevado al hospital. Estaban bastante asustados, sobre todo Pierce.

A Vito se le encogió el corazón.

– Pobrecillo. ¿Cuándo sabremos si están bien?

– Mañana por la mañana. Pero el doctor no quiere que ninguno de los niños vuelva a casa hasta asegurarse de dónde se ha contaminado Molly. Dino me ha pedido que te pregunte si…

– Por el amor de Dios, papá -lo interrumpió Vito-. Ya sabes que los niños pueden quedarse en mi casa el tiempo que haga falta.

– Eso le he dicho, pero Molly tenía miedo de que te molestaran.

– Dile que están bien. Anoche hicieron un pastel y organizaron una guerra de bolas de papel en la sala de estar.

– Tess está de camino para ayudaros a Tino y a ti a cuidarlos -le comunicó su padre, y a Vito le entraron ganas de dar saltos de alegría a pesar de su preocupación. Hacía meses que no veía a su hermana-. Así tu madre y yo podremos hacer compañía a Dino. El vuelo de Tess llega a las siete. Ha alquilado un coche para poder moverse con libertad mientras esté aquí, o sea que no hace falta que vayas a buscarla al aeropuerto.

– ¿Hay alguna otra cosa que yo pueda hacer?

– No. -Michael Ciccotelli dio un hondo suspiro-. Nada excepto rezar, hijo.

Hacía mucho tiempo que no rezaba, pero a su padre le habría dolido saberlo, así que Vito mintió.

– Claro que lo haré.

Se guardó el teléfono en el bolsillo.

– ¿Se pondrá bien Molly? -preguntó Nick con tiento.

– No lo sé. Mi padre me ha pedido que rece. Según mi experiencia, eso no es buena señal.

– Bueno, si tienes que irte… hazlo, ¿de acuerdo?

– Lo haré. Mira. -Vito, que agradecía haber dejado de pensar un rato en el trabajo, señaló la pared del fondo, donde en ese momento se abría una puerta alta. Una mujer entró y avanzó hacia ellos. Era menuda, de treinta y tantos años, y vestía un práctico traje chaqueta azul con una falda por la rodilla. Llevaba el pelo moreno recogido en un pulcro moño que le confería un aspecto profesional y… aburrido, observó Vito. Estaría mejor con unos grandes aros en las orejas y un pañuelo rojo. La chica se situó detrás del mostrador y los examinó sin disimulo.

– ¿Puedo ayudarles, caballeros? -preguntó con tono escueto y acento británico.

Vito le mostró la placa.

– Soy el detective Ciccotelli y este es mi compañero, el detective Lawrence. Hemos venido a ver a la doctora Johannsen.

Los ojos de la mujer adoptaron un brillo especulativo.

– ¿Ha hecho algo malo?

Nick negó con la cabeza.

– No. ¿Podemos verla?

– ¿Ahora?

Vito se mordió la lengua.

– Estaría bien… -miró el nombre de la chica en su placa- señorita Albright. -Al observarla de cerca Vito se dio cuenta de que era mucho más joven de lo que él pensaba, probablemente tenía poco más de veinte años. Por lo visto su mecanismo de cálculo de edades necesitaba una puesta a punto.

La chica frunció los labios.

– Justo ahora está guiando una visita. Pasen por aquí.

Los condujo a través de la alta puerta hasta una amplia sala en la que se encontraba reunido un grupo formado por cinco o seis familias. Las paredes eran de madera oscura y en una había un tapiz deslucido. De otra pared colgaban grandes estandartes. No obstante, la pared opuesta era la más imponente, cubierta por espadas en forma entrecruzada. Debajo de las espadas había tres armaduras que completaban el efecto global.

– Qué pasada -masculló Vito-. A mis sobrinos les encantaría.

A buen seguro les quitaría a Molly de la cabeza. Decidió que los llevaría a visitar el lugar tan pronto como pudiera.

– Mira. -Nick señaló con gesto furtivo la cuarta armadura situada hacia la derecha del vestíbulo. Un niño malcarado de la edad de Dante se encontraba a un paso de la pieza y protestaba con gran alboroto por la espera. Daba patadas en el suelo y soltaba comentarios desdeñosos.

– Qué aburrimiento. Qué porquería de armadura. En la chatarrería las he visto mejores.

Se lió a patadas con la pieza y de repente esta se dobló ligeramente por la cintura con un fuerte ruido metálico. El niño, claramente asustado, abrió los ojos como platos y retrocedió, muy pálido. La multitud se calló y Nick se rió bajito.

– Hace un segundo la he visto moverse. Le está bien empleado al mocoso.

Vito estaba a punto de mostrar su conformidad cuando se oyó un vozarrón procedente del interior de la armadura. Tardó unos instantes en darse cuenta de que el caballero hablaba en francés; claro que no hacía falta conocer el idioma para comprender sus palabras. Estaba noblemente cabreado.

El niño sacudió la cabeza muerto de miedo y retrocedió dos pasos. El caballero desenvainó la espada con gesto teatral y marcó con ella los pasos del muchacho. Luego volvió a pronunciar las mismas palabras en voz más alta y Vito se percató de que quien hablaba no era un hombre sino una mujer. Sus labios esbozaron una sonrisa.

– Es Sophie quien está ahí dentro. Me contó que le hacían disfrazarse.

Nick sonrió.

– Tengo muy olvidado el francés que aprendí en el instituto, pero diría que le ha preguntado: «¿Cómo te llamas, pequeño demonio?»

El chico abrió la boca pero de ella no brotó sonido alguno.

Por una puerta lateral entró un hombre con la complexión de un defensa de fútbol americano y vestido con traje azul marino y corbata. Sacudió la cabeza.

– Vale, vale. ¿Qué ocurre aquí?

El personaje de la armadura señaló con efectismo al niño e hizo un comentario mordaz.

El hombre miró al niño.

– Dice que eres maleducado e irrespetuoso.

El chico se puso rojo de vergüenza y los otros niños se echaron a reír.

El hombre sacudió la cabeza.

– Juana, Juana… ¿Cuántas veces tengo que decirle que no asuste a los niños? Lo siente mucho -le dijo al niño.

Pero la dama con armadura negó enérgicamente con la cabeza.

– Non.

Las carcajadas infantiles aumentaron de volumen y todos los adultos sonrieron. El hombre exhaló un teatral suspiro.

– Sí, sí que lo siente. Ahora siga con la visita, s'il vous plaît.

La dama con armadura le tendió la espada al hombre y se quitó el yelmo. Debajo apareció Sophie, con la larga cabellera rubia trenzada formando una corona sobre su cabeza. Se colocó el yelmo bajo un brazo y con el otro señaló las paredes.

– Bienvenue au musée d'Albright de l'histoire. Je m'appelle Jeanne d'Arc.

– ¡Juana! -la interrumpió el hombre-. ¡Esta gente no sabe francés!

Sophie se quedó perpleja y miró a los niños, que la observaban fascinados. Incluso el maleducado prestaba atención.

– Non? -preguntó con incredulidad.

– No -respondió el hombre, y Sophie formuló otra pregunta ininteligible.

– Quiere saber qué idioma habláis -les dijo el hombre-. ¿Quién quiere responderle?

Una niña de unos cinco años con rizos rubios levantó la mano y Vito vio que la mandíbula de Sophie se tensaba, aunque el movimiento fue tan sutil que a él mismo le habría pasado desapercibido de no haber estado observándola. Sin embargo, su gesto se relajó en cuanto habló la niña.

– Inglés. Hablamos inglés.

Sophie se horrorizó de manera cómica. Era parte de su actuación, pero Vito estaba seguro de que la expresión anterior no formaba parte de aquello y sintió que la chica despertaba de nuevo su curiosidad. Y también le despertaba otras cosas. Nunca había imaginado que una mujer con una espada pudiera resultar tan excitante.