– Me han pedido que siga hablando, pero no les he asegurado que fuera a decir nada interesante.
– Lo siento -masculló Vito, y se echó hacia atrás-. ¿De dónde podría haber sacado un proyecto?
Sophie se esforzó por respirar.
– De internet, tal vez. No lo he mirado nunca. En los museos donde están las sillas deben de tener algún documento de su diseño. O… supongo que ha podido utilizar textos antiguos. Existen unos cuantos diarios de inquisidores. Es posible que contengan dibujos. Claro que tendría que tener acceso a textos antiguos.
– ¿Y cómo podría acceder a ellos? -preguntó Nick.
– A través de colecciones de libros raros. Y también tendría que saber leerlos. La mayoría están escritos en latín medieval. Hay unos cuantos en francés y occitano.
Nick anotó eso en su cuaderno.
– ¿Usted conoce esos idiomas?
– Sí, claro.
Vito seguía observándola, aún con más intensidad que antes.
– ¿Y si ha comprado los instrumentos?
– Si los ha comprado, puede que sean reproducciones o tal vez se trate de instrumentos originales. Continuamente se ven reproducciones de armaduras y armas a la venta en páginas de recreación. En las ferias medievales suele haber puestos donde se venden armas de diversas calidades. Unas están hechas a mano y otras se fabrican en cadena, pero todas son reproducciones.
– ¿Qué tipo de armas? -quiso saber Nick.
– Dagas, espadas, manguales y hachas. Claro que nunca he visto que vendieran instrumentos de tortura. Si se trata de instrumentos originales… -Se encogió de hombros-. Tendrían que hablar con coleccionistas particulares.
Nick asintió.
– ¿Qué sabe de ellos?
– Como en todo, los hay buenos y malos. Los auténticos coleccionistas compran las piezas en privado a otros coleccionistas o en casas de subastas como Christie's. Alguna vez aparece una pieza antigua en el mercado regular, pero es muy raro.
– ¿Por ejemplo? -la pinchó Nick.
– Por ejemplo, las espadas del Dordoña. En 1977, seis espadas del siglo xv cuya existencia hasta entonces se desconocía fueron subastados en Christie's. Al parecer, provenían de un hallazgo fortuito: a mediados de los setenta aparecieron ochenta espadas de esa época en el fondo del río Dordoña, en Francia. Estaban en una barcaza e iban destinadas a los soldados que luchaban en la guerra de los Cien Años. La barcaza se hundió y las espadas quedaron sepultadas en el limo durante cinco siglos. Pero esto es algo excepcional; por lo general, las piezas catalogadas suelen cambiar de manos. La mayoría de nuestras exposiciones proceden de la colección particular de Theodore Albright Primero.
Nick frunció el entrecejo.
– ¿El padre del chico con el que hemos hablado ahí dentro?
– El abuelo. Ted Primero fue uno de los arqueólogos más famosos del siglo xx. Muchas de sus piezas se las compró a otros coleccionistas, aunque… -Alzó un hombro-. Ted Primero trabajó en excavaciones cuando era adolescente, hasta los veintipocos años. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero yo diría que algunas de las piezas de su colección las descubrió en las excavaciones. Si eso se demostrara, los Albright se verían obligados a devolverlas.
Nick volvió a menear la cabeza.
– Así que no siempre fue un coleccionista legal.
– No. Albright Primero era un buen tipo. Tenéis que entender que así es como se hacían las cosas entonces. Uno llegaba, excavaba y se llevaba a casa el botín. De hecho, si en los museos hay piezas es porque algún día alguien se las llevó a casa… en aquella época.
– ¿Y ahora? -la pinchó Nick.
– Hoy en día la mayoría de los gobiernos toman medidas enérgicas si se sacan piezas del país. Se considera un robo y se inicia una acción judicial.
– O sea que las piezas se venden en el mercado negro -dedujo Vito.
– El mercado negro ha existido siempre, solo que los precios han aumentado desde que empezaron a tomarse medidas. He oído hablar de coleccionistas particulares que han comprado obras de arte, piezas de cerámica y documentos; incluso mosaicos romanos. Pero instrumentos de tortura, no.
– Sin embargo, podría estar pasando -la presionó Vito.
– Claro que podría estar pasando. Yo no me muevo en esos círculos, así que no lo sé. -Pensó en los arqueólogos más sospechosos que conocía-. Ya lo preguntaré.
Vito negó con la cabeza.
– Las preguntas las haremos nosotros -dijo con decisión, y levantó la mano cuando ella irguió la cabeza de golpe-. Son las normas, Sophie -añadió en tono cansino-. Igual que lo de no contarle ayer nada de las tumbas antes de que las descubriera.
– Eso fue para no influenciarme -observó ella-. Ahora ya sé de qué va.
– Esto es para no ponerla en riesgo -repuso Vito-. No estamos haciendo un trabajito para una tesis. Estamos investigando un homicidio múltiple, y el asesino ha cavado siete tumbas que aún están vacías. No me gustaría que una acabara ocupándola usted.
Sophie exhaló un trémulo suspiro.
– Usted gana. Les haré una lista.
Vito esbozó una sonrisa ladeada y sus oscuros ojos adquirieron calidez.
– Gracias.
Ella le devolvió la sonrisa antes de darse cuenta de que había vuelto a caer en el anzuelo. «Menuda besuga estás hecha.» Dejó de sonreír y miró su reloj.
– Tengo que marcharme.
Tras apearse del vehículo introdujo la cabeza por la puerta, aún abierta. Vito la estaba observando otra vez, su mirada era intensa y… denotaba dolor. Notó que le remordía la conciencia pero se hizo fuerte y, expresamente, se volvió hacia Nick.
– Les enviaré por e-mail una lista de todas las personas que se me ocurran. Buena suerte.
Estaba a medio camino de la puerta del museo cuando oyó que la puerta del coche se cerraba de golpe y que Vito la llamaba. Siguió caminando con la esperanza de que hubiera captado la indirecta y la dejara en paz, pero sus pasos se hacían más audibles a medida que se reducía la distancia entre ambos.
– Sophie, espere. -La aferró del brazo y tiró de ella hasta que se detuvo.
– ¿Qué más quiere, detective?
Él siguió tirándole del brazo.
– Quiero que se dé la vuelta y me mire.
Ella lo complació. Su rostro estaba a tan solo unos centímetros y un gesto de perplejidad fruncía sus cejas. Con el rabillo del ojo vio a Nick apoyado en el coche con expresión igualmente perpleja y vaciló un instante. Sin embargo, las palabras escritas en la tarjeta que acompañaba las rosas resonaron en su mente: «A.: Te amaré siempre. V.»
– Suélteme el brazo.
Él la soltó pero no retrocedió, así que lo hizo ella.
– ¿Qué quiere de mí, detective?
– ¿Qué ha ocurrido? Anoche estuvimos hablando, y usted sonreía. De repente, cuando le pregunté si le apetecía una pizza, se puso frenética. Quiero saber por qué.
– Y si no me apetecía cenar con usted, ¿qué?
– No fue por eso. Si las miradas matasen yo habría caído fulminado en el acto. Me gustaría saber por qué. Y también me gustaría saber por qué hoy me llama detective si ayer me llamaba Vito.
Ella forzó una carcajada. Cómo se hacía la víctima.
– Los tíos sois todos iguales, ¿verdad? Mira, Vito, siento haber herido tu ego pero ya es hora de que aprendas que no todas las mujeres van a caer rendidas a tus pies. Os enviaré la información tan pronto como pueda, pero no porque seas tú; más vale que te quede claro desde ahora mismo.
Se dispuso a marcharse pero se detuvo. Él seguía allí plantado, con los oscuros ojos llenos de cólera, y de pronto Sophie sintió que todas las preguntas que se había hecho a sí misma tantas veces exigían una respuesta.
– Dime, Vito. Cuando estás haciéndolo, ¿piensas en la mujer que te espera en casa?
– ¿De qué me estás hablando? -preguntó él con lentitud deliberada.