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– Se ha puesto muy contenta por ti. Eso se notaba, hasta en su tono de voz. ¡Una chica realmente estupenda!

– Sí, así es.

Cuando volvió a su habitación, la camarera ya lo había arreglado todo. La cama estaba hecha, la ventana cerrada y la cortina corrida en parte. Había un paquete de Malboro en la mesilla de noche. En la pequeña nevera, vio varias botellas de Budweiser, lujos importados que se correspondían con sus funciones en ese encuentro. Todo daba a entender que ahora era un «cuadro importante». Encendió la lámpara de la mesilla de noche y miró la programación de la televisión. El hotel tenía servicio por cable, así que podía elegir diversas películas de artes marciales producidas en Hong Kong, pero no tenía ganas de mirar la televisión. Volvió a acercarse a la ventana y vio, una vez más, la silueta de los grandes almacenes Número Uno, cuyos rótulos luminosos la recortaban en la noche.

Si se hubiera presentado una emergencia, Yu lo habría llamado. Después de ducharse, se puso el pijama, abrió una Budweiser y empezó a leer el periódico. No era gran cosa, pero él sabía que no se dormiría. No estaba borracho, desde luego no tanto como Li Bai, un poeta de la dinastía Tang autor de unos versos en que describía cómo bailaba con su propia sombra a la luz de la luna. De pronto, oyó que llamaban quedamente a la puerta. No esperaba a nadie. Podía fingir que dormía, aunque sabía de historias sobre el personal de seguridad que entraba en las habitaciones a horas intempestivas.

– Sí, adelante -dijo resignado-.

La puerta se abrió.

Alguien se asomó, descalza, vestida con una bata blanca.

Chen se quedó mirando a la intrusa por unos segundos, situando la imagen en sus recuerdos, hasta que la reconoció.

– ¡Ling!

– ¡Chen!

– ¡Qué increíble, verte aquí! -no supo cómo continuar-.

Ella cerró la puerta. No había ni asomo de sorpresa en su rostro. Era como si acabara de salir de la antigua biblioteca en la Ciudad Prohibida, con un montón de libros bajo el brazo, mientras los gritos de las palomas resonaban en la distancia en el cielo despejado de Beijing. Como si acabara de salir del mural pintado en la estación de metro, una joven uigur con un racimo de uva en los brazos, un movimiento infinito, moviéndose sin moverse, ligera como un cielo de verano, con los pies descalzos y adornados con brazaletes, y los fragmentos de pan de oro que se desprendían del marco… Y Ling era la misma, a pesar del paso de los años, salvo que su largo pelo, que ya se había soltado, le llegaba hasta los hombros. Unos cuantos mechones formaban bucles sobre sus mejillas, si bien le daban un aire a la vez distendido e íntimo, y entonces Chen vio las ligeras arrugas en torno a los ojos.

– ¿Qué te trae por aquí?

– Una delegación de bibliotecarias de Estados Unidos. Les sirvo de guía. Te lo había mencionado.

Ling le había transmitido la posibilidad de acompañar a los delegados de las bibliotecas estadounidenses a las ciudades del Sur, pero no había nombrado Shanghai como uno de sus destinos.

– ¿Has cenado? -otra pregunta desafortunada, y Chen empezaba a irritarse consigo mismo-.

– No. Sólo he tenido tiempo para darme una ducha.

– No has cambiado.

– Ni tú.

– ¿Y cómo has sabido que me hospedaba aquí?

– Llamé a tu despacho. Alguien me lo dijo, creo que fue el secretario del Partido Li Guohua. Al principio, lo noté bastante reservado, así que le tuve que decir quién era. -¡Oh!

"Más bien, quién era su padre", caviló Chen… Ling sacó un cigarrillo. Él se lo encendió, cubriendo el mechero con el cuenco de la mano. Los labios de Ling le rozaron suavemente los dedos.

– Gracias.

Ling se acomodó en el sillón con gesto desenfadado. Cuando se inclinó sobre el cenicero para dejar la ceniza, la bata se le abrió ligeramente, y Chen tuvo una fugaz visión de sus pechos. Ella era consciente de su mirada, pero no la cerró. Se quedaron mirando fijamente a los ojos.

– Donde quiera que estés, te encontraré -dijo bromeando-.

Había sabido encontrarlo, sin duda. No tenía por qué ocultarle información a ella. Como HCS, Ling sabía manejarse. A pesar de la broma, Chen sintió que crecía la tensión entre los dos. Era ilegal que un hombre y una mujer compartieran una habitación de hotel sin un certificado de matrimonio. Los responsables de la seguridad del hotel tenían derecho a irrumpir en la habitación. En cualquier momento se escucharía un golpe en la puerta. «¡Control rutinario!» Algunas habitaciones incluso estaban equipadas con cámaras de vídeo ocultas.

– ¿Dónde está tu habitación?

– En esta misma zona de «huéspedes distinguidos», puesto que acompaño a la delegación de Estados Unidos. Los de seguridad no entran aquí.

– ¡Qué bien que hayas venido!

– «Es difícil encontrarse y también separarse. / El viento del Este ha amainado y las flores languidecen…» -Ling citaba los versos sobre los infelices amantes sabiendo lo que hacía, pues conocía la pasión de Chen por Li Shangyin-. Te he echado de menos -su rostro, aunque marcado por el cansancio del viaje, se suavizó bajo la luz-.

– Y yo a ti.

– Después de todos los años que hemos perdido -bajó la mirada-, esta noche estamos juntos.

– No sé qué decir, Ling.

– No tienes que decir nada.

– No puedes imaginar mi agradecimiento por todo lo que has hecho por mí.

– Tampoco digas eso.

– Sabes, la carta que escribí… No quería…

– Lo sé, pero quería hacerlo.

– ¿Y bien?

Ling lo miró y sus ojos perdieron el tinte de la timidez y se volvieron brumosos.

– Pues, estamos aquí. Así que, ¿por qué no? Me voy mañana por la mañana. No tiene sentido que nos reprimamos.

Una frase casi olvidada de Sigmund Freud, otra influencia occidental de su época universitaria, y quizá también la de ella. Chen vio que Ling se humedecía los labios con la lengua. Luego bajó la mirada hasta sus pies, y vio sus dedos arqueados y elegantes, perfectamente formados.

– Tienes razón.

Se giró para apagar la luz, pero ella lo detuvo con un gesto. Se levantó, se desató el cinturón de la bata y la dejó caer al suelo. Bajo la luz de la lamparilla, su cuerpo despedía un brillo de porcelana. Tenía unos pechos pequeños, y los pezones estaban erectos. Al instante, estaban tendidos en la cama, deseosos de borrar el tiempo que habían pasado separados, los largos años perdidos. No sólo él demostraba prisa, ella también. Los dos actuaban impulsados por una especie de desesperación que se iba apoderando de ellos. La única manera de acudir en socorro del pasado era ser fieles a sí mismos en el presente. Con un gemido de placer, ella le rodeó el cuello con ambos brazos y la espalda con las piernas. Se desplazó hasta quedar debajo de él y luego se arqueó hacia arriba, deslizándole por la espalda unos dedos largos y fuertes. Aquel apasionamiento lo excitó. Al cabo de un rato, Ling cambió de posición y se colocó encima. Dejó caer su largo pelo sobre la cara de Chen como una cascada y eso le provocó sensaciones que nunca había experimentado. Él se perdió en su cabellera. Ella se estremeció con el orgasmo de Chen, respirando aceleradamente el aliento entrecortado contra su cara, hasta que, de pronto, su cuerpo se volvió suave, húmedo, insustancial como las nubes después de la lluvia. Se quedaron tendidos en silencio, abrazados, sintiéndose muy por encima y más allá de la ciudad de Shanghai. Quizá debido a la altura del hotel, Chen inesperadamente creyó ver las nubes blancas entrar por la ventana, hasta encontrar el cuerpo de Ling cubierto de sudor bajo la luz tenue de la luna.